Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 36 из 47

La idea del suicidio estaba siempre allí, fuerte, como miles de hormigas corriendo por la parte inferior de las muñecas. El suicidio era la única cosa positiva. Todo lo demás era negativo. Y allí estaba Lou, agradecido de poder limpiar interiores de máquinas de caramelos para seguir viviendo.

7

Por ese tiempo conocí a una dama en un bar, un poco mayor que yo, muy sensitiva. Sus piernas estaban muy bien todavía, tenía un extraordinario sentido del humor, y vestidos muy caros. Había sido la amante de un hombre rico. Nos fuimos a mi habitación y vivimos juntos. Ella era un magnífico pedazo de culo, pero tenía que estar bebiendo continuamente. Su nombre era Vicki. Follábamos y bebíamos vino, bebíamos vino y follábamos. Yo tenía una tarjeta de lector de la biblioteca y me iba allí todos los días. A ella no le había dicho nada de la cosa del suicidio. Mi vuelta a casa después de salir de la biblioteca era siempre un juego divertido. Yo abría la puerta y ella me miraba. -Pero ¿y los libros?

– Oye Vicki, no tienen ni un solo libro en toda la biblioteca. Yo entraba, sacaba la botella (o botellas) fuera de la bolsa y empezábamos.

Una vez, después de toda una semana de borrachera, decidí matarme. No le dije nada. Pensé en hacerlo cuando ella estuviese en un bar buscando a algún «vivo». No me gustaba que esos payasos gordos se la tirasen, pero luego me traía dinero y whisky y puros, y eso estaba bien. Me consolaba diciéndome que yo era el único al que amaba. Me llamaba «Mister Van Culofrito» por alguna razón que no puedo imaginar. Se emborrachaba y decía continuamente:

– ¡Te crees que estás caliente, te crees Mister Van Culofrito! -y yo no pensaba en nada más que en cómo matarme. Un día estuve ya completamente decidido a hacerlo. Fue después de toda una semana de estar bebiendo sin descanso, oporto, habíamos comprado garrafas y las habíamos puesto en fila en el suelo, y detrás de ellas habíamos alineado botellas de litro, ocho o nueve, y detrás de éstas una fila de cuatro o cinco botellas pequeñas. La noche y el día se esfumaron. Todo era fornicar y hablar y beber, hablar y beber y fornicar. Violentas discusiones que terminaban haciéndonos el amor. Ella era una pequeña y dulce zorra jodiendo, apretándose y retorciéndose. Una mujer entre doscientas. Con el resto es sólo una especie de acto, una broma. Sin embargo, quizás por todo ello, la bebida y el hecho de que todos esos bueyes gordos y estúpidos se tiraran a Vicki, me puse muy enfermo y deprimido, pero ¿qué coño podía hacer?

Cuando el vino se acabó, la depresión, el miedo, la inutilidad de seguir, vinieron con más y más fuerza y supe que iba a hacerlo. La primera vez que ella salió de la habitación, todo acabó para mí. Era la hora. Cómo hacerlo, no lo sabía muy bien, pero había cientos de maneras. Teníamos una pequeña estufa de gas. El gas era atrayente. El gas es como una especie de beso. Deja el cuerpo entero. El vino se había acabado. Yo apenas podía andar. Ejércitos de miedo y sudor corrían de un lado a otro por mi cuerpo. Era muy sencillo. La mayor recompensa era el no tener que volver nunca a cruzarse con otro ser humano por la acera, verlos pasear en su obesidad, ver sus pequeños ojos de rata, sus caras rotas y crueles, sus gestos animales. Vaya un dulce sueño: no tener que volver a mirar nunca otro rostro humano.

– Voy a salir fuera a mirar algún periódico para ver qué día es hoy ¿Te parece bien?

– Claro -dijo ella- claro.

