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– Randall no es precisamente encantador -dije.

– Bueno, mira -dijo Margie-, Teller es un alcohólico ex presidiario. Pueden formar una adorable pareja.

Teller llevaba la revista Rifraff y tenía su propia imprenta. Hacía un trabajo muy cuidado. El último número de Rifraff llevaba la fea cara de Harris en la portada, chupando una botella de cerveza, y dentro habían unos cuantos de sus poemas.

Rifraff era generalmente considerada como la mejor revista literaria del momento. Harris estaba empezando a ser cada vez más conocido. Esta podía ser una buena oportunidad para él si no la fastidiaba con su lengua sucia y salvaje y sus maneras de borracho. Antes de irme, Margie me dijo que estaba preñada de Harris. Como ya dije antes, ella tenía 45 años.

– ¿Qué dijo él cuando se enteró?

– Pareció indiferente.

Me fui.

El libro salió en una edición de 2.000 ejemplares, cuidadosamente impreso. La cubierta estaba hecha de corcho importado de Irlanda. Las páginas eran de varios colores, de un papel extremadamente bueno, escrito en raros caracteres de imprenta, y con algunos dibujos a tinta china de Harris intercalados. El libro fue recibido con entusiasmo, tanto por sí mismo como por su contenido. Pero Teller no pudo pagar los royalties. El y su mujer vivían asfixiados en un margen muy estrecho. En diez años el libro se vendería a 75 dólares en las librerías de viejo. Mientras tanto, Harris volvería a su empleo de mozo en el almacén.

Cuando llamé de nuevo, cuatro o cinco meses más tarde, Margie se había ido.

– Se fue hace mucho -dijo Harris-. Tómate una cerveza.

– ¿Qué pasó?

– Bueno, después de volver de Nueva Orleans, escribí algunas historias cortas. Mientras yo estaba en el trabajo, ella empezó a revolver en mi escritorio. Leyó un par de mis historias y se cabreó como una loca.

– ¿De qué trataban?

– Oh, pues leyó algo acerca de mis correrías en la cama con algunas mujeres de Nueva Orleans.

– ¿Y eran ciertas las historias? -pregunté.

– ¿Cómo va Mad Fly? -preguntó él.

El bebé nació, era una niña, Naomi Louise Harris. Ella y su madre vivían en Santa Mónica y Harris viajaba hasta allí una vez a la semana para verlas. Pagaba el mantenimiento de la niña y seguía bebiendo cerveza. Me enteré de que tenía una columna semanal en el periódico marginal L.A. Lifeline. Llamaba a su columna Escenas de un maníaco de primera clase. Su prosa era como su poesía: indisciplinada, antisocial y perezosa.

Harris se dejó crecer una perilla y el pelo más largo. La siguiente vez que le vi estaba viviendo con una chica de 35 años, una bonita pelirroja llamada Susan. Susan trabajaba en un almacén de material artístico, pintaba y tocaba la guitarra. También se bebía de vez en cuando una cerveza con Randall, que era mucho más de lo que Margie había hecho nunca. El piso parecía más limpio. Cuando Harris acababa una botella la tiraba dentro de una bolsa de papel, en vez de tirarla al suelo. Por lo demás, seguía siendo un borracho sucio e intratable, pienso.

– Estoy escribiendo una novela -me dijo- y voy a dar un recital poético aquí dentro de poco, y luego por las universidades cercanas. También tengo posibilidades de ir a Michigan y Nuevo México. Las ofertas son muy buenas. A mí no me gusta leer, pero lo hago muy bien. Les doy un espectáculo y les doy buena poesía.

Harris estaba empezando también a pintar. No pintaba muy bien. Pintaba como un niño de cinco años borracho de vodka, pero había conseguido vender uno o dos cuadros por 40 o 50 dólares. Me dijo que estaba pensando en dejar su empleo. Lo dejó tres semanas más tarde para irse a la lectura de Michigan. Ya había utilizado sus vacaciones para el viaje a Nueva Orleans.

