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— ¿Mayor?

Jim De

— Entiendo. Decirle al Comité de Ciencia algo sobre un gran programa no militar que no tendría la catalogación de clasificado, que sería espectacular y que podría acarrear a los congresistas una gran publicidad en sus distritos electorales.

Asintiendo, el doctor Weis dijo:

— Exactamente.

— Un gran proyecto — murmuré yo.

— Espectacular — añadió Ted.

— Y tienen ustedes desde ahora hasta la segunda semana de enero para imaginarlo — nos indicó Jim De

Ted, literalmente, se encerró en su habitación de Climatología durante las siguientes semanas, mientras Tuli se instalaba en su despacho particular cerca de Eolo. Ted buscaba furiosamente un proyecto espectacular que presentar al Congreso. Tuli no deja de ir de Eolo a la Cúpula de Manhattan y viceversa, tratando de averiguar por qué la "isla de aire acondicionado" padecía contaminación de aire.

Mientras, yo me mordía las uñas temiendo las próximas reuniones del Congreso, el visto bueno de Seguridad para Tuli y todo lo demás. Ahora el invierno se había instalado en serio, muy abundante en nieves, como predijo Ted, y amargamente frío. Pensé con tristeza en las islas de Hawai cada vez que tuve que salir al exterior.

Poco antes de Navidad, el comandante Vincent vino y nos invitó a ir a la Base de la Fuerza Aérea en Hanscom, en donde se encontraba de visita por unos cuantos días. Su tono parecía misterioso.

Era un día gris y muy frío cuando conduje el coche hasta Climatología para recoger a Ted. Luego, juntos, nos dirigimos a la base Aérea. El comandante nos recibió en la puerta y nos condujo hasta la línea del cercado de una de las pistas de cinco kilómetros de longitud. Aparcamos y nos apiñarnos en el coche mientras iba disminuyendo el calor producido por la calefacción.

— ¿Qué es lo que tendremos que ver? — preguntó Ted.

Aguarden un momento; estará aquí pronto.

Un policía del aire, con casco y arma al cinto, se acercó para inspeccionarnos. Cuando vio al comandante, le saludó militarmente.

Una capa gris de nubes había bloqueado el sol y un viento crudo soplaba desde las distantes colinas, sin ninguna obstrucción al cruzar aquel campo de aviación tan extenso. El viento y la humedad hacían que todo pareciese más frío de lo que era en realidad y el humo de la estación generadora de energía de la base aérea parecía casi congelado en el aire frígido y pesado.

— ¿Qué es esto, una prueba de resistencia? — Gruñó Ted.

Luego olmos un avión por los aires.

— ¡Aquí viene! — el comandante Vincent saltó del coche.

Cuando le seguimos, señaló un puntito lejano que acababa de cruzar las nubes. Rápidamente fue creciendo hasta alcanzar las dimensiones sólidas: un avión que circundó el campo una vez, dos, y que luego se preparó para abordar la pista.

— Inmenso — dijo Ted mientras el aparato se deslizaba por los aires.

Ahora pude distinguir su tren de aterrizaje con múltiples ruedas bajo el fuselaje. Durante un momento pareció perder en mitad del aire, como si no tuviera ganas de volver a la tierra. Luego sus neumáticos chirriaron en la pista y marchó hacia nosotros.

Ted se equivocaba, no era grande. Era inmenso. Un reactor de seis turbinas, de alas rectas, que se cernía gigantesco mientras se trasladaba hacia la línea de vuelo en donde estábamos nosotros, los reactores chirriando dolorosamente en nuestros oídos. Parecía un avión trasatlántico cuyas alas se hubieran desarrollado en exceso. La cola quedaba a una altura inconcebible con respecto a nosotros; el fuselaje parecía lo bastante grande para contener a toda la flota de autobuses de una ciudad.

— Es completamente nuevo — el comandante Vincent prácticamente hervía de entusiasmo -. El primero de una serie reciente. Es un vuelo inaugural… le llamamos Dromedario.

Ted se encogió de hombros.

— ¿Una joroba o dos?