Salí de la habitación. Nadie en el recibidor. Ni un solo ser humano. Eran alrededor de las 10 de la noche. Bajé en el ascensor con olor a orina. Hacía falta una gran voluntad para meterse en ese ascensor. Salí a la calle. Bajé la colina. Cuando volviera, ella se habría ido. Se movía deprisa cuando el vino se acababa. Entonces yo podría hacerlo. Pero primero quería saber qué día era. Bajé la colina hasta el drugstore, en la puerta había un puesto de periódicos. Era viernes. Muy bien, viernes. Tan bueno como cualquier otro día. Eso quería decir algo. Entonces leí los titulares del periódico:

AL PRIMO DE MILTON BERLE * LE CAE UNA ROCA ENCIMA Y LE PEGA EN LA CABEZA

Me pareció no haber leído bien. Me acerqué más y lo leí con atención. Era lo mismo:

AL PRIMO DE MILTON BERLE LE CAE UNA ROCA ENCIMA Y LE PEGA EN LA CABEZA

Estaba escrito en grandes titulares negros, en la cabecera. De todas las cosas importantes que habían ocurrido en el mundo, ésta era su cabecera:

AL PRIMO DE MILTON BERLE LE CAE UNA ROCA ENCIMA Y LE PEGA EN LA CABEZA

Crucé la calle, me sentía mucho mejor, y entré en la tienda de licores. Compré dos botellas de oporto y un paquete de cigarrillos a crédito. Cuando volví a la habitación, Vicki estaba allí todavía.

– ¿Qué día es? -preguntó.

– Viernes.

– Muy bien -dijo.

Llené dos vasos de vino. Había un poco de hielo en la neverita de la pared. El hielo flotó destelleante.

– No quiero que te sientas desgraciado -dijo Vicki.

– Ya sé que no.

– Tómate antes un trago.

– Claro.

– Mientras estabas fuera, ha entrado una nota por debajo de la puerta.

– Ya.

Me tomé un trago, tosí, encendí un cigarrillo, me tomé otro trago, y entonces me entregó la nota. Era una cálida noche en Los Ángeles. Un viernes. Leí la nota:



Querido señor Chinaski: Tiene hasta el próximo miércoles para pagar su alquiler. Si no lo hace, se largará de aquí. Sé que lleva mujeres a su habitación. Y hace mucho ruido. Y ha roto una ventana. Usted paga por sus privilegios, o se supone que lo hace. Yo he sido muy amable con usted. Ahora le digo que pague antes del miércoles o le echaré de aquí. Los inquilinos están cansados de tanto ruido, de sus blasfemias y canciones día y noche, noche y día, y yo también estoy cansado. No puede seguir viviendo aquí sin pagar. No diga que no le he advertido.

Me bebí el resto del vaso. Era una cálida noche de Los Ángeles.

– Estoy cansada de follar con imbéciles -dijo ella.

– No te preocupes, yo ganaré el dinero -le dije.

– ¿Cómo? Si no sabes hacer nada.

– Ya lo sé.

– ¿Entonces cómo vas a conseguirlo?

– De alguna manera.

– Ese último tío me jodió tres veces. Me dejó el coño despellejado de tanta refriega.

– No te preocupes, nena, yo soy un genio. El único problema es que nadie lo sabe.

– ¿Un genio en qué?

– No sé.

– ¡Mister Van Culofrito!

– Ese soy yo. Por cierto ¿sabes que al primo de Milton Berle le cayó una roca en la cabeza?

– ¿Cuándo?

– Ayer u hoy.

– ¿Qué clase de roca?

– No sé. Me imagino que una especie de gran piedra amarillenta.

– ¿Y a quién coño le importa?

– A mí no. Desde luego que no. Excepto…

– ¿Excepto qué?

– Excepto que creo que esa roca me ha hecho seguir vivo.

– Hablas como un gilipollas.

– Soy un gilipollas.

Hice una mueca de salvaje idiotización y serví vino a mi alrededor.

* Milton Berle es una inefable institución en el mundo del chiste americano (N del T)