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Luego me dio un delantal ensangrentado y un casco de metal. Me los puse. Me quedé allí de pie mientras él encendía un cigarrillo. Despachó la cerilla con gesto tranquilo y hombruno.

– Vamos.

Eran todos negros y cuando aparecí me miraron como si fuesen sultanes de color. Yo medía cerca de un metro noventa pero ellos eran todos más altos, y si alguno no lo era, era dos o tres veces más robusto.

– ¡Hank! -gritó Thurman.

Hank, pensé, Hank, igual que yo. Es curioso.

Ya estaba sudando, con ese casco metálico encima de las orejas.

– ¡Ponle a TRABAJAR! -le dijo.

Cristo y Cristo. ¿Qué había sido de las noches dulces y ociosas? ¿Por qué no le pasaba esto a Walter Winchell, que creía en el sueño americano? ¿No había sido yo uno de los estudiantes más brillantes en antropología? ¿Qué había pasado?

Hank me llevó consigo y me plantó enfrente de un gigantesco camión de medio sótano de largo, inmóvil, vacío e inquietante.

– Espera aquí.

Entonces varios de los sultanes negros se acercaron corriendo, arrastrando carros de ruedas pintados de un blanco triste y costrilloso, como detergente mezclado con mierda de gallina. Y cada uno de los carros estaba lleno de jamones que flotaban en sangre oscura y espesa. No, no flotaban en sangre, se sentaban en ella, como plomo, como balas de cañón, como la muerte.

Uno de los chicos saltó al interior del camión y otro empezó a lanzarme los jamones y yo los cogía y se los lanzaba al otro tío que daba media vuelta y los echaba al extremo del camión. Los jamones llegaban de prisa DE PRISA y eran pesados y se volvían cada vez más pesados. Tan pronto como lanzaba un jamón y me volvía, otro venía hacia mí por el aire. Sabía que estaban tratando de destrozarme. Muy pronto estuve sudando y sudando, como si me hubiesen abierto grifos por todo el cuerpo, y me dolía la espalda, me dolían las muñecas, me dolían los brazos, me dolía todo y estaba agotando el último soplo imposible de energía. Apenas podía ver, apenas podía someter mi cuerpo al esfuerzo de agarrar un jamón más y arrojarlo, un jamón más y arrojarlo. Estaba bañado en sangre y seguía agarrando la muerta, blanda y pesada pécora con mis manos. El jamón da un poco la impresión de una grupa de mujer, y yo estoy demasiado débil para hablar y decir: «¿Hey, qué COÑO pasa con vosotros, eh, tíos?». Los jamones llegan volando y yo giro, clavado como un hombre en una cruz debajo de un casco metálico, y ellos traen continuamente carros llenos de jamones y jamones y jamones y al fin están todos vacíos y yo estoy allí de pie, temblando y respirando fuertemente la luz eléctrica amarilla. Era de noche en el infierno. Bueno, a mí siempre me gustó el trabajo nocturno.

– ¡Vamos!

Me llevan a otro sector. Por el aire, desde la lejana pared, viene hacia mí medio ternero colgado, o podía ser un ternero entero, sí, eran terneros enteros, pensándolo bien, desollados y sangrientos, con las cuatro patas estiradas, y uno de ellos venía hacia mí colgado de un gancho, recién acabado de matar, y se paró justo encima mío, colgando del gancho sobre mi cabeza, goteando sangre.

– Lo acaban de matar -pensé- han matado a esta condenada cosa. ¿Cómo pueden distinguir a un hombre de un ternero? ¿Cómo saben que yo no soy un ternero?

– ¡ESTA BIEN: ABRÁZALO!

– ¿Abrazarlo?

– ¡Eso mismo: BAILA CON EL!

– ¿Qué?

– ¡Por el amor de dios! ¡George, ven aquí!

George se puso debajo del ternero. Lo agarró. UNO. Dio unos pasos hacia delante. DOS. Dio unos pasos hacia atrás. TRES. Dio bastantes pasos hacia delante. El ternero estaba casi paralelo al suelo. Alguien apretó un botón y por ahí se fue el bicho. Ya lo tenían, para los mercaderes de carne del mundo. Lo tenían para las charlatanas, simpáticas y bien alimentadas amas de casa imbéciles del mundo a las 2 de la tarde, peinadas, fumando cigarrillos con filtro sin sentir casi nada.

Me pusieron debajo del siguiente ternero.

UNO.

DOS.



TRES.

