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– Necesito un trago, tío -me dijo.

Lo llevé a un bar y nos tomamos un par de whiskies. Joe estudió el folleto de apuestas.

– Escucha, tío; yo te he señalado un montón de ganadores, ¿no?

– Claro que sí, Joe.

Estuvimos allí mirando el folleto por un rato.

– Ahora coge esta carrera -dijo-. Mira a Black Monkey. Va a ganar, Hank. Lo tiene chupado. Y está 8 a uno.

– ¿Te gustan sus posibilidades, Joe?

– Está hecho, tío. Ganará como la luz del día.

Pusimos nuestras apuestas a Black Monkey y salimos a ver la carrera. Llegó en séptimo lugar.

– No lo entiendo -dijo Joe-. Mira, déjame dos pavos más, Hank. Siren Call está en la próxima, no puede perder. No hay manera.

Siren Call llegó a alcanzar un quinto puesto, pero eso no es una gran ayuda cuando apuestas a ganador. Joe me sacó otros dos dólares para la novena carrera y su caballo llegó el último. Me dijo que no tenía coche y que si me importaba llevarle a casa.

– No te lo vas a creer -me dijo-, pero estoy de nuevo en la miseria.

– Te creo, Joe.

– Pero me remontaré. Sabes, Pittsburgh Phil se arruinó media docena de veces. Siempre consiguió volver a enriquecerse. Sus amigos tenían fe en él. Le prestaban dinero.

Cuando le dejé, me encontré con que ahora vivía en una vieja casa de habitaciones alquiladas, a unas cuatro manzanas de la mía. Yo nunca me había mudado. Cuando bajó del coche me dijo:

– Hay un programa cojonudo para mañana, lo tengo controlado. ¿Vas a ir?

– No estoy seguro, Joe.

– Quiero saber si vas a ir.

– Claro, Joe.

Esa noche oí llamar a mi puerta. Reconocí la llamada de Joe. No contesté. Seguí tumbado en la cama. El siguió llamando. Yo tenía la televisión encendida, pero seguí sin contestar. El volvió a llamar.

– ¡Hank! ¡Hank! ¿Estás ahí? ¡EH, HANK!

Entonces empezó a pegarle de verdad a la puerta, el hijo de puta. Estaba frenético. Golpeó y golpeó, una y otra vez. Al fin paró. Le oí bajar las escaleras. Entonces oí cerrarse la puerta principal de la casa. Me levanté, apagué el televisor, fui hasta el frigorífico, me hice un sandwich de jamón y queso, y abrí una botella de cerveza. Me senté con todo ello, abrí el folleto de apuestas del día siguiente y empecé a mirar la primera carrera, un premio de cinco mil dólares potros de más de tres años. Me gustaba el número 8. Estaba homologado en 5 a uno. De cualquier modo, me quedaba con él.

Doctor nazi

Bueno, soy un hombre con muchos problemas y supongo que la mayoría me los he creado yo mismo. Quiero decir, con las mujeres, el juego, y ese sentimiento de hostilidad hacia grupos de personas, cuanto mayor el grupo, mayor mi hostilidad. Dicen que soy negativo y resentido, rudo.

Recuerdo a aquella mujer gritándome:

– ¡Eres tan condenadamente negativo! ¡La vida puede ser bella!

Supongo que puede serlo, especialmente con menos gritos. Pero quiero hablaros de mi doctor. Yo no voy a curanderos, no valen nada y están demasiado satisfechos. Pero un buen doctor está a menudo disgustado y/o loco, y es mucho más entretenido.

Fui a ver al doctor Kiepenheuer a su consulta porque era la más cercana. Mis manos estaban deshechas, llenas de pequeñas ampollas blancas -un signo, pensé, de mi actual estado de ansiedad o de un posible cáncer-. Llevaba puestos gruesos guantes de obrero para que la gente no pudiese verlas. Y mis manos ardían bajo los guantes mientras yo fumaba dos cajetillas diarias.

Entré en la salita de espera. Tenía la primera cita de la mañana. Debido a mi gran ansiedad, me había presentado media hora antes, pensando obviamente en el cáncer, de modo obsesivo. Crucé la salita y me asomé al despacho. Allí estaba la enfermera agachada en el suelo, con su apretado uniforme blanco encogido por la postura, el vestido estirado dejaba al descubierto sus muslos, macizos y poderosos muslos visibles a través del nylon tenso y ajustado de las medias. Me olvidé por completo del cáncer. Ella no me había oído y yo me quedé mirando sus piernas y muslos al aire, medí su deliciosa grupa con mis ojos. Estaba recogiendo agua del suelo, el retrete se había desbordado y ella estaba maldiciendo; era apasionada, era rosa y blanca y viva y al aire, y yo miraba.

