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Dawlish lo miraba fijamente, esperando que dijera algo, aunque fuera una trivialidad.

– Lamento mucho que su hijo tuviera que morir de esta manera. -Monk tendió la mano automáticamente-. ¡Y tan joven, además! Pero por lo menos tuvo el consuelo de saber a través de Joscelin Grey que había muerto con valentía y dignidad y que sus padecimientos fueron breves.

Dawlish le estrechó la mano sin pararse a reflexionar.

– Gracias. -Su rostro se había ruborizado levemente y era evidente que estaba emocionado.

Sólo más tarde, cuando Monk se había ido ya, se dio cuenta de que había estrechado la mano de un policía con la misma franqueza que si hubiera sido la de un caballero.

Aquella noche, por vez primera, Monk pensó en Grey como persona. Estaba sentado en su tranquila habitación y lo único que oía eran los débiles y distantes sonidos que llegaban de la calle. Con las pequeñas amabilidades que había tenido con los Dawlish, con aquel acto suyo de pagar las deudas de un muerto, Grey había adquirido una consistencia muy superior a la que le confería el dolor de su madre o los amables pero insustanciales recuerdos de sus vecinos. Había pasado a convertirse en un hombre con un pasado en el que había algo más que resentimiento por su talento infravalorado, mientras que su hermano mayor recibía una recompensa inmerecida por un talento muy inferior. Aquel hombre era algo más que el pretendiente rechazado de una jovencita un poco casquivana que había optado por las comodidades de la vida obedeciendo consejos de terceros, en lugar de luchar por superar ciertas dificultades que le planteaba el seguir el dictado de sus sentimientos. ¿O quizá los sentimientos de Rosamond no eran tan fuertes como para animarla a luchar por ellos?

Shelburne era una casa llena de comodidades, en lo material no carecía de nada; en ella no era necesario trabajar. En el plano de lo moral, no había decisiones que tomar. Si sucedía algo desagradable, se apartaba la vista y uno se ahorraba verlo. Si uno se tropezaba en la calle con mendigos, tullidos o enfermos, bastaba con cruzar la acera y se había acabado el problema. Buscar soluciones a los problemas sociales era un asunto que competía al gobierno; en cuanto a los morales, era cosa de la iglesia.

Era cierto que la sociedad imponía su propio y restrictivo código de conducta, que se extendía al gusto, a las amistades y a las formas de entretenimiento apropiadas. Pero para quienes habían sido educados desde niños en la observancia de dicho código, someterse a él requería un esfuerzo insignificante.

No era de extrañar que a Joscelin Grey llegase a fastidiarle sobremanera el sometimiento a tal código, y que llegara incluso a menospreciarlo después de haber visto cuerpos congelados en las montañas de Sebastopol, la carnicería de Balaclava y toda la inmundicia, las enfermedades y la agonía de Shkodér.

De la calle llegaban el repiqueteo de un coche sobre el empedrado, los gritos de alguien y unas ruidosas risotadas.

De pronto a Monk le invadió aquella misma incomodidad, impersonal casi, que debió de experimentar Grey a su regreso a Inglaterra y al seno de una familia que le era extraña a causa de la mezquindad y artificialidad del mundo al que estaba circunscrita, alimentada por los placebos patrióticos que los periódicos difundían en lugar de las verdaderas noticias, y que no sentía el menor deseo de indagar qué se ocultaba detrás de ellos porque no quería descubrir verdades desagradables.

Monk había experimentado esa misma sensación al visitar las barracas de los bajos fondos, destartaladas e infernales viviendas en las que proliferaban todo tipo de sabandijas y de enfermedades, a veces a sólo diez metros de distancia de calles bien iluminadas por las que circulaban caballeros en sus carruajes, que se movían entre suntuosas mansiones. Había visto a quince o a veinte personas amontonadas en una misma habitación, sexos y edades mezclados y revueltos, sin nada con que calentarse y desprovistas de toda medida sanitaria. Había visto prostitutas de ocho y diez años, con ojos cansados y viejos como el pecado, cuerpos flagelados por las enfermedades venéreas, cadáveres de niños de cinco años y más pequeños aún, muertos por congelación en la cuneta porque no habían encontrado cobijo donde pasar la noche. ¿Era raro que robasen o que vendiesen por unos peniques lo único que tenían, su propio cuerpo?

