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Sólo cuando hubo dejado vacío el plato, se apoyó en el respaldo de la silla y pensó en el caso.
Un prestamista encajaba en el caso. Era muy posible que Joscelin Grey hubiera recurrido a un prestamista al perder sus modestos bienes en el negocio de Latterly, sabedor de que su familia no le ayudaría. Tal vez el prestamista no tuviera intención de matarlo, sino sólo atemorizarlo para que le devolviese el dinero, advirtiendo de paso a otros deudores morosos. Al tratar Grey de defenderse, la cosa se le había escapado de las manos. Sí, era posible. El visitante que había llamado a la puerta de Yeats era un matón del prestamista. Tanto Yeats como Grimwade habían dicho que era un hombre alto, delgado y fuerte, a juzgar por cómo le quedaba la ropa.
¡Vaya bautismo para Evan el de hoy! No había abierto la boca. Ni siquiera le había preguntado a Monk si tenía intención de detener a personas inocentes y correr la voz de que el copista los había delatado.
Monk se sintió flaquear al recordar lo que había dicho; pero era, sencillamente, lo que le había dictado el instinto. Había sido un arrebato de violencia que había nacido espontáneamente; sorprendido de haberlo visto en otra persona. ¿Él era así? No podía tratarse de una amenaza que pensara llevar a la práctica. ¿O sí? Recordaba la rabia que había brotado en su interior ante la sola mención de la palabra prestamista. Los prestamistas eran parásitos de los desesperados que se aferran a la respetabilidad, principio que veneran. En ocasiones, el único bien que poseía un hombre era su honradez, su única fuente de orgullo, su identidad en medio del anonimato y la desdicha generales.
¿Qué habría pensado Evan de él? No era cosa que le dejara indiferente, le entristecía pensar que podía decepcionarle, que Evan pudiese considerar sus métodos tan detestables como el delito que pretendían combatir, sin entender que lo que usaba sólo eran palabras, nada más que palabras.
¿Podía Evan conocerle mejor de lo que él se conocía a sí mismo? Evan debía de estar al corriente de su pasado. Tal vez en otros tiempos sus palabras habían sido una advertencia a la que seguía una acción.
¿Qué habría pensado de él Imogen Latterly? Aquella fantasía suya era un despropósito. Las barracas eran una realidad tan alejada de ella como los planetas del espacio. Se habría sentido enferma y asqueada con sólo verlas, no digamos si las hubiese tenido que visitar o tratar con sus moradores. Si ella le hubiera visto amenazar al copista, si hubiera llegado a presenciar aquella escena en la habitación inmunda, no habría permitido que volviera a entrar nunca más en su casa.
Estaba sentado con la mirada clavada en el techo, lleno de ira y dolor. ¡Qué perspectiva tan pobre la de enfrentarse al día siguiente al usurero que tal vez había matado a Joscelin Grey! Odiaba aquel mundo con el que tenía que estar en contacto; lo que deseaba era pertenecer a aquel otro mundo, limpio y exquisito, y poder hablar de igual a igual con gente como los Latterly. Entonces Charles no adoptaría con él aquellos aires de superioridad, y él habría podido hablar con Imogen Latterly como se habla con una amiga y habría discutido con Hester sin la cortapisa de su inferioridad social. Habría sido un placer extraordinario para él. Le habría encantado cantarle unas cuantas verdades a aquella muchacha testaruda.
Pero precisamente porque odiaba tan profundamente las barracas, no podía ignorarlas. Las había visto, sabía de su sordidez y su desesperanza, que nunca desaparecerían de allí.
Bien, por lo menos ahora podría dirigir su furia contra algo, encontraría al hombre violento y codicioso que había apaleado a Joscelin Grey hasta matarlo. Y así, podría pensar en Grey reconciliado consigo mismo… y Runcorn quedaría derrotado en toda la línea.
