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– Naturalmente que lo he oído -Monk conservó deliberadamente la calma-, aunque no hacía falta que me lo dijese porque ya lo había dejado muy claro con su forma de proceder. ¿O lo ha dicho para que se entere el resto del personal? Desde luego que deben haberle oído gritármelo. En cuanto a mí, hace tiempo que conocía sus intenciones. Y ahora, si no tiene nada que añadir… -Se levantó y pasó por su lado para dirigirse a la puerta-. Tengo que interrogar a otros testigos.
– Le doy de tiempo hasta que acabe esta semana -bramó Runcorn detrás de él con la cara roja como un tomate, pero Monk ya había salido y estaba recogiendo el sombrero y el abrigo al pie de la escalera.
La única ventaja que tiene el desastre total es que se traga las contrariedades de poca monta.
Tan pronto como hubo llegado a casa de los Latterly y la camarera lo hizo pasar, decidió que haría lo único que podía conducirlo a la verdad. Runcorn le había concedido una semana y a buen seguro que Evan estaría de vuelta mucho antes. Tenía poquísimo tiempo. Dijo que quería ver a Imogen a solas. La camarera vaciló, pero lógicamente Charles no estaba en casa a aquella hora de la mañana; no siendo más que una criada, tampoco disponía de autoridad suficiente para negarse.
Monk comenzó a pasear nerviosamente de un lado a otro mientras iba contando los segundos hasta que oyó fuera unos pasos ligeros y decididos y se abrió la puerta. Monk giró en redondo sobre sus talones, para encontrarse con que quien había entrado era Hester, y no Imogen Latterly.
Su primera reacción fue de contrariedad, a la que siguió algo muy parecido a una sensación de alivio. De momento, la ocasión quedaba aplazada. Hester se hallaba ausente cuando ocurrieron los hechos y, a menos que Imogen se hubiera sincerado con ella, no podía serle de ninguna ayuda. Tendría, pues, que volver. Quería saber la verdad, aunque le aterraba conocerla.
– Buenos días, señor Monk -dijo Hester llena de curiosidad-. ¿Qué podemos hacer por usted esta vez?
– No creo que pueda serme usted de ayuda -replicó él. Aquella muchacha no le gustaba, pero habría sido una estupidez mostrarse grosero con ella-. Es con la señora Latterly con quien deseo hablar, ya que ella estaba en Londres cuando el comandante Grey murió. Si mal no recuerdo, entonces estaba usted en el extranjero.
– Así es, en efecto, pero lamento decirle que Imogen estará todo el día fuera y que no la espero hasta última hora de la tarde.
Hester lo miró con el ceño ligeramente fruncido y él percibió con desagrado su aguda percepción y la atención con que lo observaba. Imogen era más amable, infinitamente menos directa que Hester, pero adivinaba en Hester una inteligencia que posiblemente podría satisfacer mejor su actual necesidad.
– Veo que algo de sustancial importancia le preocupa -dijo ella con gravedad-. Tenga la bondad de sentarse y, en caso de que se trate de algo relacionado con Imogen, le quedaría muy reconocida si me dice de qué se trata, pues tal vez pueda yo contribuir a que el problema se resuelva con el mínimo perjuicio para ella. Ya ha sufrido bastante, igual que mi hermano. ¿Qué ha descubierto, señor Monk?
Monk la miró impasible, explorando sus grandes ojos diáfanos. Tenía que ser por fuerza una mujer fuera de lo común y con un valor inmenso para haber desafiado a su familia y viajado prácticamente sola hasta uno de los campos de batalla más sangrientos del mundo, poniendo en riesgo su vida y su salud para cuidar a los heridos. Debían de quedarle muy pocas ilusiones, lo cual, en las actuales circunstancias, reconfortaba extraordinariamente a Monk. Sus distintas experiencias de la vida abrían un abismo entre él e Imogen: horror, violencia, odio y dolor, cosas que escapaban a su imaginación y que de ahora en adelante serían como la sombra de Monk, como su misma piel. Hester debía de haber visto hombres debatirse entre la vida y la muerte, esa desnudez del alma que aparece cuando el miedo se lo lleva todo por delante y la sinceridad desata la lengua porque fingir entonces es una pretensión inútil.
Tal vez fuera mejor hablar con Hester.