Ella levantó la vista:

– ¿Sí?



– Siga -dije yo-, no se preocupe por mí.

– Es el retrete -dijo ella-, no deja de salirse.

Siguió limpiando y yo seguí mirándola por encima de la revista Life. Finalmente se levantó. Me fui hacia el sofá y me senté. Ella cogió su cuaderno de citas.

– ¿Es usted el señor Chinaski?

– Sí.

– ¿Por qué no se quita los guantes? Hace calor aquí dentro.

– Prefiero no hacerlo, si no le importa.

– El doctor Kiepenheuer estará aquí dentro de poco.

– Muy bien. Puedo esperar.

– ¿Cuál es su problema?

– Cáncer.

– ¿Cáncer?

– Sí.

La enfermera desapareció y yo leí el Life y luego leí otro número de Life y luego leí Sports Illustrated y luego me quedé sentado mirando los cuadros de paisajes marinos y terrestres, y de alguna parte salía una música de saxofón. Entonces, de repente, se apagaron las luces, y luego se encendieron de nuevo, y yo me preguntaba si habría algún modo de violar a la enfermera y largarme, cuando el doctor entró. Yo le ignoré y él me ignoró, se fue derecho a su despacho, así que imaginé que no había aparecido.

Pero al poco rato me hizo llamar. Estaba sentado en un taburete y cuando entré me miró. Tenía la cara amarilla y el pelo amarillo y sus ojos estaban apagados. Estaba muriéndose. Tendría unos 42 años. Le eché una ojeada y no le di más de seis meses de vida.

– ¿Qué pasa con esos guantes? -me preguntó.

– Soy un hombre sensible, doctor.

– ¿Lo es?

– Sí.

– Entonces debo decirle que en un tiempo fui nazi.

– Muy bien.

– ¿No le importa que yo haya sido nazi?

– No, no me importa.

– Fui hecho prisionero. Nos llevaron a través de toda Francia en un camión descubierto y la gente se ponía a lo largo del camino y nos lanzaba huevos podridos y piedras y toda clase de basuras: espinas de pescado, plantas muertas, excrementos, cualquier cosa imaginable.

Entonces el doctor se sentó y me habló de su esposa. Estaba tratando de sacarle la piel. Una verdadera perra. Tratando de llevarse todo su dinero. La casa. El jardín. El cobertizo del jardín. El jardinero también, probablemente, si no lo había hecho suyo ya. Y el coche. Y los alimentos. Y una gran masa de capital. El había trabajado tan duramente. Cincuenta pacientes al día a diez dólares por cabeza. Casi imposible de soportarlo y sobrevivir. Y esa mujer. Mujeres. Sí, mujeres. Me analizó la palabra. No me acuerdo si era la palabra mujer o hembra o la que fuera, me la analizó en latín y me mostró sus raíces: en latín, las mujeres eran básicamente insanas.

Mientras hablaba de la insanidad de las mujeres, empezó a caerme bien. Mi cabeza se movía en señal de asentimiento.

De repente, me llevó hacia los aparatos, me pesó, me auscultó el corazón y los pulmones. Me sacó los guantes rudamente, me lavó las manos en alguna especie de mierda y abrió las ampollas con una cuchilla, hablando todavía del rencor y el deseo de venganza que todas las mujeres llevaban en su corazón. Era glandular. Las mujeres eran dirigidas por sus glándulas, los hombres por sus corazones. Eso explicaba por qué sólo los hombres sufrían.

Me dijo que me diera un baño en las manos regularmente y que tirara los condenados guantes bien lejos. Habló un poco más acerca de las mujeres y de su esposa y entonces me fui.

Mi siguiente problema fueron los vértigos que me hacían desvanecer. Sólo me venían cuando estaba en una cola. Empezó a aterrorizarme el hecho de estar metido en una cola. Era insoportable.

Me daba cuenta de que en América y probablemente en cualquier otra parte del mundo era una obligación guardar cola. Lo hacíamos en todas partes. El carnet de conducir: tres o cuatro colas. El mercado: colas. El hipódromo: colas. El cine: más colas. Yo odiaba las colas. Pensaba que debería de haber algún modo de librarse de ellas. Entonces me llegó la respuesta. Tener más empleados. Sí, ésa era la solución. Dos empleados por cada cliente. Tres empleados. Que hicieran cola los empleados.