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Tengo mucho de nada; Old man river; Botones y ballestas; A volteretas con las zarzas voltereteras; Dios bendiga América; Deutschland über alies; El retrato de Bo-naparte; Me pongo triste cuando Hueve; Mantén alto tu lado soleado; No queda dinero en el banco; Quién teme al lobo feroz; Cuando cae el púrpura profundo; Una tara una tarea; Me casé con un ángel; Los pobres corderitos se han perdido; Quiero una chica igual que la chica que se casó con mi papá; Cómo demonios los vas a guardar en la granja; Si hubiera sabido que venías hubiera cocinado un pastel…

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Una mañana estaba demasiado enfermo como para levantarme a las 4:30 de la madrugada -o de acuerdo con nuestro reloj, a las 7:27 y treinta segundos. Apagué la alarma y me volví a dormir. Un par de horas más tarde se oyó un fuerte ruido en el vestíbulo.

– ¿Qué coño ha sido eso? -le pregunté a Jan.

Salí de la cama. Dormía en calzoncillos. Los calzoncillos estaban muy manchados -los limpiaba con periódicos que mojábamos y reblandecíamos con las manos-, pero generalmente no podía quitar las manchas. También estaban hechos jirones, y tenían quemaduras de cigarrillos.

Fui hasta la puerta y la abrí. Había una humareda muy espesa en el vestíbulo. Y bomberos con grandes cascos de metal con números pintados delante. Bomberos arrastrando largas mangueras de gruesa lona. Bomberos vestidos de amianto. Bomberos con hachas. El ruido y la confusión eran increíbles. Cerré la puerta.

– ¿Qué pasa? -me preguntó Jan adormilada.

– Son los bomberos.

– Ah -dijo ella. Volvió a taparse con las mantas y se dio la vuelta. Yo me metí a su lado en la cama y me dormí.

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Me contrataron finalmente en un almacén de recambios de automóviles. Estaba en Flower Street, bajando por la Onceava calle. Vendían al detall en la parte delantera y también se encargaban de ventas al por mayor a otros distribuidores y tiendas. Tuve que hacer el nume-rito para conseguir el empleo -les dije que me gustaba pensar en mi trabajo como un segundo hogar. Eso les gustó.

Era el empleado de recibos. También solía recorrerme media docena de sitios en la vecindad apuntando pedidos. Me ayudaba a olvidarme del gran edificio.

Un día, durante el descanso del almuerzo, me fijé en un muchacho chicano con un aire intenso e inteligente que estaba leyendo las carreras del día en el periódico.

– ¿Juegas a los caballos? -le pregunté.

– Sí.

– ¿Me dejas ver el periódico?

Eché un vistazo a las carreras. Le devolví luego el periódico.

– My Boy Bobby tiene que ganar en la octava.

– Ya lo sé. Y no sale favorito.

– Lo tiene chupado, es el mejor de todos.

– ¿Cuánto crees que pagarán?

– Alrededor de 9 a 2.

– Hostia, me gustaría poder apostarle.

– También a mí.

– ¿A qué hora se corre la última en Hollywood Park? -me preguntó.

– A las cinco y media.

– Nosotros salimos de aquí a las cinco.

– Nunca conseguiremos llegar.

– Podemos intentarlo. My Boy Bobby va a ganar.

– Estamos de suerte.

– ¿Vienes conmigo?

– Claro.

– Estáte atento al reloj. A las cinco en punto nos largamos.

A las cinco menos diez los dos estábamos trabajando lo más cerca posible de la salida. Mi compañero, Ma

– Robaremos dos minutos. Cuando yo empiece a correr, sígueme.

Ma

– Ma

– Lo conseguiremos. Sé manejar este cacharro.

– Debemos estar a unos quince kilómetros de distancia. Tenemos que llegar allí, aparcar, luego ir desde el parking a la entrada y de allí a la ventanilla de apuestas.

– Sé cómo manejar este cacharro. Lo conseguiremos.



– No podemos pararnos ni siquiera en un disco en rojo.

Ma

– Yo he jugado en todos los hipódromos de este país -dijo.

– ¿También en Caliente?

– Sí, también allí. Los hijos de puta se llevan el veinticinco por ciento del dinero apostado.

– Ya lo sé.

– En Alemania es peor. En Alemania se llevan el cincuenta.

– ¿Y consiguen que la gente apueste?

– Aun así consiguen apuestas. Los mamones se creen que todo lo que tienen que hacer es acertar el ganador.

– Nosotros les damos el seis por ciento, eso ya es bastante.

– Mucho. Pero un buen jugador puede pasarse ese robo por el culo.

– Sí.

– ¡Mierda, un disco en rojo!

– Al carajo. Pásatelo.

– Voy a meterme a la derecha -Ma

– Vale.

Ma

– ¿Estás casado, Ma

– Qué va.

– ¿Mujeres?

– A veces, pero nunca dura.

– ¿Cuál es el problema?

– Una mujer es una ocupación para todo el día. Tienes que elegir entre ella o tu profesión.

– Yo creo que existe un desahogo emocional.

– Y físico también. Ellas quieren follar día y noche.

– Búscate una con la que te guste follar.

– Sí, pero si tú bebes o juegas, ellas se creen que estás despreciando su amor.

– Búscate una a la que le guste beber, jugar y follar.

– ¿Quién quiere una mujer así?

Llegamos a la entrada del parking. El aparcamiento era gratis después de la séptima carrera. La entrada al hipódromo también. No tener el programa ni una revista hípica era un jodido problema. Si había habido algún cambio, no podías estar seguro de qué número llevaba tu caballo.

Ma

– My Boy Bobby… ¿Qué número lleva? -le grité a un hombre con una sola pierna mientras íbamos corriendo. Antes de que pudiera contestarme, yo ya estaba demasiado lejos para oírle. Ma

– ¿Cuál es su número?

– ¡El 8! ¡Es el caballo número 8!

Eché mis cinco dólares y recogí el boleto en el momento en que sonaba el timbre cerrando todas las máquinas de apuestas y salían los caballos de la valla.

Bobby tenía en el totalizador un 4 bajado de la línea de la mañana a 6 a uno. El caballo 3 era el favorito: 6 a 5. Era un premio de 8.000 dólares, mil ochocientos metros. Cuando pasaron por primera vez, el favorito iba conduciendo el pelotón con una cabeza de ventaja y Bobby galopaba a su lado como un ejecutor. Iba corriendo con potencia y relajado.

– Teníamos que haberle puesto diez dólares -dije-, lo tiene en el bote.

– Sí, hemos escogido al ganador. Está hecho, a no ser que algún petardazo mastuerzo salga de repente del pelotón.

Bobby se mantuvo al lado del favorito la mitad del recorrido hasta que llegaron a la última curva, entonces dio su repechón antes de lo que yo me esperaba. Era un truco que a veces utilizaban los jockeys. Bobby adelantó al favorito, se pegó a la valla e hizo su sprint en ese momento en vez de esperar a los metros finales. Les llevaba tres cuerpos y medio de ventaja en el punto culminante del estirón. Pero entonces salió del pelotón el caballo que nos podía hacer la puñeta, el número 4, estaba a 9 a uno y se estaba acercando. Pero Bobby volaba por la inercia. Ganó sin necesidad de fustigarle por dos cuerpos y medio de ventaja, y pagaron a 10,40 dólares.