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Lo colgarían. Ya imaginaba el juicio, ya se veía de pie en el banquillo, tratando inútilmente de explicar qué clase de hombre era Joscelin Grey y que la persona que le había dado muerte no era él sino Menard, el propio hermano de Joscelin. Veía la incredulidad reflejada en los semblantes, el desdén con que lo miraban al ver que intentaba escapar a la justicia valiéndose de aquella acusación.
La desesperación cerró el cerco a su alrededor como una noche negra, anulando toda su fuerza, aplastándolo con su peso. Y entonces sintió miedo. Después seguirían unas breves semanas en una celda con muros de piedra, los impasibles carceleros, compasivos y desdeñosos a un tiempo y, finalmente, la última comida, el sacerdote y el corto paseo hasta el patíbulo, el olor de la soga, el dolor, el ahogo… y el olvido.
Todavía estaba mareado, paralizado de terror cuando oyó pasos en la escalera. El pomo de la puerta giró y vio a Evan en el umbral. Aquél fue el momento más terrible de todos. De nada habría servido mentir. El rostro de Evan revelaba que estaba enterado y dolido. Por otra parte, Monk no quería mentir.
– ¿Cómo se enteró? -le preguntó Monk con voz tranquila.
Evan entró y cerró la puerta.
– Usted me ordenó que investigara a los Dawlish y encontré a un oficial que había estado en el ejército con Edward Dawlish. Me dijo que Dawlish no jugaba y que Joscelin Grey jamás le había pagado ninguna deuda de juego. Se había enterado de todo lo que sabía de él a través de Menard. Corrió un gran riesgo mintiendo a la familia de forma tan descarada, pero funcionó. Lo hubieran respaldado en el aspecto financiero si no hubiera muerto. Echaban la culpa a Menard del deshonor de Edward y le prohibieron que volviera a poner los pies en su casa. Joscelin hizo una jugada perfecta.
Monk lo miró fijamente. Todo casaba. Aun así, jamás conseguiría suscitar ni una duda razonable en un jurado.
– Creo que el dinero de Grey procedía de aquí… de estafar a las familias de los muertos -prosiguió Evan-. Usted estaba totalmente absorbido por el caso Latterly, pero no se necesitaba dar un gran salto con la imaginación para deducir que también a ellos los había estafado… por esta razón el padre de Charles Latterly se disparó un tiro. -Clavó en él su mirada dulce, preñada de tristeza-. ¿No había llegado también usted hasta este punto… antes del accidente?
Entonces, también Evan sabía lo de su amnesia. Tal vez todo era mucho más evidente de lo que él creía: su búsqueda de las palabras, su torpeza en las calles, tabernas, antros… hasta el mismo odio de Runcorn. Ya ninguna de estas cosas tenía importancia.
– Sí-dijo Monk lentamente, como si el hecho de pronunciar las palabras una por una pudiera hacerlas más creíbles-, pero yo no maté a Joscelin Grey. Me peleé con él, posiblemente le causé alguna lesión… él a mí bastantes y serias, pero cuando salí estaba vivo y me insultaba. -Exploró el semblante de Evan y estudió todos sus rasgos-. Ya en la calle vi a Menard que entraba. La luz le daba en la cara, a mí en la espalda. El viento mantenía abierta la puerta de la calle.
Un alivio desesperado y doloroso inundó el rostro de Evan, huesudo y joven, y ahora parecía terriblemente cansado.
– O sea que el asesino es Menard. Era un dictamen taxativo.
– Sí-dentro de Monk floreció una gratitud que lo inundó de paz, aunque no había esperanza para él, era un tesoro inconmensurable-, pero no hay pruebas.
– Pero… -Evan iba a rebatirlo, pero las palabras murieron en sus labios al comprender que lo que decía Monk era cierto.
No habían encontrado nada en ninguno de los registros. Menard tenía motivos, pero también los tenía Charles Latterly e igualmente el señor Dawlish o cualquiera de las otras familias a las que Joscelin había estafado o cualquier amigo al que hubiera deshonrado… o Lovel Grey, al que había traicionado de la forma más cruel posible… o el propio Monk. Monk había estado en el lugar del crimen. Ahora que lo sabían, sabían también lo fácil que era demostrarlo, bastaba con encontrar la tienda en la que había comprado aquel bastón tan vistoso… un objeto tan ostentoso como aquél. La señora Worley lo recordaría y recordaría también su posterior desaparición. Lamb recordaría que había visto el bastón en el piso de Grey la mañana después del asesinato. Imogen Latterly tendría que admitir que Monk había trabajado en el caso de la muerte de su padre.
