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En el té de la tarde sólo estuvieron presentes las señoras. Rosamond venía del cuarto tocador, un saloncito reservado para las mujeres de la casa, donde había estado escribiendo cartas. Fabia presidió la reunión, aunque también estuvo presente la doncella, que se encargaba de ir pasando tazas y bocadillos de pepino -cultivado en el invernadero de la casa-, y después los buñuelos y los dulces.
La conversación fue de una urbanidad tan extrema que no hubo lugar para el intercambio de opiniones o emociones. Hablaron de modas, comentaron qué color y qué estilos favorecían más a cada una, qué características imperarían en la próxima temporada, si el talle sería más bajo o si se haría mayor uso de los encajes o si los vestidos llevarían más cantidad de botones o botones diferentes de los que llevaban ahora. También se habló de si los sombreros serían más grandes o más pequeños, de si el color verde era o no de buen gusto, si confería prestancia o era uno de esos colores que dan mal color a la cara. ¡Era tan importante tener buen color!
¿Cuál era el mejor jabón para conservar el esplendor de la juventud? ¿Era verdad que las píldoras del doctor Fulano de Tal estaban muy indicadas para las dolencias femeninas? La señora Wellings aseguraba que eran poco menos que milagrosas. De todos modos, la señora Wellings era muy dada a la exageración. Con tal de dar la nota, se habría puesto cabeza abajo.
A menudo Hester sorprendía las miradas que le dirigía Callandra y tenía que mirar para otro lado para que no se le escapase una carcajada, que habría puesto al descubierto una inoportuna y descortés ligereza. Habrían podido figurarse que se burlaba de su anfitriona y esto habría sido imperdonable… aunque cierto.
La cena ya fue otro cantar. Effie resultó ser una muchacha de pueblo extremadamente simpática, poseedora de una cabellera castaña y ondulada natural por la que más de una señora habría dado su dote, y dotada de una lengua rápida y parlanchina. No hacía ni cinco minutos que estaba en su habitación cuando, mientras le cepillaba la ropa y le sujetaba un pliegue con un alfiler o le recomponía un volante, dejándole el vestido impecable con una presteza que hizo que Hester se quedara boquiabierta, ya la había puesto al corriente de la extraordinaria noticia de que la policía había estado dos veces en la casa por el asunto de la desgraciada muerte en Londres del pobre comandante. Los policías eran dos, uno un tipo de aspecto torvo y cara de pocos amigos, y con unas maneras como para asustar a los niños, que estuvo hablando con la señora y tomando el té en el estudio ni más ni menos que si fuera un caballero.
El otro, en cambio, era un muchacho simpatiquísimo y además muy bien vestido. ¡Cómo había podido elegir aquel oficio siendo como era hijo de un sacerdote! Ya habría podido trabajar en alguna cosa más decente una persona tan educada como él, por ejemplo dedicarse al sacerdocio como su padre o hacer de tutor de hijos de buenas familias, en fin, desempeñar una profesión respetable.
– ¡Pero las cosas son así! -dijo la chica cogiendo el cepillo del cabello con aire resuelto y poniéndose a cepillar el cabello de Hester con gran energía-. Siempre digo que las personas más agradables son las que hacen las cosas más extrañas. La cocinera le tomó una gran simpatía. ¡Huy, señora! -dijo con una mirada cargada de reprobación hablando a Hester desde atrás-. Si quiere que le hable con franqueza, no tendría que llevar el cabello de esta manera, si no le importa que se lo diga. -Siguió cepillando con brío, se lo recogió, le hincó unas horquillas y observó el resultado-. Y eso que tiene un cabello muy bonito… si se lo cuida, claro. Tendría que decirle algo a su doncella, señorita… porque debo decirle que no se lo cuida como es debido… y perdóneme que se lo diga. ¡Espero que le guste cómo se lo he dejado!
– ¡Ya lo creo! -le aseguró Hester, sorprendida-. Tiene unas manos de plata.
