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– De acuerdo -dijo Evan poniéndose a su lado-. Hay una buena taberna aproximadamente a media milla de distancia donde sirven los dumplings más exquisitos de los alrededores. De todos modos… -se quedó callado de repente- es un sitio muy humilde… no sé si usted…

– A mí me parece bien -admitió Monk-, es justamente lo que nos hace falta. Después del tiempo que nos hemos pasado en ese piso, estoy helado de frío. No sé por qué, pero da una impresión de frío terrible.

Evan encogió los hombros y sonrió con cierta timidez.

– Quizá sólo sean aprensiones, pero la verdad es que también a mí me entra frío cuando estoy en el piso. Todavía no estoy acostumbrado a los asesinatos.

»De todas maneras, me imagino que usted ha superado este tipo de emociones, yo todavía no me encuentro en ese estadio…

– ¡No, mejor no se acostumbre! -le aconsejó Monk expresándose con más énfasis del que deseaba. Estaba poniendo al descubierto su propia naturaleza con aquella súbita exhibición de su sensibilidad, pero no le importaba, aunque al ver que había afectado a Evan con su vehemencia, quiso rectificar-: Me refiero a que conviene mantener la cabeza despejada sin llegar a impermeabilizarse. Hay que ser hombre antes que detective.

Ahora que lo había dicho, le sonaba a sentencia pero también a trivialidad, y se sintió cohibido.

Evan pareció no advertirlo.

– Me queda mucho camino por recorrer antes de alcanzar su pericia, señor. De momento debo confesar que aquella habitación de arriba me hace sentir a disgusto. Es el primer asesinato de estas características en el que me veo involucrado -sonaba un tanto cohibido y bisoño-. Por supuesto que llevo vistos unos cuantos cadáveres, pero generalmente se trataba de personas que habían sufrido accidentes o de indigentes que habían muerto en la calle. En invierno suele haberlos. Por esto me gusta tanto participar con usted en este caso. No podría tener mejor maestro.

Monk notó que se le habían subido los colores con aquel halago. Era satisfacción y vergüenza, no creía merecer aquel elogio. No se le ocurría qué responder y siguió adelante a través de la espesa lluvia que arreciaba, buscando las palabras adecuadas pero sin encontrarlas. Evan caminaba a su lado y al parecer no le hacía falta respuesta.

El lunes siguiente Monk y Evan se apearon del tren en Shelburne y se dirigieron a Shelburne Hall. Era uno de esos días de verano en que sopla viento fresco de levante, un viento que golpea con fuerza la cara y deja el cielo despejado, sin una sola nube. Los árboles eran como enormes nubes verdes posadas en el regazo de la tierra y se movían suave e incesantemente entre susurros. Por la noche había llovido y, en los espacios umbríos, la tierra removida por las pisadas despedía un dulce olor a humedad. Caminaban en silencio, cada uno disfrutando a su manera. Monk no pensaba en nada en particular, como no fuera en la sensación placentera que le proporcionaban la distancia del cielo y la amplitud de los campos. De pronto la memoria irrumpió con fuerza en su cabeza y volvió a ver Northumberland: las colinas anchas y yermas, el viento del norte estremeciendo la hierba. Él cielo lechoso recorrido por rebaños de nubes en alta mar y, por encima de las corrientes, el planeo de blancas gaviotas que llenaban el espacio con sus chillidos.

Se acordó de su madre, morena como Beth, de pie en la cocina, y el olor a levadura y a harina. Su madre estaba orgullosa de él porque sabía leer y escribir. Debía de ser muy pequeño entonces. Recordó una habitación inundada de sol y a la mujer del vicario que le enseñaba las letras. Beth, vestida con una bata, lo observaba llena de respeto. Ella no sabía leer. Casi pudo revivir la experiencia de enseñarle a Beth a leer, muchos años después, el perfil de cada letra. En la caligrafía actual de Beth todavía resonaban ecos de aquellos tiempos: era cuidada, consciente de la habilidad que se precisa para el trazo y de las largas horas que había necesitado para dominarlo. Ella lo había querido muchísimo, lo admiraba sin paliativos. De pronto la evocación se desvaneció y fue como si alguien acabara de echarle encima un jarro de agua fría porque se quedó sobresaltado y tembloroso. Era el recuerdo más intenso y potente que se le había presentado y su precisión lo dejó estupefacto. No advirtió los ojos de Evan clavados en él ni las miradas furtivas que le dirigió después, como esforzándose para no entrometerse en sus pensamientos.

