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Ted permaneció en cubierta, contemplando cómo se oscurecía el cielo meridional, con la mortífera satisfacción de un general que observa el avance de un ejército mucho más fuerte que el suyo. Concilié el sueño diciéndome que tendría que arrancar a Ted de este barco tan pronto como el avión pudiera recogernos, aun cuando tuviera que obligar a los marineros a atarle con cadenas de áncora.

Por la mañana la lluvia era fuerte y el navío bailoteaba en medio de grandes olas. Fue un esfuerzo cruzar el estrecho pasillo que conducía al puente, con la cubierta inclinándose bajo los pies y el navío agitándose lo bastante fuerte como para lanzarme contra las mamparas.

Arriba, en el puente, el viento aullaba mientras un marinero me ayudó a colocarme un impermeable y un chaleco salvavidas. Cuando me volví para abrocharlos, vi que la cubierta en donde estaba el helicóptero aparecía vacía.

— El aparato se llevó a la mayor parte de la tripulación hace una hora — me susurró al oído el marinero. Fueron al encuentro del hidroavión al oeste de aquí, en donde la situación no es tan dura. Cuando venga, todos nos marcharemos.

Asentí y le di las gracias.

— Es hermoso, ¿verdad? — me gritó Ted cuando entré en la sección abierta del puente -. Y se mueve mucho más deprisa de lo que imaginábamos.

Me agarré a un asidero entre él y el teniente. En dirección sur con respecto a nosotros se veía una sólida pared negra. Las olas rompían contra las amuras y la lluvia era una fuerza batiente cayendo sobre nuestras caras.

— ¿Podrá recogernos el helicóptero? — pregunté al teniente.

— Hemos tenido vientos peores que este — me gritó como respuesta -, pero no me gustaría quedarme una hora más, aproximadamente.

El técnico en comunicaciones cruzó el puente tambaleándose en dirección nuestra.

— El helicóptero está en camino, señor. Se encontrará aquí dentro de diez o quince minutos.

El teniente asintió.

— Tendré que ir a popa para cuidar que el helicóptero quede bien sujeto en cuanto se pose. Ustedes dos estén dispuestos para subir a bordo cuando se les de la orden.

— Lo estaremos — dije.

Cuando el teniente abandonó el puente, pregunté a Ted.

— Bueno, ¿te causa algún bien todo esto? Con franqueza, preferiría mucho más estar en Miami… me sentirla más feliz.

— ¡Es verdaderamente brutal! — gritó -. ¡Resulta muy distinto verlo así que contemplarlo en un mapa.

— ¿Pero por qué…?

— Esto es el enemigo, Jerry. Tratamos de acabar con esto. Piensa en lo mucho mejor que te sentirás después de que hayamos aprendido cómo detener los huracanes.

— ¡Si vivimos lo bastante para aprenderlo!

El helicóptero apareció a la vista, fuertemente inclinado con respecto al viento furioso. Miré, con igual fascinación y terror, mientras descendía hasta la zona de aterrizaje, tratando de bajar, viéndose arrastrado hacia atrás por una ráfaga terrible, luchando otra vez para conseguir llegar a la pequeña pista y, por último, posándose en la agitada cubierta. Un equipo de marineros cruzó el rectángulo cuadrado y húmedo para sujetarlo con cables unidos al tren de aterrizaje, incluso antes de que las aspas del motor empezasen a disminuir sus giros. Una ola cogió al navío de costado y derribó a un marinero. Sólo entonces me di cuenta de que cada hombre tenía una gruesa cuerda atada a su cintura. Por fin lograron dejar asegurado el helicóptero.

Me volví hacia Ted.

— Vámonos antes de que sea demasiado tarde.

Comenzamos a bajar por la escalerilla resbaladiza que conducía a la cubierta principal. Mientras avanzábamos centímetro a centímetro hacia popa, una ola tremenda cogió al navío por su centro y por poco lo hace volcar. El pequeño barco se estremeció violentamente y perdimos la cubierta de debajo de nuestros pies. Logré quedar de rodillas.

Ted me levantó.

— Vamos camarada. Omega está aquí.

Otra ola nos dio de lleno. Me agarré a un asidero y cuando mis ojos se aclararon vi como el helicóptero estaba absurdamente volcado de costado las amarras de su tren de aterrizaje azotando sueltas bajo el viento.

