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Rosamond, sin embargo, no merecía una mentira, ni siquiera en su soledad… como tampoco merecía disgustarse al conocer la verdadera opinión que tenía Hester. Porque aquella visión de la verdad era la de Hester, Rosamond podía tener otra diferente.

– Sí, a veces echo de menos Crimea -dijo Hester con una leve sonrisa-, pero no se pueden soportar mucho tiempo estas guerras porque son terribles, son guerras de verdad. A nadie le gusta pasar frío, no poderse lavar y estar siempre tan agotada que parece que te hayan pegado una paliza… y tampoco es agradable tener que comer lo que comen los soldados. La sensación de sentirse útil de verdad es una de las más maravillosas de la vida, pero también se puede experimentar en sitios menos inclementes y tengo la plena seguridad de que los encontraré fácilmente sin salir de Inglaterra.

– ¡Qué generosa! -exclamó Rosamond con cordialidad y volviendo a mirar a Hester a los ojos-. Reconozco que no la creía tan considerada. -Se puso en pie-. Bueno, supongo que ha llegado el momento de ir a vestirse como corresponde para hacer la visita. ¿Tiene usted algún vestido modesto y sin pretensiones, sin que por ello quede rebajada su dignidad? -Reprimió una risita, que transformó en una tos-. ¡Huy, perdone, vaya pregunta torpe la mía!

– Sí… se puede decir que casi toda mi ropa reúne estas condiciones -replicó Hester con sonrisa divertida-. Todos mis vestidos son verde oscuro y azul cansado… color de tinta descolorida. ¿Serán lo bastante apropiados?

– ¡Perfecto! ¡Vamos!

Menard llevó a las tres en el coche descubierto. Recorrieron rápidamente el camino que, a través del parque, conducía hasta el límite de la finca y, después de atravesar espesos trigales, Menard se dirigió al pueblo, la aguja de cuya iglesia asomaba más allá de las suaves ondulaciones de una colina. Era evidente que a Menard le encantaba llevar el caballo y que lo hacía con esa pericia que sólo se consigue tras mucha práctica. No intentó siquiera dar conversación a las señoras, como si diera por sentado que la belleza del paisaje, el cielo y los árboles debían bastarles a ellas como le bastaban a él.

Hester lo observaba y dejaba la conversación para Rosamond y Fabia. Observó sus manos fuertes pero capaces de sostener las riendas con suavidad, su equilibrio, la evidente reserva de su expresión. La ronda diaria de las obligaciones que le imponía la finca no era una cárcel para él. Desde que estaba en Shelburne, Hester había tenido ocasión de reparar en su aire concentrado, descontento a veces, así como en una cierta tensión en sus músculos, una contracción nerviosa que le recordaba a los oficiales la noche antes de la batalla, aunque había observado que esto sólo le ocurría cuando estaban todos sentados a la mesa y Fabia delataba con sus palabras el dolor de su soledad, como si Joscelin hubiera sido la única persona de la familia a quien ella amara de manera incondicional.

La primera casa a cuya puerta llamaron fue la de un labriego que habitaba una minúscula casucha en las afueras del pueblo. En la planta baja había una sola habitación en la que se hacinaban la mujer, con la piel requemada por el sol y vestida de harapos, y sus siete hijos, que en aquel momento compartían una hogaza de pan untada con grasa de cerdo. Por debajo de las rústicas batas que les cubrían el cuerpo les asomaban las piernecillas delgadas y sucias y los pies descalzos, y era evidente que acababan de entrar en la casa después de trabajar en la huerta o en el campo. Incluso la más pequeña, que no debía de tener más de tres o cuatro años, tenía en las manos las manchas que le había dejado la fruta que había estado recolectando.

Fabia hizo unas preguntas a la mujer y pasó enseguida a darle consejos prácticos de economía doméstica y sobre la forma de tratar el garrotillo, todo lo cual escuchó la mujer con respetuoso silencioso. Hester se sentía abochornada ante los aires de superioridad que se daba Fabia, aunque hubo de hacerse la reflexión de que aquél era un aspecto de la vida que no había variado sustancialmente desde hacía más de mil años y que ambas partes parecían satisfechas con el papel que les había correspondido en el reparto; Hester no supo decirse qué otra relación habría podido ocupar el lugar de aquélla.

