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– Voy a ver -dijo ella, y salió.

Mi ventana dejaba ver colinas, un declive de colinas levantándose. Miré a las colinas. Estaba oscureciendo. Nada más que casas encima de colinas. Viejas casas. Tuve la extraña sensación de que estaban deshabitadas, que todo el mundo había muerto, que todo el mundo se había rendido. Escuché a los tres hombres quejarse de la comida, del precio del hospital, de los doctores y enfermeras. Cuando uno hablaba, los otros dos no parecían escuchar, no contestaban. Entonces otro comenzaba a hablar. Hacían turnos. No había otra cosa que hacer. Hablaban vagamente, eliminando sujetos. Estaba allí con un okie, un cameraman y el pájaro amarillo meado. Fuera de mi ventana una cruz cambiaba intermitentemente de color en medio del cielo -primero era azul, y entonces se ponía roja, y luego azul de nuevo-. Era de noche y cerraron las cortinas alrededor de nuestras camas. Me sentí mejor, y me di cuenta de que el dolor o la posible muerte no me acercaban a la humanidad, sino más bien al contrario. Empezaron a llegar visitantes. Yo no tuve ninguno. Me sentía como un santo. Miré por mi ventana y vi algo escrito cerca de la cruz luminosa intermitente, MOTEL, decía. Los cuerpos allí estarían tumbados en mejor armonía. Follando.

7

Un pobre diablo vestido de verde entró y me afeitó el culo. ¡Había trabajos tan terribles en este mundo! Este era uno que yo no conocía.

Me pusieron una especie de gorro de baño en la cabeza y me echaron encima de una camilla. Ya estaba. El quirófano. El cobarde deslizándose por pasillos hacia la muerte ridícula. Había un hombre y una mujer, me empujaban la camilla y sonreían, parecían muy tranquilos. Me metieron en un ascensor. Había cuatro mujeres en él.

– Voy al quirófano. ¿A alguna de ustedes, señoras, le gustaría cambiar el puesto conmigo?

Ellas se pegaron a la pared y rehusaron contestar.

En la sala de operaciones esperamos la llegada de Dios. Dios entró por fin:

– ¡Bie

Ni siquiera me molesté en replicar una mentira tan evidente.

– Póngase boca abajo, porr favorr.

– Bueno -dije-, supongo que es demasiado tarde para echarme atrás.

– Ya -dijo Dios-. ¡Aboga está usted en nuegstro poderr!

Vi cómo me ataban con correas. Me abrieron las piernas. Entró el primer espinal. Sentí cómo me ponían toallas por la espalda y alrededor del ojo del culo. Otro espinal. Un tercero. Yo no paraba de hablar, de gritar e insultarles. El cobarde, el showman, silbando en la oscuridad.

– Pónganle a dogmirr ¿ya? -dijo él. Sentí un pinchazo en el hombro. Anestesia. No estaba bien. Tenía a demasiados borrachos a mi espalda como para dejarles solos.

– ¿Alguien tiene un cigarro? -pregunté.

Alguien se rió. Yo me estaba quedando frito. Mala forma. Decidí quedarme tranquilo.

Pude sentir el cuchillo hurgándome en el culo. No sentía dolor.

– Aquí egsto -le oí decir-, égsta ess la obstrucció

8

La sala de recuperación era de lo más triste. Había algunas mujeres de muy buen aspecto paseando por ahí, pero me ignoraban. Me incorporé sobre mi codo y miré a mi alrededor. Cuerpos por todas partes. Todo muy muy blanco y en silencio. Operaciones de verdad. De pulmón. Cardíacas. De todo. Me sentí como un aficionado, me sentí avergonzado. Me alegré cuando me sacaron de allí. Mis tres compañeros de habitación se quedaron mirándome fijamente cuando me entraron. Me eché de la camilla a la cama. Me encontré con que mis piernas estaban todavía dormidas y no tenía control sobre ellas. Decidí dormir. El lugar entero era deprimente. Cuando desperté me dolía de verdad el culo. Pero las piernas seguían dormidas. Pensé en mi polla y me pareció como si no estuviese. Quiero decir que no había ninguna sensación de tacto o presencia. Excepto que tenía ganas de mear y no podía hacerlo. Era horrible y traté de olvidarlo.

