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– ¿Se le ha ocurrido algo, señor Monk? -La voz de Evan se coló en sus pensamientos, pese a la concentración de los mismos.

– No -dijo Monk moviéndose por fin-, no.

Pero le debía dar una respuesta razonable, una explicación, una razón que justificase su conducta. Buscó las palabras con dificultad.

– Estaba preguntándome por dónde podemos empezar. ¿Dice usted que Grimwade no retuvo los nombres que figuraban en los papeles?

– No, pero es lógico suponer que no usaron sus verdaderos nombres, de todos modos.

– Por supuesto, pero esto nos ayudaría a saber el nombre que utilizó el copista para falsificar los documentos. -La pregunta había sido tonta pero Monk la aprovechó para sacarle partido, mientras Evan escuchaba todas sus palabras como si de un maestro se tratara-. En Londres hay infinidad de copistas. -Pronunciaba las palabras con gran seguridad, sabía de qué hablaba y era algo de gran importancia-. Y hasta aseguraría que hay más de uno que ha falsificado documentos policiales en las últimas semanas.

– Sí… por supuesto. -Evan pareció satisfecho-. Se lo pregunté, sí, pero cuando todavía no sabía que se trataba de ladrones… El caso es que él no les prestó atención. Estaba más interesado en la autorización.

– ¡Ah, bien! -Monk había vuelto a recuperar el dominio de sí mismo, abrió la puerta y salió-. Supongo que le bastó con el nombre de la comisaría.

Evan salió detrás de él y después se volvió y cerró la puerta con llave.

Sin embargo, una vez estuvieron en la calle, Monk cambió de parecer. Tenía ganas de ver qué cara ponía Runcorn cuando se enterara del robo y comprendiera que Monk no iba a necesitar andar revolviendo entre escándalos como único medio para llegar al asesino de Grey. De pronto tenía ante sí un nuevo camino, donde la peor de las posibilidades era el simple fracaso, pero entre las que se perfilaba un auténtico éxito.

Envió a Evan a hacer un recado trivial, dándole instrucciones precisas para que se volviera a reunir con él al cabo de una hora y se montó en un cabriolé que lo condujo a comisaría a través de calles ruidosas e inundadas de sol. Una vez allí fue a ver a Runcorn, que lo recibió en su despacho con cara de satisfacción.

– Buenos días, Monk -lo saludó cordialmente-. Nada nuevo, ¿verdad?

Monk dejó que la satisfacción se adueñara un poco más de Runcorn, como dejándolo demorarse en la exquisitez de un baño caliente que mereciera ser prolongado por puro deleite.

– Es un caso de lo más sorprendente -respondió con aire tranquilo, mirando directamente a los ojos de Runcorn y fingiendo preocupación.

A Runcorn se le ensombreció el rostro, pero Monk percibió nítidamente su satisfacción como quien percibe un olor.

– Por desgracia, el público no reconoce los méritos de la sorpresa-replicó Runcorn, prolongando la expectación-. El que el público esté desorientado, no nos autoriza a disfrutar de dicho privilegio. Usted no aprieta suficientemente las clavijas, Monk. -Frunció ligeramente el ceño y se recostó en su sillón, mientras un rayo de sol que se filtraba por la ventana incidía en un lado de su cabeza. Su voz se hizo untuosa-. ¿Está plenamente seguro de encontrarse recuperado del todo? No parece el mismo de antes. No solía ser tan… -sonrió como si la palabra le complaciera- tan indeciso. El objetivo primordial que se fijaba antes era la justicia; de hecho, era su único objetivo. Antes no se detenía ante el primer obstáculo, no le arredraban las pesquisas por desagradables que fueran. -En el fondo de sus ojos aleteaba la duda y también la antipatía hacia Monk. Runcorn estaba en equilibrio entre el arrojo y la experiencia, como el que aprende a ir en bicicleta-. Seguro que usted está convencido de que esta cualidad fue la que lo llevó tan lejos en tan poco tiempo.

Se interrumpió y permaneció a la espera; Monk tuvo una visión fugaz de unas arañas reposando en el centro de su tela, esperando la llegada de las moscas que, tarde o temprano, caerían irremisiblemente: todo era cuestión de tiempo, pero acabarían por caer.