10
Monk encargó a Evan que hiciera una prospección en las casas de empeños en busca del jade rosa mientras él localizaba a Josiah Wigtight. No le costó encontrar la dirección. Estaba a media milla de Whitechapel en dirección este, en una calle perpendicular a Mile End Road. El edificio era estrecho, casi ahogado entre la oficina de un picapleitos de tres al cuarto y un taller clandestino donde unas mujeres, con escasísima luz, trabajaban afanosamente dieciocho horas al día cosiendo camisas por un puñado de peniques. Algunas, además, se veían obligadas a hacer la calle por las noches para ganarse de manera asquerosa y fácil unas monedas de plata con las que redondear el sueldo y pagar la comida y el alquiler. Las había que eran esposas o hijas de hombres miserables, borrachos o marginados, muchas eran ex sirvientas que habían perdido su «posición» por una u otra razón: trato impertinente, escasa honradez, moral relajada; o porque alguna señora las tachaba de altaneras o eran víctimas de algún señor que se aprovechaba de ellas, tras descubrirse lo cual, y en muchos casos quedar ellas embarazadas, no sólo perdían el empleo sino que, para postre, sufrían la vergüenza y el oprobio.
El despacho estaba iluminado con una luz tenue porque las cortinas estaban echadas, y olía a pulimento, a polvo y a cuero viejo. En la primera habitación había un empleado vestido de negro, sentado en un taburete alto. Levantó los ojos y miró a Monk que entraba.
– Buenos días señor, ¿podemos servirle en algo?-Una voz pastosa como barro-. ¿Algún pequeño apuro? -Se restregó las manos como si tuviera frío, aunque era pleno verano-. Un apuro pasajero, claro-sonrió ante su misma hipocresía.
– Eso espero -dijo Monk devolviéndole la sonrisa.
El hombre conocía el oficio y observó a Monk con cautela. Su expresión no delataba el nerviosismo que Monk estaba acostumbrado a encontrar; como mucho, hubiera podido decir que tenía algo de lobuna. Monk se dio cuenta de que había estado torpe; seguramente que solía ser más hábil, que estaba más atento a los matices.
– Más bien depende de usted -añadió para animar al hombre y borrar cualquier sospecha que inadvertidamente hubiera podido provocar.
– Naturalmente -asintió él empleado-. Para eso estamos: para ayudar a los caballeros que pasan por un momento de apreturas. Desde luego, hay ciertas condiciones, como usted comprenderá. -Sacó una hoja de papel en blanco y preparó la pluma-. Si tiene la bondad de indicarme los detalles, señor.
– Mi problema no es de escasez de recursos -replicó Monk con una ligera sonrisa. Odiaba a los prestamistas, odiaba la avidez con la que manejaban sus asquerosos negocios-. O por lo menos no paso por una situación tan acuciante que me obligue a recurrir a ustedes. Quisiera hablar de unos asuntos con el señor Wigtight.
– Perfectamente -asintió el hombre con gesto de haberlo comprendido todo-, perfectamente. Todos los tratos pasan por las manos del señor Wig-tight, señor… señor… -Levantó las cejas.
– No vengo a pedir dinero prestado -le dijo Monk con aspereza-. Dígale al señor Wigtight que vengo a hablarle de algo que se le ha extraviado y que le interesa mucho recuperar.
– ¿Extraviado? -En el pálido rostro del hombre apareció una mueca-. ¿Extraviado? ¿A qué se refiere, señor? Al señor Wigtight no se le traspapela nada. -Lanzó un resoplido como para demostrar su desaprobación.
Monk se inclinó hacia delante y puso las dos manos sobre el mostrador, con lo que el hombre se vio obligado a mirarlo de frente.
– ¿Va a hacerme pasar al despacho del señor Wigtight? -le preguntó Monk con extrema claridad-. ¿O tendré que buscar la información en otro sitio? -No quería decirle quién era a aquel hombre por no prevenir a Wigtight, pues Monk necesitaba la ligera ventaja de la sorpresa.
– ¡Ah…! -El hombre tomó una rápida decisión-. ¡Ah… sí, sí, señor! Voy a conducirlo ahora mismo ante el señor Wigtight. Si tiene la bondad de seguirme… -Cerró bruscamente el libro de cuentas y lo metió en un cajón. Sin quitarle ojo a Monk, se sacó una llave del chaleco y cerró con ella el cajón, después de lo cual se puso en pie-. Adelante, señor, es por aquí.