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Los aviones de una docena de campos circundaban los bordes nortes de las perturbaciones, sembrando el aire con cristales productores de lluvia.

— Hay que sembrar cuatro horas seguidas — me dijo una vez Ted -. Los primeros experimentos cometieron un error… Jamás permanecieron en la tarea lo bastante para forzar un efecto en el tiempo.

Yo contemplaba la perturbación en el Caribe. Esa era la amenaza más próxima y la más desarrollada de las cuatro. Puntos de radar, encartados en la gigantesca pantalla visora de Ted, mostraban nubes lluviosas extendiéndose y rociando de precipitación una zona cada vez más amplia. Mientras el vapor de agua en el aire sembrado se condensaba en gotitas, la temperatura del aire creció ligeramente. Los lasers disparados por el satélite también ayudaban a calentar el aire que entraba en la perturbación y confundir así su sistema circulatorio.

Parecía como si sólo ampliáramos la perturbación. Pero Ted y el resto del personal técnico habían calculado el equilibrio energético de la joven tormenta. Sabían lo que se hacían. Eso no me impidió morderme, pensativamente el labio inferior.

Tuli se encontraba en un bombardero de la Fuerza Aérea, formando parte de dos escuadrillas de aviones que volaban a altitudes preestablecidas. Desde casi el nivel del mar hasta quince mil metros rugían penetrando en la columna central de aire cálido en formación precisa y comenzaban a dejar caer toneladas de nitrógeno líquido en medio del creciente y ascendente aire tropical.

El aspecto fue espectacular. Las pantallas de televisión a lo largo de todo el gran mapa mostraban lo que velan los aviones: nubes tremendas de espuma blanca quedando detrás de cada avión mientras el líquido congelador helaba el vapor de agua en la columna cálida. Parecía como si algún viento cósmico de pronto hubiese dejado caer su aliento frígido por todo el aire. El nitrógeno se evaporaba con rapidez, absorbiendo grandes cantidades de calor. La mayor parte del vapor congelado simplemente volvió a evaporarse, aunque los puntos de radar mostraban que tenía lugar cierta condensación y lluvia actuales.

Me dirigí hasta el escritorio de Ted para comprobar los resultados del núcleo congelante.

— Parecen buenos — decía por teléfono.

El teletipo contiguo a su escritorio tomó vida. Empezó a imprimir un informe de los aviones de observación que seguían a los bombarderos.

Ted se acercó y miró los números.

— Se rompió el núcleo. Ahora, si no se reconforma podemos borrar del mapa la perturbación Número Uno. Cayó la tarde antes de poder estar seguros. La fuente de energía de la perturbación, las diferentes temperaturas de las masas de aire que contenía, les había sido arrebatada La pantalla mostraba una larga zona de isobaras concéntricas e irregulares, como un ojo de buey retorcido, con una "B" toscamente trazada señalando el centro de la zona de bajas presiones, precisamente al norte de Jamaica. Las cifras de la pantalla mostraban una presión central de 991 milibares, de ningún modo próxima a la del huracán típico. Las velocidades del viento habían alcanzado los cincuenta y dos nudos y ahora disminuían. Kingston y Guantánamo informaban lluvia entre moderada y fuerte, pero en Santo Domingo, a casi mil kilómetros en dirección oeste, el cielo estaba despejado ya.

La perturbación se había convertido en otra pequeña tormenta tropical y automáticamente se debilitaba. Las dos perturbaciones más lejanas, a medio cruzar el océano, habían sido por completo barridas. Los aviones regresaban a sus bases. Las dotaciones de los láser a bordo de la Estación Atlántica recargaban sus bobinas almacenadoras de energía.

— ¿Tendré que procurar que los aviones recarguen y vuelen para efectuar otra misión esta noche? — pregunté a Ted. Quizás aún podríamos atacar a la Número Dos.

Sacudió la cabeza.

— De nada servirla. Fíjate — dijo, señalando al mapa visor -. Para cuando los aviones llegasen hasta allí, se habría convertido en un huracán adulto. Ahora nada podemos hacer a ese respecto.

