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– ¿Qué tal, señor Monk? Hacía mucho tiempo que no lo veía. ¿Dónde se había metido?

Monk sintió una repentina excitación que se esforzó en disimular.

– Tuve un accidente -respondió hablando con voz inexpresiva.

El hombre lo miró de arriba abajo en actitud crítica y refunfuñó, rechazando la idea.

– Me han dicho que busca a alguien que le eche una mano, ¿no?

– Eso mismo -admitió Monk.

No debía precipitarse demasiado o le costaría demasiado caro, y no podía permitirse el andar con componendas; tenía que acertar a la primera si no quería parecer un novato. Veía por el ambiente o porque se lo decía el olfato que el regateo formaba parte del juego.

– ¿Se puede ganar algo? -preguntó el hombre.

– Puede ser.

– Bien -respondió mientras reflexionaba-. Usted siempre se ha portado correctamente conmigo, por esto usted siempre será primero que otro poli. Los hay que son fetén, que quede claro, pero hay algún julay que, si usted supiera, se le caería la cara de vergüenza. -Movió la cabeza y aspiró aire con fuerza poniendo cara de asco. Monk sonrió.

– ¿Qué quiere saber? -preguntó el hombre.

– Varias cosas. -Monk bajó más la voz y paseando la mirada por la mesa, sin fijarla en el nombre-. Cosas robadas… un perista y un buen copista.

También el hombre clavó los ojos en la mesa, concentrado en los cercos de los vasos que habían dejado su huella en la superficie.

– Peristas los hay a montones y copistas a patadas. ¿Son cosas especiales estas que usted dice?

– No mucho.

– ¿Por qué las busca, entonces? ¿Será que alguno se ha pasado?

– Sí.

– Está bien, ¿de qué se trata? Monk las describió lo mejor que supo: sólo podía recurrir a la memoria.

– Cubiertos de plata…

El hombre lo fulminó con la mirada.

Monk dejó a un lado la plata.

– Un objeto de jade -prosiguió- de casi un palmo de altura, una bailarina con los brazos levantados y los codos doblados. Jade rosa…

– Eso está mejor. -El hombre había levantado la voz y Monk evitaba mirarlo a la cara-. No hay mucho jade rosa por ahí -continuó-. ¿Algo más?

– Un cuenco de plata de unos diez centímetros, creo, y un par de cajas con incrustaciones para guardar rapé.

– ¿Cómo eran las cajas? ¿Plata, oro, esmalte? Expliquese un poco más.

– No me acuerdo.

– ¿Que qué? ¿Entonces cómo sabe lo que se han llevado? -El rostro se le ensombreció con la desconfianza y por vez primera miró a Monk-. ¡Oiga! ¿Había fiambre?

– Sí-dijo Monk con voz monocorde, mirando todavía la pared-, pero no fue el ladrón. Lo mataron antes del robo.

– ¿Está seguro? ¿Cómo sabe que fue antes del robo?



– Hacía dos meses que estaba muerto. -Monk sonrió con amargura-. De esto estoy más que seguro. Robaron en su casa sin él dentro.

El hombre se quedó pensando unos minutos antes de dar su opinión.

Junto a la barra estallaron unas ruidosas carcajadas.

– ¿Un robo en una casa cerrada? -dijo con aire de superioridad-. ¿Cómo sabían que encontrarían algo? ¿Qué ha dicho de un copista? ¿Qué pinta aquí el copista?

– Los ladrones entraron en la casa haciéndose pasar por policías -le replicó Monk.

El rostro del hombre se iluminó y se rió, divertido.

– ¡Ésa es buena! ¡Me gusta! -Se pasó el dorso de la mano por la boca y volvió a reír-. Sería un pecado chivarse de un tío con esos arrestos…

Monk se sacó medio soberano de oro del bolsillo y lo dejó sobre la mesa. Los ojos del hombre se prendieron de él como si hubiera quedado hipnotizado.

– Quiero encontrar al copista que hizo esas falsificaciones -repitió Monk, extendiendo la mano, volviendo a coger la moneda y guardándosela en un bolsillo interior, mientras los ojos del hombre seguían toda la trayectoria-. Y nada de comedias -le advirtió Monk-, porque como me metas las manos en los bolsillos, te acordarás, a menos que tengas ganas de ir a recoger estopa una temporada. No creo que a esos dedos tan rápidos que tienes les fuera a hacer ningún bien la estopa. -Sintió que el corazón le daba un vuelco al recordar, de pronto, imágenes de dedos humanos sangrando de tanto desenmarañar, un día tras otro, los cabos de las cuerdas mientras los años de sus vidas se iban desgranando sin pausa.