Monk decidió dar largas al asunto, él también quería estudiar a Runcorn, quería que revelase sus sentimientos y descubriera su vulnerabilidad.



– Este caso es diferente -respondió titubeante, dejando que la ansiedad se reflejara en sus maneras. Se sentó en la silla delante del escritorio-. No recuerdo otro como éste. No se puede comparar a ningún otro.

– Un asesinato es un asesinato -dijo Runcorn negando con la cabeza en un gesto levemente pomposo-. La justicia no establece diferencias y, si quiere que le hable con franqueza, tampoco el público… en todo caso, éste le interesa más. Tiene todos los elementos que gustan, todos los periodistas necesitan estimular las pasiones y asustar a la gente… hacer que se sulfure.

Monk decidió hilar delgado.

– No tanto -objetó-, en ese caso no hay ninguna historia de amor y precisamente lo que más gusta a la gente son las historias de amor. Aquí no hay ninguna mujer.

– ¿Que no hay historia de amor? -Runcorn enarcó las cejas-. Mire, Monk, nunca lo he tenido por un cobarde y mucho menos por estúpido. -Hizo una mueca inverosímil en la que se mezclaban la satisfacción y una afectada preocupación-. ¿Está seguro de que se encuentra bien? -Se inclinó hacia delante para reforzar el efecto de sus palabras-. ¿No tiene dolores de cabeza, por casualidad? Se dio un golpe fuertísimo en la cabeza, ¿sabe? Supongo que ahora no lo recuerda, pero cuando lo vi la primera vez en el hospital usted ni me reconoció.

Monk se negó a darse por enterado del aterrador pensamiento que había asomado a sus pensamientos.

– ¿Una historia de amor? -preguntó a bocajarro, como si después de aquella frase no hubiera oído nada más.

– ¡Joscelin Grey y su cuñada! -Runcorn lo miró atentamente, pero con los ojos velados como si estuviera un poco confundido, pero Monk vio que sus pequeñísimas pupilas estaban alerta detrás de los pesados párpados.

– ¿El público lo sabe? -Monk fingió inocencia con igual desenvoltura-. No he tenido tiempo de leer la prensa. -Avanzó el labio en señal de duda-. ¿Le parece prudente comunicárselo? ¡No creo que a lord Shelburne le gustara demasiado!

El rostro de Runcorn se tensó.

– No, naturalmente todavía no les he dicho nada -le dijo dominando a duras penas la voz-, pero todo es cuestión de tiempo. No podemos demorarlo indefinidamente. -Había dureza en su rostro, casi avidez-. No hay duda de que usted ha cambiado, Monk. Antes era combativo, ahora parece otro, un desconocido… hasta para usted. ¿Ha olvidado cómo era?

Durante un momento Monk se sintió incapaz de contestar, incapaz de hacer otra cosa que parar el golpe. Sí, era de esperar, se había confiado demasiado, había estado estúpidamente ciego ante lo obvio. Era evidente que Runcorn sabía que había perdido la memoria. De no haberlo sabido desde el primer momento, seguramente lo habría adivinado al ver las cuidadosas maniobras de Monk, el hecho de que desconociera la relación que había entre ambos. Runcorn era un profesional, se pasaba la vida extrayendo la verdad de las mentiras, intuyendo motivos, destapando cosas escondidas. ¡Vaya estúpida arrogancia la de Monk! ¡Figurarse que había conseguido engañarlo! Se sonrojó ante tamaña tontería.

Runcorn lo estaba observando, atento a aquella oleada de calor que le había teñido la cara. Tenía que dominarse, encontrar un escudo o, mejor, un arma. Se irguió un poco más y sostuvo la mirada de Runcorn.

– Puedo ser un desconocido para usted, señor Runcorn, no para mí. Algunos no somos tan sencillos como parecemos. Me parece que no soy tan temerario como usted me juzga. Mejor así-saboreaba el momento, aunque no era tan dulce como esperaba.

Miró a Runcorn directamente a los ojos.

– He venido a verle para informarle de que han entrado en el piso de Grey o, por lo menos, de que lo han sometido a un concienzudo registro, a un saqueo, incluso que los autores del hecho son dos hombres que se hicieron pasar por policías. Parece que falsificaron unas cédulas de identificación policial y las mostraron al portero para poder entrar.