Lo tenía. Con sus huesos muertos contra mis huesos vivos, su carne muerta contra mi carne viva, y el hueso y el pesado corte sangrando a chorros, pensé en un coño cálido y hambriento, sentado enfrente mío en un sofá con las piernas cruzadas y levantadas, y yo con una copa en mi mano, acercándome despacio, con seguridad, hacia el blanco lugar de su cuerpo, y Hank gritó: ¡CUÉLGALO EN EL CAMIÓN!

Me fui dando traspiés hacia el camión. El sentido de la vergüenza que me habían inculcado en las escuelas americanas me decía que no debía dejar caer el becerro al suelo porque esto probaría que yo era un cobarde y no era un hombre y que luego no podría esperar más que continuas risas y burlas, y es que en América tienes que ser un vencedor, no hay más leches, tienes que aprender a pelear por cualquier pequeñez, sin preguntar ni dudar, y aparte, si yo dejaba caer el ternero, lo tendría que recoger y levantarlo, y sabía que eso nunca lo podría hacer. Además, se ensuciaría. Yo no quería que se ensuciase, o mejor dicho: ellos no querían que se ensuciase.

Entré balanceándome en el camión.

– ¡CUÉLGALO!

El gancho que había era romo como un pulgar sin uña. Dejabas el ternero para que se enganchara, y resbalaba, lo levantabas de nuevo y volvía a resbalar, una y otra vez y el gancho no lo atravesaba ¡¡El culo de mi madre!! Era todo cartilaginoso y gordo, duro, duro.

– ¡VAMOS! ¡VAMOS!

Utilicé mis últimas reservas y el gancho se clavó, fue una hermosa visión, un milagro, ese gancho atravesando la carne, ese ternero colgando sólito, completamente apartado de mi hombro, colgado para los abrigos y el sombrerito y el parloteo en la carnicería.

– ¡MUÉVETE!

Un negro de 145 kilos, insolente, cortante, frío, asesino, entró, colgó su carne de un golpe, y me miró desde arriba.

– ¡Nos ponemos en fila aquí!

– De acuerdo campeón.

Salí delante de él. Otro ternero me estaba esperando. Cada vez que agarraba uno estaba seguro de que era el último que iba a poder aguantar, pero continuamente me decía: Uno más sólo uno más y luego escapo y a tomar por saco.

Estaban esperando que abandonase, lo podía leer en sus ojos, sus sonrisas cuando creían que yo no estaba mirando., No quería darles la victoria. Me iba a por un nuevo ternero. El jugador. La última carta del jugador arruinado de los viejos tiempos. Fui a por la carne.

Seguí por dos horas y entonces alguien gritó:

– DESCANSO.

Lo había conseguido. Un descanso de diez minutos, algo de café, y nunca lograrían hacerme abandonar. Caminé detrás de ellos hacia el carro del almuerzo. Podía ver el vapor del café levantándose en la noche; podía ver las rosquillas y cigarrillos y bollos y sandwiches bajo las luces eléctricas.

– ¡EH, TU!

Era Hank. Parecía que yo le gustaba a Hank.

– ¿Sí, Hank?

– Antes de descansar, coge ese camión y llévalo a la sección 18.

Era el camión que habíamos cargado anteriormente, el de medio sótano de largo. La sección 18 estaba cruzando toda la planta.

Abrí la puerta y subí a la cabina. Tenía un blando asiento de cuero y estaba tan bien que supe que si no lo combatía, pronto me quedaría dormido. Yo no era un conductor de camiones. Miré abajo y vi media docena de palancas, mandos, pedales y demás. Di la vuelta a la llave y el motor arrancó. Me puse a probar pedales y palancas hasta que la máquina se puso a andar y entonces lo conduje por toda la planta hasta la sección 18, pensando todo el rato: para cuando vuelva, el carro del almuerzo ya se habrá ido. Esto era una tragedia para mí, una verdadera tragedia. Estacioné el inmenso camión, apagué el motor y me quedé un minuto disfrutando de la blanda bondad del asiento de cuero. Luego abrí la puerta y salí fuera. Me olvidé del escalón o lo que quiera que fuese y me caí al suelo con mi delantal ensangrentado y mi casco metálico de Cristo, como si me hubiesen pegado un tiro. No me dolió, no sentía nada. Me levanté con tiempo para ver al carro del almuerzo saliendo por la verja hacia la calle. Los vi regresando al trabajo riéndose y encendiendo cigarrillos.