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Su nombre era Lou, era ex-presidiario y ex-minero. Vivía en la planta baja del hotel. Su último trabajo había consistido en restregar manchas de caramelo quemado en una fábrica de dulces, y lo había perdido -como todos los anteriores- por culpa de la bebida. El seguro de desempleo se gastaba, y allí nos quedábamos como ratas -ratas sin ningún lugar donde esconderse, ratas con un alquiler que pagar, con vientres que tenían hambre, con pollas que se ponían duras, espíritus que estaban cansados, y nada de educación, ni ocupación alguna-. Mierda pura, como ellos dicen, esto es América. No queríamos nada y no conseguíamos nada. Mierda dura.

Conocí a Lou mientras bebíamos sentados sobre la cama, con la gente entrando y saliendo, de un lado a otro, bebiendo. Mi habitación era el lugar de la fiesta. Vino todo el mundo. Había un indio, Dick, que robaba botellas de whisky y las almacenaba en su armario. Decía que eso le daba una sensación de seguridad. Cuando no podíamos conseguir una botella en ninguna parte, siempre teníamos al indio como último recurso.

Yo no era muy bueno para robar botellas, pero había aprendido un truco de Alabam, un tío flaco y bigotudo que había trabajado conmigo de ordenanza en un hospital. Metes la carne y otros productos de valor en un gran saco y lo cubres con patatas. El tendero lo pesa y te lo cobra a precio de patatas. Pero yo era más hábil en conseguir crédito de Dick. Había muchos Dicks en el vecindario, y el encargado de la tienda de licores también se llamaba Dick. Pasábamos la tarde sentados y la bebida se acababa Mi primera medida era mandar alguien a la tienda de licores.

– Me llamo Hank -le decía al tío-. Dile a Dick que yo te mando, que te dé una botella, y si hay alguna duda que me llame por teléfono.

– Vale, vale -el tío se iba. Nosotros esperábamos, saboreando ya la bebida, fumando, dando vueltas y volviéndonos locos. Entonces el tío volvía:

– Dick dijo que ¡No! Dijo que tu crédito ya está agotado.

– ¡MIERDA! -gritaba yo.

Y con los ojos inyectados en ira me levantaba en un estado de indignación bíblica.

– ¡MALDITA MIERDA, ESE HIJO DE MALA MADRE!

Yo estaba furioso de verdad, era un cabreo honesto, no sé de dónde provendría. Cerraba de un portazo, cogía el ascensor, y bajaba la colina como un ángel vengador sediento.

– ¡Le voy a… Sucia madre, esa sucia madre!… -Irrumpía en la tienda.

– Está bien, Dick.

– Hola Hank.

– ¡Quiero DOS BOTELLAS! -(y nombraba una marca muy buena)- dos paquetes de cigarrillos, un par de esos puros, y déjame ver… un bote de ésos de cacahuetes, sí.

Dick ponía el material delante mío en el mostrador y se quedaba allí quieto.

– Bueno ¿me vas a pagar?

– Dick, quiero que lo pongas en mi cuenta.

– Mira, ya me debes 23,50 dólares. Antes me pagabas. Me pagabas un poco cada semana, recuerdo que era todos los viernes por la noche. No me has pagado nada desde hace tres semanas. Tú no eres como todos esos parias. Tienes clase. Yo confío en ti. ¿No puedes pagarme la mitad ahora y luego el resto?



– Mira, Dick, no estoy para discusiones. ¿Vas a meterme esto en una bolsa o te lo vas a GUARDAR?

Entonces se lo ponía todo delante de él y esperaba, chupando mi cigarrillo como si fuese el dueño del mundo. Un enano en calzoncillos, eso es lo que yo era. No tenía más clase que un saltamontes. Sólo sentía miedo de que él tuviese la sensatez de volver a guardar las botellas y me dijera que me fuese a. la mierda. Pero su cara siempre se ablandaba y metía la mercancía en una bolsa, entonces yo esperaba a que totalizase la nueva cuenta. Me la daba; yo asentía y me iba. Las bebidas siempre sabían mejor bajo estas circunstancias. Y cuando yo entraba con las botellas para los chicos y las chicas, era realmente el rey.

