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– ¡Menudo disparate! -saltó ella al momento-. Tengo experiencia en multitud de cosas que no has imaginado ni en tus pesadillas. He visto hombres muertos a golpes de sable o abatidos por un cañonazo, he visto hombres congelados, hombres que habían muerto de hambre o consumidos por la enfermedad…
– ¡Hester! -estalló Charles-. ¡Por el amor de Dios!
– Pues no digas que soy incapaz de soportar una conversación de salón sobre un desgraciado asesinato -remató ella.
Charles tenía el rostro arrebolado e ignoró a Monk.
– ¿No se te ha pasado por tus nada femeninas mientes que Imogen tiene sentimientos y que ha llevado una vida bastante más decorosa que la que tú elegiste? -le preguntó-. ¡De veras que a veces te pones insoportable!
– Imogen no es ni remotamente tan indefensa como tú te figuras -le replicó Hester, las mejillas teñidas de leve rubor-, ni tampoco está dispuesta a ocultar la verdad porque hacerlo puede comportar una conversación desagradable. La tienes en muy poco, Charles.
Monk miró a Charles y tuvo la plena seguridad de que, de haberse encontrado solo con su hermana, era seguro que le habría puesto las peras a cuarto… aunque dentro de sus escasas posibilidades. Monk estaba contento de que aquel asunto no fuera de su incumbencia.
Imogen se hizo cargo de la situación y se volvió a Monk.
– Decía usted, señor Monk, que se veía abocado a una inevitable conclusión. Le ruego que nos diga de qué se trata. -Lo miró directamente a los ojos y Monk vio que estaba molesta, casi a la defensiva.
Jamás había conocido a nadie que pareciera estar tan dotado de una vida interior tan intensa, ni tan sensible al dolor. Monk se quedó unos segundos sin saber qué contestar. Los momentos quedaron en suspenso en el aire. Ella levantó un poco más la barbilla pero no apartó los ojos.
– Yo… -comenzó a decir Monk y después vaciló e intentó hablar de nuevo-: La persona que… quien lo mató era alguien a quien él conocía. -Estaba recuperando la voz de manera mecánica-. Alguien a quien él conocía bien, de su misma posición y círculo social.
– ¡Pamplinas! -lo interrumpió Charles con viveza, desplazándose al centro de la habitación como si quisiera enfrentarse físicamente con él-. Las personas del mismo círculo social de Joscelin Grey no van por ahí matando a la gente. Si no sabe hacer nada mejor, más le vale abandonar el caso y cedérselo a otra persona más competente.
– ¡Ahórrate estos modales, Charles! -A Imogen le brillaban los ojos, su rostro se había teñido levemente de color-. No tenemos motivos para suponer que el señor Monk no sea un profesional competente ni mucho menos pruebas para afirmarlo.
Charles notó que todo el cuerpo se le había puesto en tensión, la impertinencia era intolerable.
– Imogen -comenzó a hablar fríamente pero, recordando tal vez aquella fragilidad femenina a la que había hecho referencia, modificó el tono de voz-, es lógico que todo este asunto te altere los nervios, lo comprendo muy bien. Quizá sería mejor que te retirases, fueras a tu habitación y descansaras un rato. Vuelve cuando te hayas tranquilizado. ¿Y si tomaras una tisana?
– Ni estoy cansada ni quiero tisanas. Estoy muy tranquila y la policía quiere interrogarme. -Se volvió hacia Monk-. ¿No es así, señor Monk?
Monk habría dado cualquier cosa para recordar lo que sabía de aquella familia pero, por mucho que se esforzaba, a su cerebro no acudía recuerdo alguno, la imprecisión de su memoria adquiría los tintes de la avasalladora emoción que aquella mujer despertaba en él, era como hambre de algo siempre fuera de su alcance, como una música formidable que cautivara los sentidos pero sin dejarse apresar, perturbadora, inolvidable y dulce, evocadora de toda una vida que quedaba allende los recuerdos.