El hombre se hizo atrás.

– ¿Qué le pasa, señor Monk? En mi vida le he cogido nada. -Hizo la señal de la cruz precipitadamente aunque a Monk le quedó la duda de si la había hecho como confirmación de la verdad o a título de penitencia por la mentira-. Ya habrá mirado en los tenderetes -prosiguió el hombre con una mueca-, a lo mejor han bautizado a la señorita de jade, ¿no puede ser?

Evan parecía confundido, aunque Monk no sabía por qué.

– Casas de empeños -le tradujo-. Como es natural, los ladrones eliminan de los objetos cualquier detalle que pueda identificarlos, pero al jade no pueden hacerle gran cosa sin estropearlo. -Se sacó cinco chelines del bolsillo y se los dio al hombre-. Volveré dentro de dos días y, si sabes algo, te habrás ganado el medio soberano.

– Está bien, pero no aquí. Plumber's Row abajo hay un sitio que le llaman Purple Duck… cerca de Whitechapel Road. Nos encontraremos allí. -Miró a Monk de arriba abajo con aire contrariado-. Pero con ropa ful, ¿eh?, no me venga fardando a lo monaguillo, ¿eh? Y tráigase el oro, porque sabré algo. Ya lo verán… usted y usted -dijo mirando de reojo a Evan y después escurriéndose de la silla y perdiéndose entre el gentío.

Monk estaba encantado, de pronto cantaba por dentro. Hasta encontró tolerable el budín de ciruela, que se estaba enfriando rápidamente. Dirigió una amplia sonrisa a Evan.

– Venga disfrazado -explicó-, no me venga vestido como un cura.

– ¡Ah! -exclamó aliviado Evan, que estaba empezando a divertirse-, ya entiendo. -Echó una mirada a toda aquella multitud de rostros que tenía a su alrededor y entrevió el misterio detrás de la suciedad mientras su imaginación los revestía de un color indefinible.

Pasados dos días, Monk se vistió con ropa vieja, tal como le había recomendado el hombre; el soplón habría dicho «trapos». Monk hubiera dado cualquier cosa para recordar su nombre pero, a pesar de todos los esfuerzos que hizo, era tan incapaz de acordarse de aquello como de casi todo lo que le había ocurrido después de los diecisiete años. Había tenido atisbos de hechos que correspondían a años anteriores, incluidos su primer año, o los dos primeros años, de su vida en Londres, pero por mucho que se quedase despierto en la cama a oscuras, dejando vagar sus pensamientos, repasando una vez y otra todo lo que sabía en la esperanza de que su cerebro volviese a la vida de pronto y empezase a atar cabos, lo cierto es que no recordaba nada.

Monk y Evan estaban sentados en el local llamado Purple Duck. En el delicado rostro de Evan se reflejaba lo mucho que le molestaba estar en aquel sitio y los esfuerzos que hacía para disimularlo. Al mirarlo, Monk hubo de preguntarse cuántas veces habría estado él en aquel sitio para que no le molestase como a Evan. Seguramente para él aquella barahúnda, los olores, la despreocupada promiscuidad, eran cosas familiares que su subconsciente recordaba aunque su memoria no.

Tuvieron que aguardar casi una hora antes de que apareciese el soplón, pero llegó sonriente y se sentó junto a Monk sin decir palabra.

Monk no estaba dispuesto a comprometer el precio dejando adivinar su ansiedad.

– ¿Quieres beber? -le propuso.

– No, la moneda y basta -replicó el hombre-, no fuera que me vieran bebiendo con dos como ustedes, y no se me ofendan. Los taberneros tienen buena memoria y son muy bocazas.

– Así es -admitió Monk-, pero si quieres la moneda te la tienes que ganar.

– ¡Pero a qué viene eso, señor Monk! -Puso cara de ofendido-. ¿Es que le he engañado alguna vez? ¡Dígame!

Monk no tenía ni idea.

– ¿Has encontrado al copista? -preguntó sin responder a su pregunta.