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– ¡Es algo fascinante! Jamás había estado en una casa tan grande como ésta, me refiero a que no había visto ninguna por dentro. Mi padre era sacerdote, ¿sabe usted?, y a veces cuando yo era niño lo acompañaba. Pero jamás había visto nada parecido a esto. ¡Dios mío!, esos criados tienen que aguantar cosas que a mí me paralizarían de vergüenza. La familia los trata como si fueran sordos y ciegos.
– No los consideran personas -replicó Monk-. Por lo menos no como se consideran personas a sí mismos. Son dos mundos diferentes que no tienen más contacto que el físico. En consecuencia, las opiniones de los criados no cuentan. ¿Se ha enterado de algo? -Sonrió levemente al comprobar la inocencia de Evan.
Este hizo una mueca.
– Creo que sí, aunque por supuesto los criados no tienen intención de decir nada contra sus señores ni a la policía ni a nadie, me refiero a cosas de carácter confidencial. En ello les va algo más que la mera subsistencia. Son muy reservados, o eso creen ellos.
– ¿Cómo ha hecho, pues, para enterarse de algo? -preguntó Monk lleno de curiosidad, observando los rasgos inocentes e imaginativos de Evan. Evan se sonrojó ligeramente.
– Me he puesto en manos de la cocinera. -Bajó los ojos y miró el suelo, aunque no aminoró la marcha en lo más mínimo-. He puesto verde a mi casera, echando pestes sobre su manera de cocinar… y como además me he tenido que estar bastante rato fuera antes de entrar y se me han quedado las manos heladas… -Levantó los ojos para mirar a Monk y prosiguió-. Una mujer muy maternal, la cocinera de lady Shelburne -sonrió con aire complacido-. Me parece que he tenido mucha más suerte que usted.
– Yo no he comido nada -dijo Monk, contrariado.
– ¡Cuánto lo siento! -dijo Evan, que no lo sentía en absoluto.
– ¿Y qué le ha reportado este espectacular inicio, aparte de un buen ágape? -preguntó Monk-. Supongo que se habrá enterado de un sinfín de cosas… mientras sufría y comía a más y mejor.
– ¡Oh, sí! ¿Sabía que Rosamond proviene de una familia acomodada, pero dentro de la línea de los nuevos ricos? Al principio tenía que casarse con Joscelin pero, aconsejada por su propia madre, acabó casándose con el hermano mayor, al que también tenía opción. Como era una chica buena y obediente, hizo lo que le ordenaron. Por lo menos esto leí entre líneas al oír la conversación entre la doncella y la lavandera, antes de que entrase la camarera e interrumpiera sus habladurías y volvieran a ponerse a trabajar en lo suyo.
Monk silbaba entre dientes.
– Durante los primeros años no tuvieron hijos-continuó Evan antes de que lo interrumpiera-, después vino uno, que será el heredero del título. De esto hace aproximadamente un año y medio. Los maliciosos dicen que el niño tiene los rasgos típicos de Shelburne, aunque se parece más a Joscelin que a Lovel, según oyó comentar en la taberna el segundo lacayo. Tiene los ojos azules, y ya se habrá fijado que lord Shelburne los tiene oscuros. Al igual que ella… sus ojos son…
Monk se paró en el camino y lo miró fijamente.
– ¿Está seguro?
– De lo único que estoy seguro es de que lo dicen y probablemente lord Shelburne se habrá enterado… finalmente. -De pronto pareció consternado-. ¡Oh, Dios mío! Eso fue lo que insinuó Runcorn, ¿no es verdad? Un asunto verdaderamente desagradable, en serio, verdaderamente desagradable. -Era cómica aquella expresión de desaliento reflejada en su rostro; aquel entusiasmo suyo de pocos momentos antes súbitamente se había esfumado-. ¿Qué diablos vamos a hacer? ¡Ya me imagino cómo reaccionará lady Fabia como le digamos esto!
– También me lo imagino yo -afirmó Monk, torvo-. No sé qué podemos hacer.