A Effie se le subieron los colores debido a la satisfacción.
– Lady Callandra dice que charlo demasiado -comentó, cohibida de pronto. Hester sonrió.
– Tiene razón -admitió-, también yo. Muchas gracias por su ayuda… y por favor diga a lady Callandra que le estoy muy agradecida.
– Sí, señora.
Y haciendo una ligera reverencia, Effie cogió el acerico de las horquillas y salió disparada por la puerta olvidándose de cerrarla. Hester oyó sus pasos que se perdían por el pasillo.
Su aspecto le resultaba sorprendente. El peinado más bien severo que había adoptado por comodidad al embarcarse en la profesión de enfermera había mejorado espectacularmente y ahora le daba un aire mucho más agradable. Con gran pericia, además, la doncella había conseguido que la falda perdiera algo de su excesiva discreción y le quedara mucho más hueca gracias a las enaguas que le había puesto y que había tomado prestadas a su propietaria sin que ella lo supiera, con lo que la excesiva altura de Hester se transformaba en una preciosa ventaja en lugar de constituir un defecto. Había llegado la hora de bajar la escalinata principal y realmente estaba complacida con su aspecto.
Tanto Lovel como Menard Grey estaban aquella noche en casa y se los presentaron en el estudio antes de pasar al comedor y tomar asiento en la larga y bruñida mesa, puesta para seis personas pero con sitio suficiente para doce. Todavía se le podían incorporar unas alas adicionales a ambos extremos, con lo que entonces daba cabida a veinticuatro.
Los ojos de Hester recorrieron rápidamente la mesa y observaron las impecables servilletas de hilo, todas ellas con el •escudo de la familia bordado. La centelleante cubertería también ostentaba un adorno similar, así como las angarillas, las copas de cristal que reflejaban la miríada de luces de la araña que pendía del techo, que era una torre de vidrio que tenía la forma de un iceberg en miniatura. La mesa estaba adornada con flores del invernadero y del jardín, hábilmente distribuidas en tres cuencos bajos en el centro de la mesa. Era como una obra de arte que brillaba y resplandecía por todas partes.
Esta vez la conversación giró en torno a la finca y a cuestiones de orden político. Al parecer, Lovel había pasado todo el día en la población mercantil más cercana tratando algunos asuntos relacionados con las tierras, en tanto que Menard había estado en una de las granjas de los aparceros por la venta de un carnero de cría y, por supuesto, para supervisar el comienzo de la siega.
Los lacayos y una camarera se encargaron de servir la cena con gran eficiencia sin que nadie les prestara la más mínima atención.
Ya iban por la mitad del ágape y estaban dando cuenta de un cuarto de cordero asado cuando Menard, un joven apuesto de poco más de treinta años, se dirigió a Hester. Tenía los cabellos castaños al igual que su hermano mayor pero su piel estaba más curtida debido a que hacía más vida al aire libre. Sentía un gran placer cabalgando seguido de una jauría de lebreles y en la temporada del faisán daba pruebas de considerable osadía. Solía sonreír cuando encontraba algo divertido pero no ante un rasgo de ingenio.
– ¡Qué amable ha sido viniendo a visitar a tía Callandra, señorita Latterly! Espero que se quede con nosotros una larga temporada.
– Gracias, señor Grey -respondió ella, halagada-, es usted muy amable. El lugar es una maravilla, y estoy segura de que lo pasaré muy bien.
– ¿Hace mucho tiempo que conoce usted a tía Callandra?
Menard hablaba por cortesía y Hester habría podido predecir con precisión absoluta qué derroteros seguiría su conversación.
– Unos cinco o seis años. De cuando en cuando se sirve darme excelentes consejo.
Lady Fabia frunció el entrecejo como si el hecho de emparejar a Callandra con los buenos consejos fuera para ella puro disparate;
– ¿De veras? -murmuró en tono de incredulidad-. ¿Sobre qué, por ejemplo?