Estaba sentado una noche con Lou en su habitación. El llevaba una semana de retraso en el pago del alquiler y yo dos. Estábamos bebiendo vino de oporto. Liando nuestros cigarrillos. Lou tenía una maquinita que los dejaba muy bien hechos. La cosa era mantener cuatro paredes a tu alrededor. Si tenías cuatro paredes, tenías una oportunidad. En cuanto estuvieses en la calle, las oportunidades se irían al carajo, ellos te tendrían, te tendrían bien cogido. ¿Para qué robar algo si no lo puedes cocinar? ¿Cómo te vas a follar a alguien si estás viviendo en un callejón? ¿Cómo vas a dormir si todo el mundo ronca en el albergue de la Misión? ¿Y se rompen tus zapatos? ¿Y huelen? ¿Y es insano? Ni siquiera puedes mear sin mojarte, ver sin tener que cerrar los ojos o morirte sin sufrir. Necesitas cuatro paredes. Dadle a un hombre cuatro paredes y moverá el mundo. Así que estábamos un poco preocupados. Cualquier paso en la escalera parecía el de la casera. Era una casera muy misteriosa. Una joven rubia con la que nadie había podido follar. Yo me había mostrado frío con ella pensando que así se sentiría atraída. Ella vino y llamó a mi puerta, pero sólo para cobrar el alquiler. Tenía un marido en alguna parte, pero nunca lo habíamos visto. Vivían allí y no vivían. Y nosotros ahora sólo pensábamos en ella. Suponíamos que si nos cepillábamos a la casera, nuestros problemas se acabarían. Era uno de esos edificios donde te acostabas con todas las mujeres por sistema, casi por obligación. Pero con ésta no había podido hacer nada, y eso me hacía sentir inseguro. Así que nos quedábamos allí sentados, fumando nuestros cigarrillos liados y bebiendo oporto, mientras veíamos cómo las cuatro paredes se iban disolviendo, derrumbando. En casos como éste, lo mejor es hablar. Hablas de un modo salvaje, bebes tu vino. Éramos cobardes porque queríamos vivir. No queríamos vivir demasiado mal, pero queríamos vivir de todos modos.

– Bueno -dijo Lou- creo que ya lo tengo.

– ¿Sí?

– Sí.

Me serví otro vaso.

– Trabajaremos juntos.

– Claro.

– Muy bien. Tú hablas bien, cuentas muchas historias interesantes, no importa que sean o no verdaderas.

– Son verdaderas.

– Quiero decir que da igual. Tienes un buen pico. Ahora te voy a decir lo que haremos. Hay un bar de lujo bajando la calle, ya lo conoces, el Molino's. Vas allí. Todo lo que necesitas es algo de dinero para la primera copa. Lo juntaremos entre los dos. Te sientas, coges tu bebida y buscas a algún tío que parezca tener pasta. Por ahí van algunos peces gordos. Tú eliges al tipo y te acercas. Te sientas a su lado y te enrollas con él, sacas la labia y tus historias. A él le gustará. Tú tienes incluso un gran vocabulario. Siempre culto y amable. Muy bien, él te invitará a copas toda la noche, él beberá toda la noche. Tú harás que beba mucho. Cuando cierren, lo llevas hacia la calle Alvarado, lo llevas hacia el oeste pasado el callejón. Dile que le vas a conseguir un bonito coño de jovencita, cuéntale cualquier cosa pero llévalo hacia el oeste. Yo estaré esperando en el callejón con esto.

Lou se fue detrás de la puerta y volvió con un bate de béisbol, un inmenso bate de béisbol, creo que de más de 42 onzas.

– ¡Cristo, Lou, lo vas a matar!

– No, no, es imposible matar a un borracho, ya lo sabes. Quizás si él estuviese sobrio, lo matara, pero borracho sólo perderá el sentido. Le cogemos la cartera y nos largamos por caminos diferentes.

– Escucha, Lou, yo soy un buen hombre, yo no hago esas cosas.

– Tú no eres un buen hombre; eres el hijo de puta más salvaje que he visto en mi vida. Por eso me gustas.