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– ¿Tory? -exclamó Beatrice, sorprendida-. ¡Pero si él tiene opiniones radicales!

– ¡Bah, bobadas! -dijo descartando la posibilidad con una carcajada-. Lo que le pasa es que lee libros raros, de eso estoy al corriente, pero no se los toma en serio.

– Pues yo creo que sí.

– ¡Bobadas, te digo! Hay que conocer esas ideas para combatirlas y aquí se acaba la historia.

– Basil, yo…

– Esto no son más que necedades, cariño. Ya verás lo bien que le va y te darás cuenta de cómo cambia. Dentro de media hora me esperan en Whitehall. Nos veremos a la hora de cenar. -Y después de darle un beso fugaz en la mejilla salió sin más explicaciones, volviendo a pasar junto a Hester como si ésta fuera invisible.

Así que Hester entró en la chocolatería de Regent Street descubrió a Monk, sentado ante una mesilla y con el cuerpo inclinado hacia delante, los ojos fijos en el poso que había quedado en una taza de vidrio, el rostro tranquilo pero triste. Hester reconoció aquella expresión: se la había visto cuando pensaba que el caso Grey no tenía solución.

Un crujido de faldas acompañó la entrada de Hester, pese a que la tela no era más que paño azul, no satén; se sentó en la silla frente a él, predispuesta al enfado antes de oír sus razones. El derrotismo de Monk le tocaba las fibras más sensibles, sobre todo porque no tenía idea de cómo combatirlo.

Monk levantó los ojos, leyó la acusación en los de Hester e instantáneamente se endureció su rostro.

– Veo que esta tarde ha conseguido huir de la habitación de la enferma -dijo con un cierto resabio de sarcasmo-. Supongo que, ahora que la supuesta enfermedad ha tocado a su fin, la señora no tardará en reponerse.

– ¿La enfermedad ha tocado a su fin? -dijo ella con extrema sorpresa-. El sargento Evan me había dejado entrever que estaba muy lejos de tocar a su fin; en realidad, más bien parece que ha sufrido una seria recaída que podría incluso ser fatal.

– Quizá para el lacayo, pero difícilmente para la señora y su familia -dijo él tratando de ocultar su amargura.

– Y para usted. -Hester lo miró sin dejarle entrever la compasión que le inspiraba. Monk corría el peligro de caer en la autocompasión y Hester era de la opinión de que la mayoría de las personas salen mejor paradas cuando se ven acosadas que cuando les sacan las castañas del fuego. Había que reservar la compasión auténtica para los que sufren y no cuentan con recursos para solucionar sus problemas, como había visto Hester en tantísimos casos-. Parece que ha renunciado a su profesión de policía…

– Yo no he renunciado -le respondió con acritud-. ¡Lo dice como si me hubiera marchado voluntariamente! Lo único que he hecho ha sido negarme a detener a un hombre que no considero culpable. Ésta es la razón de que Runcorn me haya echado a la calle.

– Una actitud muy noble -admitió Hester, tirante-, pero el resultado era previsible. ¿Había imaginado un minuto siquiera que Runcorn reaccionaría de otra manera?

– Entonces somos un excelente ejemplo de afinidad -Monk le devolvió con rabia la pelota-. ¿Creía que el doctor Pomeroy dejaría que se quedase en el dispensario después de que usted decidiera medicar a un enfermo por su cuenta? -Al parecer Monk no se había dado cuenta de que había levantado la voz ni de que en la mesa vecina una pareja los estaba observando-. Por desgracia, dudo que pueda encontrarme un empleo privado como detective independiente con la misma facilidad con que usted lo ha conseguido como enfermera privada -terminó Monk.

– Lo conseguí gracias a la sugerencia que usted hizo a Callandra -Hester no lo dijo sorprendida, pero era la única respuesta que tenía sentido.



– Naturalmente. -La sonrisa de Monk estaba totalmente desprovista de humor-. Quizás ahora podría pedirle si tiene amigos ricos que necesiten a una persona que les descubra algún secreto o les localice a unos herederos cuya pista han perdido.