XVIII

OMEGA





Aquella noche no dormimos. Permanecimos en el centro de control y vigilamos cómo se desarrollaba la tormenta en la imagen que la TV emitió desde la Estación Atlántica. De noche tenían que utilizar cámaras a infrarrojos, claro, pero podíamos seguir viendo… en fantasmales imágenes IR… una amplia espiral de nubes extendiéndose por más de seiscientos kilómetros de océano abierto.

Prácticamente nadie había abandonado el centro de control, pero en la gran sala reinaba un silencio mortal. Incluso el parlotear de las máquinas calculadoras y teletipos parecía haberse detenido. Los números de la pantalla trazadora empeoraron rápida mente. La presión barométrica cayó hasta 980, 975, 965 milibares. La velocidad del viento subió a 75 nudos, 95, 110. A las diez en punto la perturbación tropical era ya un gigantesco huracán.

Ted se inclinó por encima del escritorio y tecleó un nombre para la tempestad en el tablero de la pantalla visora: "OMEGA".

— De un modo u otro, es el fin de THUNDER — murmuró.

Las letras brillaron en lo alto de la pantalla. En un rincón de la vasta habitación, una de las chicas rompió en sollozos.

Durante las primeras horas de l~ madrugada, el huracán Omega creció rápidamente de tamaño y en fuerza. Una banda inmensa de nubes se cernía desde el mar hasta más de dieciocho mil metros, dejando caer cincuenta milímetros por hora de agua de lluvia en una zona de casi setecientos mil kilómetros cuadrados. La presión de su núcleo había caído a 950 milibares y las velocidades centrales del viento alcanzaban hasta más de 140 nudos y seguían subiendo.

— Parece como si estuviese vivo — susurró Tuli mientras contemplábamos la pantalla -. Crece, se alimenta, se mueve.

A las dos de la madrugada, hora de Miami, el alba rompía sobre el huracán Omega. Seis trillones de toneladas de aire repleto con la energía de un centenar de bombas de hidrógeno, una cabeza motora sin cerebro, descomunal, suelta, apuntaba hacia la civilización, hacia nosotros.

Las olas eran azotadas por la furia de Omega y se extendían por todo el Atlántico y se veían como una marea peligrosa en las playas de cuatro continentes. Las aves marinas quedaban absorbidas dentro de la tempestad pese a sus esfuerzos, para quedar empapadas y maltrechas hasta el agotamiento; su única esperanza era llegar hasta el centro del huracán, donde el aire era tranquilo y claro. Un barco mercante que hacia la ruta Nueva York Ciudad de El Cabo, a ochocientos kilómetros del centro de Omega, pedía frenético auxilio mientras olas montañosas dominaban el esfuerzo de las bombas de achique del navío. Omega siguió hacia adelante, emitiendo tanta energía cada quince minutos como una bomba de diez megatones.

Mirábamos, escuchábamos, fascinados. El rostro de nuestro enemigo nos hacía a todos nosotros, incluso creo que a Ted, sentirnos desvalidos. Al principio el ojo de Omega, visto desde las cámaras del satélite, era vago y cambiante, cubierto por nubes cirrosas. Pero, por último, se serenó y se abrió una fuerte columna de aire claro, el pilar poderoso y central del huracán, él anda de giro en torno a la cual los vientos furiosos bramaban su canción primitiva de violencia y terror.

Barney, Tul y yo nos sentábamos en torno al escritorio de Ted, mirándole; su ceño se profundizaba al empeorar la tormenta. No nos dimos cuenta que era de día hasta que volvió a telefonear el doctor Weis. Parecía cansado.

— Llevo toda la noche contemplando la tormenta — dijo. El Presidente me llamó hace pocos minutos y me preguntó qué pensaba hacer.

Ted se frotó los ojos.

— No puedo destruirla, si a eso se refiere. Ahora es demasiado grande. Seria como intentar apagar con una manta el incendio de un bosque.

— ¡Bueno, tienen que hacer algo! — saltó Weis -. Nuestras reputaciones dependen de esa tormenta. ¿Comprende? La suya, la mía y la del Presidente… por no decir nada acerca del futuro del control del tiempo en este país.