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— Sí, pero cuando una tempestad va a afectar una zona vital como las áreas de nuestros dragados — pregunte — ¿no la pueden desviar o quizá destruirla?
Casi se carcajeó, pero se contuvo a tiempo.
— Señor Thorn, ¿cómo concibió la idea de que podemos hacer eso?
— Bueno… ¿no son ustedes los que efectúan el trabajo de control del tiempo? He leído historias sobre sembrar nubes y patrullas contra huracanes…
— Pero esas personas del otro despacho… hablaban sobre el control del tiempo.
Rossman trató de sonreír otra vez, pero contrajo los ojos.
— Ese es Ted Marrett. Como acabo de explicarle. siempre se habla mucho de controlar el tiempo. El señor Marrett es joven y ambicioso… y desea alcanzar su doctorado en el MIT y se muestra inflamado, siendo de los que arrollan el mundo. Estoy seguro de que ha conocido ya antes a otros de su clase. Algún día se aposentará y entonces se convertirá probablemente en un estupendisimo meteorólogo.
— ¿Entonces… entonces no pueden hacer ustedes nada para ayudarnos?
— Yo no dije tanto — Rossman tamborileó su lápiz contra su barbilla durante un momento -. Podemos proporcionarles un servicio de última hora de nuestras predicciones, por lo menos. En términos técnicos, eso significa que podemos ofrecerles nuestras predicciones mediante enlace por calculador tan rápidamente como salen impresas de aquí. Adivino que reciben ustedes las predicciones ahora por el videófono comercial, lo que indica un retraso de doce a dieciocho horas con respecto a la emisión.
— Me imagino que eso será de alguna ayuda — dije.
— También pueden solicitar asistencia financiera del Gobierno. Claro, no conseguirán que declaren zona de desastre el Pacífico central, pero estoy seguro de que obtendrán alguna ayuda de buen número de departamentos gubernamentales.
— Comprendo — de pronto ya no quedó nada de qué hablar. Empecé a levantarme de mi silla -. Bueno, gracias por su amabilidad, doctor Rossman.
— Lamento haberle desilusionado.
— Mi padre será el que se desilusione.
Me acompañó hasta la puerta de su despacho.
— ¿Puede volver mañana? Le pondré en contacto con las personas que establecerán los acuerdos para que reciban las predicciones nada más hechas.
Asentí.
— Está bien. No tenía intención de marcharme hasta mañana por la tarde, de cualquier forma.
— Bueno. Haremos por ustedes cuanto podamos.
Recorrí el pasillo, crucé el despacho, ahora vacío, donde Ted y el doctor Barneveldt habían estado, y me dirigí hacia el vestíbulo. El edificio parecía ya completamente desierto y yo experimenté una terrible sensación de soledad.
Ted estaba tumbado en uno de los divanes del vestíbulo, ojeando una revista. Alzó los ojos y me miró.
— El doctor "Bee" se imaginó que no tendría usted transporte para que le trasladara a la ciudad. Es difícil conseguir un taxi a estas horas. ¿Quiere que le lleve?
— Gracias. ¿Va usted a Boston?
— Vivo en Cambridge, a la otra parte del río. Vamos.
Su coche era un antiguo y maltrecho dos plazas "Lotus". Salió disparado del aparcamiento y entró en la pista, el motor aullando, hasta instalarse en el sendero de control manual. Probablemente, pensé, aquel coche carecía de equipo de control electrónico.
Había pasado mucho tiempo desde que estuve la última vez en Nueva Inglaterra, en abril; me había olvidado del frío que podía hacer. Surcando raudos el crepúsculo y aún llevando mis ropas deportivas isleñas, noté cómo los dientes empezaban a castañetearme. Ted no se dio cuenta de esto. Hablaba rápidamente por encima del zumbido del motor y del viento frío, gesticulando con una mano y meneando el volante por el denso tráfico con la otra, Su monólogo casi abordaba el mismo tema mientras cambiaba de senderos de conducción: habló de Rossman, del doctor Barneveldt, de algo sobre un flujo de aire turbulento, de matemáticas, del envenenamiento del aire; incluso me dio una rápida conferencia sobre las peculiaridades del clima de Hawai. Asentí y me estremecí. Cada vez que pasaba rozando otro coche deseaba encontrarme en la sección de control automático de la autopista.
