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Cuando Monk llegó a la comisaría encontró a Evan que lo estaba esperando. Se sorprendió al ver que se alegraba tanto de verlo. ¿Habría sido siempre ahora vivía en el aislamiento del recuerdo, de todo lo que podía haber sido amor o afecto en su vida? ¿No tendría un amigo en alguna parte, alguien con quien hubiera compartido penas y alegrías o cuando menos vivido unas experiencias comunes? ¿No habría habido ninguna mujer, en épocas pasadas si no recientes, algún tesoro de ternura, de risas o de lágrimas? De no ser así, quería decir que era una persona desabrida. ¿No habría tal vez alguna tragedia en su vida? ¿O algún agravio?
Sobre él se cernía la nada amenazando con engullir la precariedad del presente. No le quedaba siquiera el consuelo de la costumbre.
El rostro atento de Evan, todo nariz y ojos, era en extremo afable.
– ¿Ha encontrado algo, señor? Se levantó enseguida de la silla en la que estaba sentado.
– No mucho -respondió Monk con una voz de pronto más alta y firme que lo que justificaban las palabras-. No es probable que pudiera entrar nadie sin ser advertido, a excepción del hombre que visitó a Yeats alrededor de las diez menos cuarto. Dice Grimwade que era un hombre corpulento y que iba muy arrebujado en su ropa, lo que me parece lógico dada la noche que hacía. Según él, lo vio salir hacia las diez y media. Lo había acompañado hasta arriba, pero no lo vio de cerca y no cree que pudiera reconocerlo.
El rostro de Evan denotaba una mezcla de excitación y de decepción.
– ¡Maldita sea! -estalló-. ¿Podría haber sido cualquiera, entonces? -Observó a Monk con rapidez-. Por lo menos sabemos exactamente cómo entró. Esto es importante. ¡Felicidades, señor!
Monk sintió que se le levantaba el ánimo. Sabía que la reacción no estaba justificada porque, en realidad, se trataba de un paso muy pequeño. Se sentó en la silla detrás del escritorio.
– Medía alrededor de metro ochenta-reiteró-. Moreno y quizá con la cara afeitada. Supongo que esto limita un poco las posibilidades.
– Las limita enormemente, señor -exclamó Evan, entusiasmado, volviendo a ocupar su asiento-. Por lo menos ahora sabemos que no se trataba de un ladrón ocasional. Si visitó a Yeats o dijo que iba a visitarlo es porque lo tenía planeado y se había tomado la molestia de estudiar el edificio. Sabía qué otras personas vivían en él. Y, por supuesto, está también Yeats. ¿Lo ha visto?
– No, no estaba, pero me gustaría enterarme de algunas otras cosas sobre él antes de ir a verle.
– Sí, sí, claro. Supongo que, si sabe algo, lo más probable es que lo niegue. -El rostro de Evan reflejaba ansiedad y hasta su cuerpo parecía tenso bajo la elegante chaqueta que llevaba, como si estuviese esperando que sucediese algún hecho repentino allí mismo, en la propia comisaría-. El cochero está fuera de toda sospecha, esto por descontado. Se trata de una persona perfectamente respetable y hace veinte años que trabaja en esta zona, está casado y tiene siete u ocho hijos. Jamás ha habido quejas contra él.
– Sí -confirmó Monk-, Grimwade dijo que no lo vio entrar en el edificio, cree incluso que no bajó del pescante.
– ¿Qué quiere que haga con este Yeats? -preguntó Evan, con una leve sonrisa que le curvó los labios-. Mañana es domingo, no es buen día para visitas.
Monk lo había olvidado.
– Tiene usted razón. Déjelo para el lunes. Hace casi siete semanas que sigue en su casa, no es una pista muy interesante.
La sonrisa de Evan se hizo más franca aún.
– Gracias, señor. Tenía otros planes para el domingo. -Se levantó-. Que pase un buen fin de semana. Buenas noches.
Monk lo vio salir con la impresión de que algo se le escapaba. Era una tontería. Como era lógico, Evan tendría amigos, familia incluso y también cosas interesantes que hacer, quizás una mujer. Jamás se había parado a pensarlo. En cierto modo aquello venía a añadirse a su sensación de aislamiento. ¿Cómo pasaba el tiempo normalmente? ¿Tenía amigos ajenos a su trabajo, algún entretenimiento o pasatiempo? Tenía que haber más cosas debajo del hombre pertinaz y ambicioso que había descubierto dentro de sí hasta el momento.