– ¡Perfecto! ¡Me parece una excelente idea!

– ¡Pues ni se le ocurra! -exclamó Monk ofendido y orgulloso-. ¡Se lo prohíbo!

Tenía al camarero de pie junto a él, esperando a servirles la consumición, pero Monk no le hizo ningún caso.

– Haré lo que me parezca -dijo Hester instantáneamente-. Usted no es quién para dictarme lo que tengo que decir a Callandra. Querría tomar una taza de chocolate, si tiene usted la bondad.

El camarero abrió la boca y después, al ver que nadie le hacía caso, volvió a cerrarla.

– Es usted arrogante y obstinada -dijo Monk con rabia-, la mujer más altanera que he encontrado en mi vida. ¡Quítese de la cabeza que va a organizarme la vida como si fuera mi institutriz! No soy una persona indefensa ni estoy guardando cama y a la merced de usted.

– ¿Que no es una persona indefensa? -Hester enarcó las cejas y lo miró con toda la frustración y la furiosa impotencia que sentía hervir dentro de ella, la rabia ante la ceguera, el abuso, la cobardía y la mezquina malicia que se habían confabulado para detener a Percival y despedir a Monk, mientras todos los demás se sentían impotentes para encontrar un camino capaz de modificar la situación-. Lo que usted ha conseguido ha sido encontrar pruebas para que detuvieran a ese desgraciado lacayo y se lo llevaran de la casa con las esposas puestas, pero no las suficientes para seguir adelante. Ni tiene trabajo ni perspectivas de encontrarlo y se ha ganado las antipatías de muchas personas. Y ahora está sentado en una chocolatería, ocupado en observar el poso de una taza vacía. ¿Y aún quiere permitirse el lujo de rechazar la ayuda cuando se la ofrecen?

Todas las personas de las mesas vecinas los observaban llenas de curiosidad.

– Lo que yo rechazo es su condescendencia y su deseo de meterse donde no la llaman -dijo-. Usted tendría que casarse con un pobre diablo, así desahogaría con él sus dotes de mando y nos dejaría a los demás en paz.

Hester sabía muy bien qué era lo que atormentaba a Monk, sabía que temía el futuro porque ni siquiera tenía una experiencia del pasado a la que agarrarse, que delante de él se erguía el espectro del hambre, la calle por toda casa, la sensación de fracaso. Por esto lo atacaba donde más le dolía, tal vez para acabar beneficiándolo.

– La autocompasión no le sienta bien ni sirve tampoco de nada -dijo Hester con voz tranquila, consciente ahora de toda la gente que tenían a su alrededor-. Y le ruego que baje la voz. Si espera de mí que lo compadezca, le comunico que pierde el tiempo. Debe encargarse usted mismo de labrar su situación, que no es mucho peor que la mía. Yo también tengo que hacerlo, de sobra lo sé. -Se calló porque vio en el rostro de Monk una furia tan absoluta que llegó a pensar que realmente había llegado demasiado lejos.

– Usted… -empezó a decir Monk, aunque lentamente fue remitiendo aquella indignación que sentía, sustituida por un acceso de humor, áspero pero refrescante, como una brisa limpia que soplara del mar-. Usted tiene la rara habilidad de saber decir las cosas más horribles en todo momento -terminó-. Imagino que muchos pacientes se han levantado de la cama y se han marchado más aprisa que corriendo simplemente para librarse de los solícitos cuidados que usted les dispensaba y huir a un sitio donde pudieran sufrir en paz.

– Es un comentario muy cruel -dijo Hester con resentimiento-. Jamás he sido dura con nadie a quien considerase realmente desgraciado.

– ¡Oh! -exclamó Monk enarcando las cejas con aire dramático-. ¿Considera que la situación en que me encuentro no es apurada?

– ¡Por supuesto que es apurada! -dijo ella-, pero la angustia que le provoca no sirve de nada. Pese al caso de Queen A