Me dejó en el hotel que yo le indiqué, después de alzar las cejas en un respeto burlón al mencionar el nombre del establecimiento.
— El lugar más elegante de la ciudad. Se ve que ustedes viajan en primera clase.
Mi habitación era cómoda. Y cálida. Sin embargo, me sorprendió que el hotel no me hubiese dado una suite. Demasiada gente y no bastante espacio superficial, me dijo el conserje. Ordené que me trajesen ropas nuevas por el visófono; no mucho, sólo pantalones deportivos y una chaqueta, con los complementos necesarios.
La cena se parecía mucho al almuerzo, hasta que me di cuenta de que mi cuerpo seguía viviendo en la hora de Hawai. No tenía sueño ni siquiera a medianoche, así que estuve contemplando las películas de TV hasta que finalmente me sentí cansado.
El sol se alzó brillante a través del hemisferio occidental del globo, su infalible energía calentando los mares y continentes… y al inquieto y vibrante océano de aire que envolvía ambas cosas como si fuese un manto. Impulsada por el sol, retorcida por el girar de la Tierra de debajo, la atmósfera se movía como una criatura pulsante y viviente. Los vientos y las corrientes la acuciaban por completo. Columnas gigantes de aire ascendían durante kilómetros y volvían a caer, absorbían humedad y la soltaban, tomaban calor prestado de los trópicos y lo transportaban hacia el polo, inhalando la vida en todo cuanto tocaban. Por encima de esta infinita actividad, el turbulento océano de aire se convertía cada vez en algo más plácido, a excepción de los ríos fulgurantes de las corrientes en chorro. A mayor altura todavía, las cargas eléctricas giraban en torno a un cielo oscuro en donde brillaban los meteoros y los gases irrespirables lo bloqueaban todo, a excepción de una parte pequeña de la potente radiación solar. Arrastrado por mareas solares y lunares, mezclado con campos magnéticos y vientos fantasmales interplanetarios, el océano de aire gradualmente se hacía más fino y desaparecía en la playa oscura del espacio.
Dormí hasta tarde, me vestí a toda prisa y conseguí un coche de alquiler para trasladarme a la División de Climatología. Mientras el auto se conducía a si mismo cruzando el agobio imposible del tráfico de Boston, adquirí el mejor desayuno que ofrecía la diminuta máquina vendedora del asiento posterior: jugo sintético, un bollo recalentado y leche en polvo.
Telefoneé mientras el vehículo seguía su camino hacia la autopista y cobraba velocidad. La secretaria del doctor Rossman contestó que su jefe estaba atareado, pero que designaría a alguien para que me saliese a recibir al vestíbulo.
El aparcamiento de Climatología estaba ahora atestado y el vestíbulo repleto de personas. Me anuncié al recepcionista, que señaló con la cabeza a una esbelta rubia adorable sentada cerca del escritorio.
Llevaba puesto un jersey verde claro y falda, emitiendo la fresca fragancia exterior de los campos de flores.
— Soy Priscilla Barneveldt — dijo -. El doctor Rossman me pidió que le recibiese y le llevase a la Sección de Servicios.
Me fijé en que sus ojos eran de un verde grisáceo. Su rostro resultaba quizás algo largo, pero bien conjuntado, con rasgos firmes y una barbilla decidida.
— Bueno — contesté -, es usted la sorpresa más agradable que he tenido hasta ahora en todo el Departamento Meteorológico.
— Y ese es el cumplido más agradable que he oído en todo el día… hasta ahora — habló con un acento ligero e inidentificable -. Los ascensores están bajando.
— No se olvide las gafas, Barney — dijo el recepcionista.