Ya se avistaba Shelburne Hall más allá de aquella tierra muelle, a menos de una milla de distancia. Los árboles le hacían de marco.

– ¿Quiere que yo diga algo o que me limite a escuchar? -preguntó Evan-. Para mí sería mejor escuchar.

Monk percibió, sobresaltado, el nerviosismo de Evan. Quizá no había hablado nunca con una dama de la nobleza, mucho menos aún para hacerle preguntas sobre cuestiones personales o dolorosas. Tal vez ni siquiera había visto nunca una mansión como aquélla, salvo a distancia. Se preguntaba de dónde provendría la seguridad que él sentía y por qué no se había hecho esta pregunta hasta ese momento. Runcorn estaba en lo cierto: él era ambicioso, arrogante incluso… e insensible.



– Podría probar con los criados -le replicó-. Los criados observan muchas cosas. A veces cosas que sus amos consiguen esconder a sus iguales.

– Probaré con el ayuda de cámara -le sugirió Evan-. Supongo que todo el mundo es particularmente vulnerable cuando está en el cuarto de baño o cuando sólo lleva la ropa interior encima.

De pronto se le escapó la risa al pensar, no sin un cierto resabio de burla, la indefensión física de aquellas personas consideradas superiores a él en rango pero que necesitaban ayuda en situaciones tan triviales. Aquella idea barrió la sensación de inseguridad que se había apoderado de él momentos antes.

Lady Fabia Shelburne pareció algo sorprendida al volver a ver a Monk y lo obligó a esperar casi media hora, esta vez en la despensa del mayordomo junto al recado para pulir metales, un escritorio cerrado con llave donde se guardaba el libro de los vinos y las llaves de la bodega, y una confortable butaca junto a una pequeña chimenea. Al parecer, la salita del ama de llaves ya estaba ocupada. Le molestó la insolencia que suponía aquel proceder, si bien una parte de su persona se veía obligada a admirar el aplomo de aquella mujer. Ella no sabía a qué había venido. Podía venir incluso a notificarle que sabía quién había asesinado a su hijo y por qué.

Cuando fueron a buscar a Monk para acompañarlo al saloncito de palo de rosa, que tenía todo el aspecto de ser la habitación personal de la señora, ésta se mostró fría y cortés, como si Monk acabara de llegar y ella no sintiera otra cosa que un educado interés en lo que él pudiera decirle.

Obedeciendo a su invitación, Monk se sentó frente a ella, en la misma butaca tapizada de color rosa de la vez anterior.

– ¿Y bien, señor Monk? -le preguntó Su Señoría levantando ligeramente las cejas-. ¿Tiene alguna novedad que comunicarme?

– Sí, señora, si es usted tan amable de escucharme. Cada vez estamos más convencidos de que la persona que mató al comandante Grey lo hizo movida por alguna razón de tipo personal y que su hijo no fue una víctima accidental. Por consiguiente, necesitamos saber todo lo posible acerca del comandante Grey y sus relaciones sociales…

Los ojos de la señora se agrandaron.

– Si se figura., que sus relaciones sociales fueran tales que pudieran justificar el asesinato, señor Monk, es que usted adolece de una ignorancia social extraordinaria.

– A mi pesar, señora, debo decirle que la mayoría de las personas son capaces de matar cuando están sometidas a fuertes presiones o ven amenazado lo que más estiman…

– No opino lo mismo.

Su voz indicó que el tema la tocaba muy de cerca, y desvió ligeramente su mirada en otra dirección.

– Esperemos que no abunden, pues, señora -le dijo Monk dominando a duras penas la rabia que sentía-. Pero parece por las trazas que tiene que haber por lo menos una y estoy seguro de que usted querrá descubrirla, tal vez incluso más que yo.