Uno de mis antiguos amores vino a visitarme, y se sentó allí mirándome. Yo le había dicho que iba a ser operado. Por qué se lo dije, no lo sé.

– ¡Hola! ¿Qué tal estás?

– Bien, sólo que no puedo mear.

Ella sonrió.

Hablamos un poco sobre algo y luego se marchó.

9

Era como en las películas: todos los enfermeros parecían ser homosexuales. Uno me pareció algo más macho que los otros.

– ¡Eh, compadre!



El se acercó.

– No puedo mear. Quiero mear pero no puedo.

– Vuelvo dentro de un momento. No se preocupe, le solucionaré su problema.

Esperé un buen rato. Entonces volvió, abrió la cortina de mi cama y se sentó. Me agarró la polla.

Jesús, pensé, ¿qué va a hacerme? ¿Me la irá a chupar?

Pero miré y me di cuenta de que había traído una especie de aparato. Vi cómo sacaba una aguja hueca y me la metía por el agujero de la uretra. Las sensaciones, que yo pensaba que habían desaparecido de mi polla, volvieron de repente.

– ¡Mierda cabrona! -me quejé.

– No es la cosa más agradable del mundo, ¿eh?

– Cierto, cierto, tienes toda la razón. ¡Weeowe! ¡Mierda y Jesús!

– Pronto acabo.

Me fue introduciendo la aguja hasta tocar la vejiga. Presionó y pude ver cómo el orinal plano al que iba a dar el tubo se iba llenando de orina. Esta era una de las cosas que no sacaban en las películas.

– ¡Por Dios, muchacho, ya vale, ya vale! Te aseguro que has hecho un buen trabajo.

– Sólo un momento. Ya está.

Sacó la aguja. Fuera de la ventana, mi cruz azul y roja cambiaba y cambiaba de color. Cristo colgaba de la pared con un trocito de palma seca clavado en los pies. Los hombres maravillas no se convertían en dioses. Aunque fuese duro admitirlo.

– Gracias -le dije al enfermero.

– A servir, a servir.

Cerró la cortina y se fue con su aparato.

Mi pájaro amarillo meado apretó su timbre.

– ¿Dónde está esa enfermera? ¿Por qué no viene la enfermera?

Apretó de nuevo el botón.

– ¿Funcionará el timbre? ¿Estará estropeado mi timbre?

La enfermera entró.

– ¡Me duele la espalda! ¡Oh, me duele terriblemente la espalda! ¡Nadie ha venido a visitarme! ¡Apuesto a que ustedes se han dado cuenta, eh, tíos! ¡Ni siquiera mi esposa! ¿Dónde está mi esposa? Enfermera, súbame la cama. ¡Me duele la espalda! ¡VAMOS! ¡Más alta! ¡No, no, Dios mío; la ha dejado demasiado alta! ¡Más baja, más baja! ¡Aquí, pare! ¿Dónde está mi cena? ¡No he cenado todavía! Mire…

La enfermera se largó.

Mi pensamiento le daba más y más vueltas al aparatito de mear. Probablemente tendría que comprar uno, llevarlo conmigo el resto de mi vida. Utilizarlo en callejones, detrás de los árboles, en el asiento trasero de mi coche… con esa aguja…

El okie de la cama uno no hablaba mucho.

– Es mi pie -les dijo de repente a las paredes-. No puedo entenderlo, mi pie se queda todo hinchado por las noches y no vuelve a quedarse bien. Duele, duele.

El tipo del pelo blanco de la esquina pulsó su timbre.

– Enfermera -dijo-, enfermera. ¿Qué tal si me trae una taza de café?

Realmente, pensé, mi principal problema es procurar no volverme loco.