— Ninguna joroba. ¡Y tampoco tripulación! Eso interesó a Ted.

— ¿Aterrizó de manera automática?

— Cierto. Es la primera vez que se posa en el suelo en tres días. Ha estado volando en vuelo automático setenta y dos horas. A propósito, esto es información clasificada. No se la comuniquen a nadie que no tenga el visto bueno de seguridad.



— ¿Y qué tiene que ver con…? -comencé a preguntar.

Pero Ted se me adelantó.

— Podría convertirse en un avión-observatorio meteorológico no tripulado… en muchos aspectos mejor que un satélite, porque vuela a través del aire que se quiere medir, en lugar de pasar por encima. Podría tomar las temperaturas, las presiones, la humedad, el total.

Ahora contemplaba el enorme aparato con admiración.

— ¿Cuánto tiempo ha estado fabricándose? ¿Podríamos entrar y echar un vistazo? ¿Qué instrumentos han puesto en él? ¿Qué hay de…?

El comandante levantó las manos.

— Está bien, está bien, suban a bordo y examínenlo. Originalmente no fue creado para observación meteorológica, pero parte de nuestros jefes cree que podemos adaptarlo a esa misión.

— ¡Estupendo! — Ted estaba radiante mientras nos dirigíamos hacia la escotilla delantera del avión -. Y podría llevar suficiente material de siembra para misiones modificativas.

— No había pensado en eso — dijo el comandante Vincent -. Pero quería que viesen el avión. Trabajar con el Pentágono no sólo son dificultades y molestias.

Ted me miró de reojo y me imaginé que pensaba en la reunión con el doctor Weis. Sin embargo, como excepción, guardó silencio.

Aún permanecía silencioso mientras volvíamos, al caer la tarde, hacia Boston.

— Parece ser que el Pentágono se mueve muy deprisa en su proyecto del tiempo — dije.

Ted asintió.

— Demasiado. Se necesitará algo en verdad grande para quitarles la pelota.

Sin apartar los ojos de la serpenteante línea de luces rojas que se extendían en la carretera delante nuestro, pregunté:

— ¿Tienes alguna idea de lo que…?

— Huracanes — dijo Ted, más para sí que para mí--. Es la única manera de detener a Vincent.

— ¿Qué?

— Tenemos que proporcionar a Weis un gran programa que lleve el asunto del control del tiempo a la primera página de los periódicos y que deje boquiabierto al Pentágono impidiéndole toda acción. Los huracanes servirán. Vamos a detener los huracanes.

XV

SISTEMAS DE PRESION

Los huracanes eran el objetivo y Ted puso a contribución hasta el último gramo de su energía para elaborar un programa de detención de los huracanes para el doctor Weis. Durante todo aquel nevado diciembre apenas vimos a nuestro amigo. Barney tuvo que sacarle de su escritorio para que pasase el día de Navidad con nosotros en Thornton.

Tuli, mientras, encontró la clave del problema de la contaminación del aire de la Cúpula de Manhattan. La Cúpula había creado una inversión de temperatura dentro de sí misma: el aire cálido, atrapado en lo alto, impedía que los humos de los automóviles y de otras máquinas subieran lo bastante por encima del nivel de la calle para que los extractores de la Cúpula lo sacaran y purificaran el ambiente contaminado.

— ¿Y cómo solucionarán eso? — le pregunté cuando me explicó el problema con detalle.

— No será muy difícil, ahora que saben en qué consiste la dificultad — dijo Tuli -. Probablemente instalarán ventiladores de succión a nivel de la calle para sacar el humo antes de que adquiera proporciones notables.

— Eso costará millones.

— Supongo que sí — contestó impasible -. Es una lástima que hayan construido la Cúpula. Dentro de unos pocos años más, Ted quizás esté dispuesto para acondicionar el aire de toda la nación… sin cúpulas de plástico.

Eolo ganó mucho dinero con el trabajo de Tuli y él parecía complacido con su misión de consejero. Pero ahora apenas tenía trabajo. Suspendido por Climatología, sin hacer nada en Eolo, empezó a trabajar por las noches con Ted en la idea de los huracanes.