— ¡Se han roto las amarras!

La cubierta volvió a oscilar y el helicóptero resbaló sobre su costado, rompiéndose los motores al dar contra la pista. Otra ola nos pilló. El navío saltó de manera terrible. El helicóptero se deslizó hacia atrás sobre uno de los costados y, luego, alzado por un muro sólido de verde espumoso, chocó contra la amura y cayó al mar.

Apoyado, insensible, en mis manos y rodillas, empapado hasta los huesos, maltrecho como un boxeador derrotado en su combate por el título, contemplé como el único eslabón que nos unía con la salvación desaparecía tragado por el furioso mar.





— ¿Podemos hacer algo?

Me dirigió una áspera mirada.

— ¡La próxima vez que trasteen con un huracán, háganlo cuando yo esté en tierra!

Seguimos al teniente hasta el puente. Por poco me caigo en la resbaladiza escalerilla, pero Ted me cogió con una de sus potentes zarpas.

El puente chorreaba a causa de las olas monstruosas y de la espuma que empapaba ya las cubiertas. Los paneles de comunicaciones, sin embargo, aparecían intactos. Pudimos ver el mapa que Ted programara en la pantalla autorrastreadora; seguía iluminado. Omega cruzaba la pantalla como un demonio todopoderoso. El diminuto puntito de luz que marcaba la situación del navío estaba muy adentrado en el torbellino del huracán.

El teniente luchó para alcanzar el intercomunicador del navío, mientras que Ted y yo buscábamos asideros.

— ¡Jefe, ya tiene todos los caballos posibles! — Oí cómo el teniente bramaba en el micrófono del intercomunicador -. ¡Enviaré a las bombas a cuantos hombres haya disponibles! ¡Mantenga las máquinas en marcha! ¡Si perdemos potencia nos hundiremos!

Me di cuenta de que lo decía de verdad.

El teniente cruzó hacia nosotros y se agarró a la mesa de mapas.

— ¿Ese mapa es exacto? — preguntó con un grito a Ted. El corpulento pelirrojo asintió.

— Hasta el último minuto. ¿Por qué?

¡Trato de calcular un rumbo que nos saque de la acción del huracán! ¡No podemos soportar más aporreamiento! ¡El barco recibe más agua de la que sus bombas de achique pueden evacuar! ¡La sala de máquinas se está inundando!

— ¡Entonces diríjase hacia el suroeste! — dijo Ted a pleno pulmón -. En esa dirección saldremos del borde interno del huracán, lo más rápidamente posible.

— ¡No podemos! ¡Tengo que mantener el mar a nuestra popa, o de otro modo volcaríamos!

— ¡¿Qué?!

— Es necesario que demos proa al viento — gritó -. Sólo para cortar de lleno a las olas.

— ¡Cierto! Asintió el teniente.

— Pero entonces viajará con la tormenta. Nunca saldrá. ¡El huracán nos arrastrará todo el día!

— ¡¿Y cómo sabe usted en qué dirección van las tormentas?! ¡Esta podría cambiar de rumbo!

— Ni soñarlo — Ted señaló con el dedo la pantalla rastreadora -. Marcha hacia el noroeste ahora y seguirá en este rumbo durante el resto del día. Lo mejor es encaminarse hacia el objeto o núcleo.

— ¿Hacia el centro? ¡No llegaríamos nunca!

Ted sacudió la cabeza.

— Nunca saldremos de aquí si marcha usted derecho contra el viento. Pero si es capaz de hacer cinco nudos a la hora, poco más o menos, podremos describir espirales que nos conduzcan al centro. Allí reina la calma.

El teniente miró la pantalla.

— ¿Está seguro? ¿Conoce exactamente hacia dónde se mueve la tempestad y lo deprisa que va?

— Podemos comprobarlo.

Rápidamente nos pusimos en comunicación con el cuartel general de THUNDER, transmitiendo hasta el satélite Estación del Atlántico para que lo reenviase a Miami. Barney estaba casi frenética, pero logramos apartarla pronto de la línea. Tuli respondió a nuestras preguntas y nos dio las predicciones exactas en cuanto a dirección y velocidad del Omega.

Ted entró con un mojado puñado de notas para proporcionar los informes al computador de rumbo del navío.