6
Hester Latterly estaba en el saloncito de la casa que tenía su hermano en Thanet Street, a poca distancia de Marylebone Road, contemplando a través de la ventana los carruajes que iban pasando. La vivienda era más pequeña y mucho menos acogedora que la casa solariega, enclavada en Regent Square, pero al morir su padre la habían tenido que vender. Siempre había imaginado que Charles e Imogen dejarían un día aquella casa y volverían a Regent Square, pero por lo visto el dinero necesario para el traslado había que emplearlo en otros asuntos y, aparte de éste, no les había correspondido otro capital en herencia a ninguno de los dos. Así pues, a la sazón vivía con Charles e Imogen y así se vería obligada a seguir mientras no estuviera en condiciones de hacer nada por su cuenta. Era precisamente la naturaleza de dichas condiciones lo que ocupaba sus pensamientos en aquel momento.
Sus opciones eran escasas. Se había dispuesto ya de las posesiones de sus padres, se habían escrito las cartas que había que escribir y se les habían facilitado excelentes referencias a los criados. Por fortuna, la mayoría había tenido oportunidad de encontrar nuevas colocaciones. A la única que le faltaba tomar una decisión era a Hester. Desde luego, Charles había insistido en que podía quedarse en la casa todo el tiempo que quisiera, es decir, indefinidamente si así se le antojaba. Pero semejante posibilidad la aterraba con sólo pensar en ella: convertirse en huésped permanente, sin oficio ni beneficio, una intrusa en lo que hubiera debido ser una casa reservada a marido y mujer y, con el tiempo, a sus hijos. No había nada que objetarle a una tía, pero tenerla en casa a la hora de desayunar, comer y cenar, todos los días de la semana, podía ser excesivo.
En la vida tenía que haber otras cosas aparte de aquélla.
Naturalmente, Charles había hablado de matrimonio pero, para decirlo con franqueza, tal como pintaban las cosas, Hester no representaba ni de lejos la idea que se hace la gente de un buen partido. Aunque de rasgos agradables, era muy alta y, debido a eso, sobrepasaba las cabezas de demasiados hombres, para satisfacción personal suya pero no para la de ellos. Con todo, ni tenía dote ni se hacía especiales ilusiones al respecto. Aunque su familia era de buena cuna, no tenía ninguna conexión con ninguna casa importante; en realidad era lo bastante distinguida como para tener aspiraciones y para no haber enseñado a sus hijas conocimiento que pudiera serles de utilidad, y a la vez no tan distinguida como para resultar apetecible solamente por la nobleza de su cuna.
Eran circunstancias que habrían quedado superadas de haber tenido una personalidad tan cautivadora como Imogen, pero éste no era el caso. Si Imogen era amable, condescendiente, discreta y grácil, Hester era áspera, desdeñosa con los hipócritas e intolerante con los indecisos o incompetentes y nada proclive a perdonar la estupidez. Era más aficionada a la lectura y al estudio que atractiva como mujer, y no estaba desprovista de esa arrogancia intelectual propia de los que poseen rapidez de ideas.
No era del todo culpa suya, lo cual, si bien atenuaba la censura, no mejoraba por otra parte sus posibilidades de conseguir o conservar un pretendiente. Se había contado entre las primeras mujeres que dejaran Inglaterra y que se habían embarcado, en espantosas condiciones, con destino a Crimea, ofreciéndose a ayudar a Florence Nightingale en el hospital militar de Shkodér.
Todavía recordaba con claridad meridiana la primera imagen que tuvo de la ciudad, que esperaba encontrar asolada por la guerra y que en cambio la dejó sin aliento ante el esplendor de sus blancos muros y las verdes cúpulas de cobre recortándose en el azul del cielo.
Naturalmente, después todo había cambiado. Hester había sido testigo de la ruina y la desolación, exacerbadas por una incompetencia que superaba toda viveza de la imaginación, pero su valentía la había alentado, su abnegación la había prevenido contra la esperanza de recompensa y su paciencia con los afligidos no había flaqueado un instante. La visión de tan terribles sufrimientos la había hecho al mismo tiempo más dura de lo que es de justicia con los que menos sufren. Mientras lo experimenta, el dolor que cada cual puede sentir lo experimenta como muy grave, y son muy pocos los que piensan que siempre puede haber infinidad de casos peores. Hester no se detuvo en ningún momento a considerar esta verdad, salvo cuando se la impusieron, y como el aborrecimiento de la mayoría frente a la descarnada consideración de los asuntos desagradables es tan absoluto, muy pocos lo consiguieron.