Se dijo que se estaba comportando como un estúpido. La dulzura de aquella mujer, algo en su rostro había despertado en él recuerdos de una época en la que había amado, la faceta amable de sí mismo, que había perdido en el accidente que había borrado su pasado. No todo en él se reducía al detective brillante, ambicioso, de verbo hiriente, al hombre solitario. Había habido quien lo había amado, al igual que rivales que lo odiaban, y subordinados que lo temían o admiraban, delincuentes que sabían de su pericia, pobres que esperaban de él justicia… o venganza. Imogen le recordaba que en él también había un lado humano que para él era demasiado precioso como para anegarlo en la razón. Había perdido el equilibrio y, si quería sobrevivir a aquella pesadilla -Runcorn, el asesinato, su carrera-, debía recuperarlo.
– Dado que ustedes conocían al comandante Grey-volvió a decir Monk para probar-, tal vez él les confesara que temía por su seguridad… quizá les hablase de alguien que le tenía antipatía o que, por la razón que fuera, lo acosaba. -Estaba resultando poco claro, y se maldijo por ello-. ¿Les habló alguna vez de envidias o rivalidades?
– No, nunca. ¿Por qué nadie que lo conociera iba a querer matarlo? -preguntó Imogen-. Era un hombre encantador, que yo sepa, sus enfados no iban más allá de alguna observación tajante. Tal vez su sentido del humor pudiera resultar en ocasiones indelicado, pero nada que pudiera provocar más que una irritación pasajera.
– Mi querida Imogen, ¡es imposible que un conocido suyo atentara contra él! -la cortó Charles-. Fue un robo, no puede ser otra cosa.
Imogen respiraba afanosamente e ignoró las palabras de su marido, seguía mirando a Monk con ojos serios, esperando respuesta.
– Yo creo que se trata de extorsión -le replicó Monk-. O quizá de celos por causa de una mujer.
– ¡Extorsión! -Charles pareció escandalizado, su voz estaba cargada de escepticismo-. ¿Insinúa usted que Grey pudiera extorsionar a alguien? ¿Y en qué se basa, si puedo preguntarlo?
– Si lo supiéramos, señor, sabríamos quién fue el autor -respondió Monk-, y tendríamos el caso resuelto.
– Esto quiere decir que no saben nada. -La voz de Charles sonó burlona.
– Al contrario, sabemos mucho. Ya tenemos un sospechoso pero, antes de poder acusarlo, debemos descartar todas las demás posibilidades. -Sabía que estaba llevando las cosas hasta un punto peligroso, pero la relamida expresión de Charles y su trato altanero alteraban el humor de Monk hasta hacerle perder el control. Con gusto lo habría agarrado y sacudido, lo habría obligado a salir de aquel estado de autocomplacencia y de afectada superioridad que aparentaba.
– En ese caso, se está usted equivocando -dijo Charles entrecerrando los ojos-, o eso parece, por lo menos.
Monk sonrió con frialdad.
– Pues esto es lo que trato de evitar y por esto estudio primero todas las posibles alternativas y me hago con toda la información que pueda conseguir. Me imagino que le complacerá saberlo.
Por el rabillo del ojo vio que Hester sonreía, lo que no pudo por menos de complacerle.
Charles refunfuñó.
– Deseamos ayudarle muy sinceramente-dijo Imogen rompiendo el silencio-. Mi marido intenta únicamente ahorrarnos los aspectos más ingratos del caso, gentileza que le honra, pero sentíamos una enorme simpatía por Joscelin y estamos lo bastante enteros como para decirle todo lo que sepamos.
– Hablar de «enorme simpatía» es exagerar un poco las cosas, cariño -dijo Charles, incómodo-. Claro que era un hombre que nos gustaba y, si nos inspiraba un afecto superior al corriente, era por George.
– ¿George? -Monk frunció el ceño, era la primera vez que oía mencionar a George.
– Mi hermano menor -le aclaró Charles.
– ¿Conocía al comandante Grey? -preguntó Monk con interés-. ¿Podría, pues, hablar con él?
– Por desgracia es imposible. Pero sí, conocía muy bien a Grey. Creo que durante un tiempo fueron muy amigos.
– ¿Durante un tiempo? ¿Se produjo una desavenencia entre los dos?
– No, George murió.
– ¡Ah! -Monk titubeó, un tanto cohibido-. Lo lamento.
– Gracias. -Charles tosió y se aclaró la garganta-. A nosotros Grey nos gustaba, pero de aquí a decir que le teníamos una enorme simpatía hay una cierta distancia. Me parece que mi esposa, por otra parte no sin cierta lógica, traslada parte del afecto que sentíamos por George al amigo de George.