La oscuridad iba cerrándose, cada vez más densa, a su alrededor, la luz se iba extinguiendo.
– Tendremos que conseguir que Menard confiese -dijo finalmente Evan.
Monk se echó a reír con amargura.
– ¿Y cómo lo conseguiremos? No hay pruebas y él lo sabe. Nadie me creerá si digo que lo vi entrar y él lo niega, y más habiéndome quedado callado hasta ahora. Dará la impresión de que quiero sacudirme el muerto y hacerle cargar a él con las culpas.
Era verdad y Evan buscaba en cada pliegue de su cerebro una posible refutación. Monk seguía sentado en un sillón, alicaído y agotado por las emociones, tras haber pasado del terror a la alegría para volver después al miedo y a la desesperación.
– Váyase a casa -dijo Evan con voz afable-, no se quede aquí. Podría ser que…
De pronto se le ocurrió la idea, cayó sobre él como un rayo de esperanza que fuera creciendo y elevándose. Había una persona que podía servir de ayuda. Era una posibilidad, pero no había nada que perder.
– Sí -repitió-, váyase a casa… yo no tardaré… tengo que hacer una gestión, tengo que ver a alguien. -Giró sobre sus talones y salió, dejando la puerta entreabierta tras él.
Bajó los escalones de dos en dos. Después, al recordarlo, no sabía cómo no se había roto la cabeza. Pasó junto a Grimwade como una exhalación y se lanzó bajo la lluvia. Echó a correr por la acera de Mecklenburg Square, siguió por Doughty Street y se acercó a un cabriolé que pasaba por su lado, el cochero con el cuello del abrigo levantado y el sombrero de copa inclinado sobre la frente.
– ¡No trabajo, jefe! -le dijo el cochero con voz malhumorada-. Estoy cansado y me voy a cenar. Evan hizo como que no lo había oído y se coló en el coche al tiempo que le gritaba la dirección de Latterly en Thanet Street.
– Le acabo de decir que no trabajo -repitió el cochero, esta vez a voz en grito-. Me voy a casa a cenar. ¡Búsquese otro!
– ¡Usted me lleva ahora mismo a Thanet Street! -le gritó a su vez Evan-. ¡Soy policía! Venga y rápido o le tomo el número.
– ¡Condenada pasma! -masculló el cochero por lo bajo, aunque advirtiendo que aquél no estaba para razones y que acabaría antes haciendo lo que le pedía.
Levantó las riendas y golpeó con ellas el lomo empapado del caballo, que se lanzó a un alegre trote.
Ya en Thanet Street, Evan salió a toda prisa y ordenó al cochero que lo esperase si quería seguir ganándose la vida haciendo de cochero.
Cuando la sorprendida camarera lo hizo pasar, Evan encontró a Hester en casa. Entró chorreando agua y lo dejó todo perdido; su rostro, bello y feo a la vez, extraordinario en todo caso, estaba muy pálido. Tenía el cabello pegado a la frente y miró a Hester con ojos cargados de angustia.
Hester había visto demasiadas veces la esperanza y la desesperación para no reconocerlas.
– ¿Puede venir conmigo? -dijo con voz que indicaba que tenía una prisa extraordinaria-. ¡Por favor! Se lo explicaré todo por el camino, señorita Latterly… yo…
– Sí -respondió Hester sin pararse a pensarlo.
Habría sido imposible negarse. Tenía que salir de casa antes de que aparecieran Charles o Imogen, que estaban en el salón, movidos por la curiosidad, y descubrieran a aquel policía calado hasta los huesos esperando frenético en el vestíbulo. Hester ni siquiera fue a por la capa. De todos modos, ¿de qué le habría servido con aquel aguacero?
– Sí… ¡vamos!
Pasó delante de él y atravesaron juntos la puerta del vestíbulo. La cortina de agua le cayó en plena cara, pero a Hester no le importó y cruzó la acera, salvó el burbujeante desagüe y subió al cabriolé sin dar tiempo al cochero ni a Evan a que la ayudaran.