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– ¡Entonces! -exclamó Runcorn, agresivo, haciendo hincapié en la palabra-. ¿Y ahora? ¿Qué anda usted buscando ahora?

Monk se dio cuenta de lo que le había dicho y de lo que quería decirle. Frunció el ceño y respondió con toda la precaución que pudo.

– Creo que lo que estoy buscando es una persona que lo conociera y lo odiara, una persona que tuviera intención de matarlo.

– ¡Por el amor de Dios se lo pido! ¡No se le ocurra decir esto a lady Shelburne! -dijo Runcorn con alarma.

– Dudo que tenga ocasión de hablar con ella -respondió Monk con evidente sarcasmo.

– ¡Ya lo creo que hablará con ella! -Había un cierto triunfo en la voz de Runcorn y su cara grandota se iluminó de satisfacción-. Hoy mismo irá usted a casa de los Shelburne para garantizar a Su Señoría que estamos haciendo todo lo humanamente posible para detener al asesino y que, después de un extraordinario esfuerzo y de una labor brillante, tenemos muchas posibilidades de descubrir, al fin, a ese monstruo. -Su boca se torció levemente-. Por lo general, usted es tan contundente, diría que incluso brusco, a pesar de esos aires extravagantes que se da, que no lo tomará por un embustero. -De pronto, modificó el tono de voz y la dulcificó un tanto-. En cualquier caso, ¿por qué se imagina usted que se trataba de una persona que conocía a la víctima? Los locos matan de una manera absurda, se ensañan y odian sin ningún motivo especial.

– Puede ser -respondió Monk devolviéndole la mirada y pagándole el trato desabrido con igual desabrimiento-, pero no averiguan los nombres de todos los vecinos, los visitan y después van y matan a otra persona. Si sólo se tratara de un loco homicida, ¿por qué no mató a Yeats? ¿Por qué tomó a Grey como objetivo?

Runcorn lo miraba con los ojos muy abiertos; estaba molesto, pero había captado la idea.

– Averigüe todo lo que pueda acerca de ese Yeats -le ordenó-, pero hágalo con discreción, se lo advierto. ¡No quiero asustarlo!

– ¿Y lady Shelburne, qué? -preguntó Monk con fingida inocencia.

– Vaya usted a verla y procure ser cortés con ella, Monk. ¡Haga un esfuerzo, por favor! Que se ocupe Evan de perseguir a Yeats y, cuando usted vuelva, que le diga lo que haya averiguado. Vaya en tren y quédese uno o dos días en Shelburne. Su Señoría no se sorprenderá en absoluto de verlo después de todo el alboroto que ha organizado. Exige que la informen de las gestiones que se están llevando a cabo y quiere una explicación personal. Puede alojarse en la posada. ¡Márchese enseguida! ¡No se quede aquí como un florero, por favor!

Monk tomó el tren de la línea Great Northern en la estación de King's Cross. Tras una carrerilla a través del andén, subió al tren de un salto cerrando el compartimento de un portazo justo cuando la locomotora eructaba una nube de vapor, emitía un estridente pitido y echaba a andar con abundante traqueteo. Era una sensación estimulante ver aquel impetuoso poder, aquel fragor inmenso y contenido y después la creciente velocidad del tren al salir de la cueva que eran los edificios de la estación para tomar la dirección del sol al atardecer, todavía bastante intenso.

Monk se acomodó en un asiento vacío situado delante de una mujer corpulenta vestida de fustán negro, con una esclavina de pieles sobre los hombros, a pesar de la época del año, y un sombrero negro muy ladeado. Llevaba un paquete de emparedados, que abrió de inmediato y empezó a comer. Un hombre bajito con unas gafas muy grandes miró los emparedados esperanzado pero no dijo palabra. Había otro hombre con unos pantalones a rayas enfrascado en la lectura del Times.