Recuerdo que una vez me había dado su palabra:

– Yo jamás me pondré a leer delante de esos chupasangres, Chinaski. Me iré a la tumba sin haber dado en mi vida una puñetera lectura poética. Es sólo vanidad imbécil, es venderse como un idiota. -No le recordé su juramento.

Su novela Muerte en vida de todos los ojos de la tierra fue publicada por una pequeña editorial, de cierto prestigio, que pagó con normalidad los royalties standard. Las críticas fueron buenas, incluso una en el New York Review of Books. Pero seguía siendo un borracho obsceno e intratable y tenía muchas peleas con Susan por culpa de la bebida.

Finalmente, después de una borrachera terrible en la que se pasó toda la noche delirando, blasfemando y gritando, Susan le abandonó. Vi a Randall bastantes días después de que ella se marchase. Harris estaba extrañamente tranquilo, apagado, apenas obsceno e intratable.

– Yo la amaba, Chinaski -me dijo-. No voy a poder superarlo, cojones.

– Lo superarás, Randall. Ya verás. Lo superarás. El ser humano es mucho más resistente de lo que piensas.



– Mierda -dijo-. Espero que tengas razón. Tengo este condenado agujero en mi vientre. Las mujeres han puesto a muchos hombres debajo del puente. No sienten igual que nosotros.

– Sí sienten. Lo que pasa es que ella no pudo soportar tu trago.

– Joder, tío. He escrito todo mi material estando bebido.

– ¿Es ése el secreto?

– Mierda, sí. Sobrio no soy más que un jodido mozo de carga, y no muy bueno…

Me fui y lo dejé solo, colgado de cerveza.

Volví a verle tres meses después. Harris seguía viviendo en el viejo caserón. Me presentó a Sandra, una rubia de 27 años con muy buena pinta. Su padre era un juez del Tribunal Supremo y ella se había graduado en la Universidad de Carolina del Sur. Aparte de estar muy buena, tenía una fría sofisticación de la que habían carecido las anteriores mujeres de Randall. Estaban bebiendo una botella de buen vino italiano.

La perilla de Randall se había convertido en una barba y su pelo estaba mucho más largo. Su ropa era nueva y a la última moda. Llevaba zapatos de 40 dólares, un reloj de pulsera nuevo y su rostro parecía más delgado y definido, las uñas limpias… pero su nariz todavía enrojecía bebiendo vino.

– Randall y yo nos mudamos al Oeste de L. A. este fin de semana -me dijo ella-. Este sitio es siniestro.

– He escrito una buena cantidad de mis cosas aquí -dijo él.

– Randall, querido -dijo ella-, no es el lugar el que escribe, eres tú. Creo que le vamos a conseguir a Randall un trabajo de profesor, tres días a la semana.

– Yo no puedo enseñar.

– Querido, tú puedes enseñarles Todo.

– Mierda -dijo él.

– Están pensando hacer una película del libro de Randall. Hemos visto el guión. Es un guión muy bueno.

– ¿Una película? -pregunté.

– No es muy probable -dijo Harris.

– Querido, están trabajando en ello. Ten un poco de fe.

Me tomé otro vaso de vino con ellos y luego me fui. Sandra era una guapa chica.

Randall no me dio la dirección de su nueva casa y yo no me preocupé de buscarle. Dejé de verlo. Había pasado más de un año cuando leí la crítica de la película La flor en el rabo del diablo. Estaba basada en su novela. Una buena crítica. Harris había incluso tenido un papel en el film.

Fui a ver la película. Habían hecho un buen trabajo a partir del libro. Harris parecía aún un poco más serio y rígido que la última vez que le vi. Decidí buscarle. Después de un trabajo detectivesco llamé a la puerta de su chalet en Malibú una noche alrededor de las 9. Randall abrió la puerta.

– Chinaski, viejo perro -dijo-. Vamos, entra.

Una bella jovencita estaba sentada en el sofá. Aparentaba tener unos 19 años, y simplemente irradiaba belleza natural.

– Esta es Karilla -dijo él. Estaban bebiendo una botella de caro vino francés. Me senté con ellos y tomé un vaso. Tomé muchos vasos. Salió otra botella y hablamos calmosamente. Harris no se emborrachó ni se puso intratable y no parecía fumar mucho.