– Tengo un problema muy grande, señorita Latterly -comenzó Monk notando al momento que hablar con ella era más fácil de lo que había supuesto al principio-. Hasta ahora no le he dicho a usted ni a nadie toda la verdad sobre mis investigaciones en torno a la muerte del comandante Grey.
Hester lo escuchó sin interrumpirlo. Aunque a Monk le resultara sorprendente, aquella joven sabía cuándo había que guardar silencio.
– No he mentido -prosiguió Monk-, pero he callado uno de los hechos más importantes.
Hester estaba muy pálida.
– ¿Tiene que ver con Imogen?
– ¡No! No se trata de nada sobre ella, de ella sólo sé lo que ella me haya podido contar, es decir, que conocía a Joscelin Grey y le tenía una gran simpatía y que él había estado en esta casa en calidad de amigo del hermano de usted, George. Lo que me he callado me atañe a mí.
Monk vio pasar por el rostro de Hester una sombra de preocupación, pero no sabía cuál podía ser el motivo. ¿Sería por su instrucción como enfermera, o algún temor relativo a Imogen, algo que quizás ella sabía y él no? Pero ahora tampoco lo interrumpió.
– El accidente que sufrí antes de hacerme cargo del caso de Joscelin Grey comportó una grave complicación de la que no he hablado con nadie. -Por un momento pensó con rabia que ella pudiera suponer que trataba de ganarse su simpatía y Monk notó que la sangre se le subía a las mejillas-. Perdí la memoria. ¡Totalmente! Cuando recobré el sentido en el hospital donde me internaron ni siquiera sabía cómo me llamaba. – ¡Qué lejana le parecía ahora aquella pesadilla!-. Cuando estuve lo bastante recuperado para volver a mi casa, mis habitaciones me resultaron un lugar desconocido, como si perteneciesen a alguien a quien yo no hubiese visto en mi vida. No conocía a nadie, no sabía siquiera qué edad, ni qué aspecto tenía. Ni siquiera cuando me miré en el espejo pude reconocerme. -Vio piedad en el rostro de Hester, pura y simple lástima, sin atisbo de condescenciencia ni de indeferencia. Todo era mucho más grato de lo que había esperado.
– Cuánto lo siento… -murmuró Hester con voz serena-. Ahora comprendo por qué parecían tan extrañas algunas de las preguntas que usted hacía. Habrá tenido que enterarse de todo a partir de cero.
– Mire, señorita Latterly… me parece que su cuñada vino a verme antes del accidente para preguntarme o confiarme algo. Podría tener que ver con Joscelin Grey… pero yo no me acuerdo de nada. Si ella pudiera decirme todo lo que sepa acerca de mí, quizás algo que yo le dije…
– ¿De qué manera podría serle de ayuda en el caso de Joscelin Grey? -De pronto bajó los ojos y se miró la mano, que descansaba en su regazo-. ¿Cree que Imogen puede tener algo que ver con su muerte?-Levantó vivamente la cabeza y lo miró con ojos cándidos pero llenos de temor-. ¿Cree que Charles podría haberlo matado, señor Monk?
– No… no, de esto estoy completamente seguro.-Tenía que mentir puesto que decir la verdad era imposible si quería contar con su ayuda-. Encontré algunos apuntes míos de antes del accidente y que indican que yo entonces sabía algo importante, pero no consigo recordarlo. Se lo pido por favor, señorita Latterly… dígale que me ayude.
Hester parecía desolada, como si también ella temiese lo que pudiera resultar.
– Por supuesto que lo haré, señor Monk. En cuanto vuelva le explicaré lo que hace al caso y tan pronto como tenga algo que comunicarle iré a verle y se lo haré saber. ¿En qué lugar discreto podríamos encontrarnos para hablar?
Estaba en lo cierto: Hester tenía miedo. No quería que su familia pudiera espiar su conversación… tal vez en especial temiera a Charles. La miró con una sonrisa amarga en los labios, y ella le devolvió la misma amarga sonrisa. Entre los dos se había fraguado una conspiración absurda: ella para proteger a su familia hasta el límite de lo posible, él para descubrir su verdad antes de que Evan o Runcorn se lo hicieran imposible. Tenía qué descubrir por qué había matado a Joscelin Grey.