Los vagones se abrían paso entre rugidos y bufidos y dejaban atrás edificios de pisos, casas y fábricas, hospitales, iglesias, ayuntamientos y oficinas, edificaciones que se espaciaron gradualmente y entre las cuales se intercalaban cada vez con mayor frecuencia manchas de verdor, hasta que la ciudad acabó por desvanecerse y Monk contempló con auténtico placer la belleza del apacible paisaje que se desplegaba en toda su amplitud en la frondosidad del pleno verano. El exuberante ramaje oscurecía el verdor de los campos, en los que abundaban los cereales ya en sazón, mientras los lujuriantes setos estaban salpicados de rosas silvestres tardías. En las hondonadas de las suaves colinas se arrebujaban pequeños bosquecillos y era fácil distinguir los pueblos por las afiladas agujas de las iglesias o alguna ocasional torre normanda de estructura más cuadrada.

Llegó a Shelburne antes de lo que habría querido, porque todavía estaba paladeando la belleza del paisaje. Cogió la maleta de la rejilla y abrió de prisa la puerta, pidiendo perdón a la gorda vestida de fustán por tener que pasar por delante de ella, lo que provocó su silenciosa contrariedad. En el andén preguntó al solitario empleado de la estación dónde estaba situado Shelburne Hall y éste le dijo que a menos de una milla de distancia. El hombre hizo un gesto con el brazo para indicarle la dirección, después de lo cual sorbió aire por la nariz y añadió:

– Pero el pueblo está a dos millas hacia el otro lado y supongo que es allí donde va usted.



– No, gracias -replicó Monk-, tengo que resolver unos asuntos en Shelburne Hall. El hombre se encogió de hombros.

– Si usted lo dice, eso será. Entonces siga por el camino de la izquierda y vaya andando sin dejarlo.

Monk volvió a darle las gracias y se puso en camino.

Sólo tardó quince minutos en recorrer el trayecto entre la entrada de la estación y la verja del camino que daba acceso a la mansión. Se trataba realmente de una magnífica finca, una mansión del primer periodo georgiano distribuida en tres pisos y con una elegante fachada, cubierta en algunos sectores por enredaderas y plantas trepadoras; fue acercándose a ella a través de un sendero despejado que discurría bajo hayas y cedros desperdigados que formaban un extenso parque, el cual parecía extenderse hasta distantes campos y con seguridad, hasta la granja de la hacienda.

Monk se detuvo en la entrada entregado a la contemplación. La gracia de las proporciones de la casa, el modo como armonizaba con el paisaje en lugar de desentonar con él, no sólo eran muy gratas a la vista sino que también decían mucho acerca de la naturaleza délas personas que habían nacido y crecido en ella.

Por fin, echó a andar en dirección a la mansión propiamente dicha, que distaba aún unos quinientos metros y, tras rodear los edificios anexos y los establos, llegó a la entrada de servicio, donde fue recibido por un criado bastante impaciente.

– No compramos nada a los vendedores ambulantes -le espetó con frialdad tras echar una ojeada a su maletín.

– No vendo nada -le replicó Monk con más aspereza que la que se había propuesto-. Pertenezco a la Policía Metropolitana. Lady Shelburne desea recibir un informe sobre nuestros progresos en la investigación de la muerte del comandante Grey y vengo a presentárselo.

El criado enarcó las cejas.

– ¿Ah sí? Entonces debe de tratarse de la viuda de lord Shelburne. ¿Espera su visita?

– No, que yo sepa, pero quizás usted podría anunciarle que estoy aquí.

– Será mejor que pase. -Abrió la puerta un poco reticente y Monk entró. Después, sin más explicaciones, el hombre desapareció dejando a Monk en el vestíbulo. Aquel vestíbulo era una versión más pequeña, desnuda y funcional del vestíbulo frontal, aunque sin los cuadros, sólo con los muebles necesarios para uso de los criados. Se suponía que el criado había ido a consultar a sus superiores, tal vez incluso al autócrata que reinaba escaleras abajo (y a veces escaleras arriba), el mayordomo. Pasaron varios minutos antes de que el criado volviera y lo invitase a acompañarlo.

– Lady Shelburne lo recibirá dentro de media hora.

Dejó a Monk en un pequeño salón adyacente a la habitación del ama de llaves, lugar apropiado para personas como, policías, esto es, para quienes no eran exactamente ni criados ni comerciantes pero, con toda seguridad, tampoco personas de calidad.