Seguía hurgando inútilmente en su imaginación cuando oyó unos golpes en la puerta, unos golpes apresurados pero no demasiado insistentes, como si la persona que llamaba desease que no le respondiese para así marcharse sin tener que entrar.
– ¡Adelante! -gritó, con voz estentórea, Monk.
Se abrió la puerta y entró un muchacho robusto. Llevaba uniforme de policía. La mirada era ansiosa pero el rostro agradable y de tinte rosado.
– ¿Qué hay? -preguntó Monk. El joven carraspeó.
– Señor Monk…
– ¿Qué hay? -repitió Monk.
¿Conocía a aquel hombre? A juzgar por su expresión circunspecta, en el pasado debía de existir algún hecho importante para ambos, por lo menos para aquel joven. Estaba de pie en el centro de la habitación, parado pero descargando alternativamente el peso del cuerpo de un pie a otro. La mirada de Monk y su silencio hacían que se sintiera peor.
– ¿Puedo ayudarle en algo? -Monk trató de imprimir un tono afable a su voz-. ¿Tiene algo que decirme?
Habría dado cualquier cosa por recordar su nombre.
– No, señor… quiero decir sí, señor. Tengo que hacerle una consulta. -Hizo una inspiración profunda-. Esta tarde se ha recibido la información de que en casa de un prestamista ha aparecido un reloj… y he pensado que a lo mejor podía tener algo que ver con el caballero que asesinaron… ya que no se le localizó el reloj, sólo una cadena, ¿verdad, señor?
Sostenía en la mano un trozo de papel con una nota escrita con la actitud de quien espera que estalle de un momento a otro.
Monk cogió el papel y le echó una ojeada. Se trataba de la descripción de un reloj de oro de caballero con las iniciales}. G. grabadas con muchos ornamentos en la tapa del mismo. En el interior del reloj no había ninguna inscripción.
Levantó los ojos para mirar al agente.
– Gracias -dijo con una sonrisa-. Podrían ser muy bien… sus iniciales. ¿Qué otra cosa sabe sobre el particular?
El agente se quedó como la grana.
– Poco más, señor Monk. El hombre jura y perjura que la persona que lo empeñó era uno de sus clientes habituales, pero no porque lo diga vamos a creerlo, ¿no le parece, señor? Lo que pasa es que no quiere verse mezclado en ningún asesinato.
Monk volvió a echar una mirada al papel. En el mismo figuraba el nombre y la dirección del prestamista, lo que podía comprobar cuando se le antojase.
– No, miente sin duda -admitió-. Pero de todos modos podríamos enterarnos de algo si demostramos que se trata efectivamente del reloj de Grey. Gracias… ha sido usted muy perspicaz. ¿Puedo quedarme con el papel?,
– Sí, señor, no nos hace ninguna falta, tenemos muchos otros contra él.
El color rosa encendido de su cara dejaba ver su evidente satisfacción y su considerable sorpresa. Pero seguía clavado en el sitio.
– ¿Hay algo más? -preguntó Monk levantando las cejas.
– ¡No, señor! No hay nada más. Gracias, señor -dijo el agente girando sobre sus talones y saliendo con aire marcial, aunque tropezó en el umbral de la puerta al salir y titubeó antes de enfilar el pasillo.
Casi de inmediato volvió a abrirse la puerta y entró un sargento nervudo con bigote negro.
– ¿Se encuentra usted bien, señor? -preguntó a Monk al verlo con el ceño fruncido.
– Sí. ¿Qué le pasa a… él?
Hizo un gesto con la mano indicando la figura del agente que acababa de salir, deseoso de saber cómo se llamaba.
– ¿Harrison?
– Sí.
– Nada… le pasa que tiene miedo de usted. Eso es lo que le pasa. De todos modos, no tiene nada de extraño teniendo en cuenta el rapapolvo que usted le pegó delante de toda la comisaría cuando se le escapó aquel estafador… lo que, de hecho, no fue culpa suya porque es un contorsionista acabado. Era más difícil de agarrar que un cerdo untado de grasa. Y como le hubiéramos roto el cuello, el rapapolvo habría sido para nosotros.