Rosamond habló con la hija mayor y, sacándose la ancha cinta rosa que llevaba en el sombrero, se la dio y le sujetó con ella los cabellos, cosa que encantó a la pequeña y al mismo tiempo la llenó de vergüenza.

Menard se había quedado pacientemente junto al caballo, con el que estuvo hablando unos momentos en voz baja, antes de sumirse en un cómodo silencio. El sol le daba de lleno en la cara y ponía de relieve unas finas arrugas de angustia en torno a sus ojos y a su boca y otras más profundas que había dejado impresas el dolor. Se veía que estaba en su ambiente en aquellas ricas tierras, bajo aquellos grandes árboles, rodeado por el viento y los feraces campos, y a Hester le pareció descubrir de pronto en él a un hombre que nada tenía que ver con el impasible y resentido segundón qué era en Shelburne Hall. Se preguntó si Fabia se habría dignado advertir alguna vez aquel cambio que se operaba en él. ¿O acaso no apartaba nunca de sus pensamientos el risueño encanto de Joscelin y esto no le dejaba ver nada más?



La segunda visita fue esencialmente similar a la primera, si bien esta vez la familia estaba compuesta por una anciana desdentada y un viejo que estaba borracho o padecía alguna enfermedad que le afectaba el habla y el movimiento.

Fabia se dirigió al hombre con enérgicas e impersonales palabras de ánimo que él pareció ignorar; en cuanto Fabia le volvió la espalda, Hester vio que el viejo le dedicaba una mueca. La vieja hizo una reverencia tras ser obsequiada con dos jarras de crema de limón, después de lo cual las tres mujeres volvieron a montar en el coche descubierto y prosiguieron su camino.

Menard las dejó para dirigirse a los campos, en los que las espigas ya estaban maduras y los labriegos hundían profundamente las hoces mientras el sol les daba en la espalda, tostándoles los brazos y haciendo que el sudor les empapara la piel. Hablaron profundamente en torno al tiempo, a la estación, a la dirección del viento y al momento en que posiblemente empezaría a llover. El olor a trigo y a paja recién cortada en un día de calor era una de las sensaciones más dulces que Hester había experimentado. De pie, bajo la luz brillante, con el rostro levantado hacia el cielo, sentía el hormigueo que el calor le producía en la piel. Después contempló el color de oro viejo que cubría la tierra, pensó en todos aquellos que se habían precipitado a morir por aquella tierra e hizo votos para que sus descendientes supiesen conservarla como un tesoro y mirarla no sólo con los ojos sino también con el corazón.

La comida fue harina de otro costal. El recibimiento fue cortés pero, así que el general Wadham vio a Hester, la cordialidad desapareció de su rostro bermejo y sus modales se hicieron exageradamente formales.

– Buenos días, señorita Latterly. ¡Qué amable ha sido al venir! Úrsula estará encantada de tenerla a nuestra mesa.

– Gracias, señor -replicó ella adoptando un tono igualmente amable-. Es usted muy generoso.

Úrsula no pareció precisamente encantada de ver al grupo y no pudo disimular su contrariedad al enterarse de que Menard había preferido quedarse con los labriegos que departir con ellos en el comedor de su casa.

La comida fue ligera: pescado de río hervido con salsa de alcaparras, pastel frío de caza acompañado de verduras y, como remate, sorbete y un surtido de frutas, seguidos de un excelente queso Stilton.

Era evidente que el general Wadham no había olvidado ni perdonado la derrota que había sufrido a manos de Hester en su anterior encuentro. Sus ojos glaciales, casi vítreos, se encontraron varias veces con los de Hester por encima de las angarillas antes de que se decidiera a plantear batalla de nuevo, aprovechando un punto muerto de la conversación entre los comentarios de Fabia sobre las rosas y las consideraciones de Úrsula con respecto a si el señor Danbury se casaría con la señorita Fothergill o con la señorita Ames.