¿Cómo era posible que recordase aquello y no se acordase, en cambio, de la cara de su padre, que no era más que uno de los muchos vacíos de su memoria? Mucho tenían que haberle impresionado aquellas imágenes para dejar una cicatriz tan indeleble. ¿Sería aquello, por lo menos en parte, el centelleo que guiaba su ambición, el fulgor que orientaba su incansable deseo de perfeccionarse, de imitar al mentor cuyos rasgos no recordaba y cuyo nombre y situación se le escapaban? Ojalá que fuera eso porque, de ser así, se veía a sí mismo como un hombre más tolerable, un hombre que ya podía empezar a aceptar.



¿Habría sentido Joscelin Grey alguna preocupación por todo aquello?

Monk así quería creerlo, para poder vengarlo. No podía ser uno más de los muchos misterios que quedaban sin resolver, un hombre recordado por su muerte más que por su vida.

Tenía que reabrir el caso Latterly. No podía volver a enfrentarse con la señora Latterly sin contar por lo menos con un apunte de la respuesta que le había prometido, por triste que fuera la verdad. Y quería volver a visitarla. Y ahora que se paraba a pensarlo, se dio cuenta de que siempre había deseado volver a su casa, hablar con ella, ver su cara, escuchar su voz, observar cómo se movía, atraer su atención, aunque fuera por breve tiempo.

De nada habría servido volver a revisar sus expedientes, ya lo había hecho casi página por página. En lugar de ello, fue a ver directamente a Runcorn.

– Buenos días, Monk. -Runcorn no estaba sentado ante su mesa sino de pie junto a la ventana, y parecía contento; su rostro normalmente cetrino tenía mejor color, como si acabara de dar un paseo bajo el sol, y le brillaban los ojos-. ¿Qué tal el caso Grey? ¿Todavía no podemos pasarles ninguna información a los periódicos? No paran de atosigarnos, se lo advierto. -Inspiró por la nariz y se hurgó en el bolsillo del que sacó un puro-. No tardarán en ponernos en la picota, pedirán dimisiones… en fin, lo de siempre.

Monk se dio cuenta por su actitud de que aquello lo colmaba de satisfacción. Todo se lo demostraba: su postura, los hombros erguidos, la barbilla levantada, el brillo de sus zapatos que reflejaban la luz.

– Sí, señor, lo imagino perfectamente -dijo Monk dándole la razón-, pero, como dijo usted mismo hará una semana, se trata de una de esas investigaciones abocadas a desenterrar cosas posiblemente muy desagradables. Sería temerario hacer afirmaciones carentes de respaldo.

– ¿Se ha enterado de alguna cosa, Monk? -La expresión de Runcorn se endureció, pese a lo cual se guía mostrando la misma ansiedad, su sed de sangre-. ¿O se encuentra tan perdido como Lamb?

– De momento parece que la clave está en la familia, señor Runcorn -replicó Monk tan desapasionadamente como le fue posible; tenía la desagradable sensación de que Runcorn estaba muy al tanto de aquel aspecto y que lo estaba pasando muy bien-. Entre los hermanos había mucho mar de fondo -prosiguió Monk- y la actual lady Shelburne había sido cortejada por Joscelin antes de que se casara con lord Shelburne…

– Pues no veo razón para que lo matara -dijo, desdeñoso, Runcorn-. Lo más lógico sería que el asesinado hubiera sido Shelburne. ¡No veo que haya sacado nada en limpio, la verdad!

Monk consiguió reprimirse. Se daba cuenta de que Runcorn quería hacerle perder los estribos, provocarlo hasta conseguir que aflorara todo aquel pasado oculto que mediaba entre ellos; la victoria sería más dulce si lo ponía al descubierto, sirviéndosela en bandeja para que la saboreara en su presencia. Monk se preguntó cómo podía haber sido tan insensible y tan estúpido como para no darse cuenta antes. ¿Por qué no se le había adelantado, por qué, es más, no se lo había impedido? ¿Cómo había podido estar tan ciego y no haber sabido verlo hasta ahora con tanta nitidez? ¿O era sólo que se estaba redescubriendo a sí mismo, paulatinamente, desde fuera?