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– No, eso creo -admitió Monk-. A menos que usted estuviera absolutamente seguro de que no íbamos a hacer ningún registro. Usted intentó orientar nuestras pesquisas hacia Rose y hacia el señor Kellard e incluso hacia la señora Kellard. A lo mejor usted se figuró que había conseguido que sospecháramos de ellos y entretanto escondió estas cosas para comprometer a alguien más.

Percival se pasó la lengua por los labios resecos.

– Entonces, ¿por qué no lo he hecho? Yo entro y salgo de las habitaciones con relativa facilidad, entro a recoger ropa y llevarla a la lavandería, a mí nadie me dice nada. No habría guardado esto en mi habitación, lo habría escondido en otro sitio… en el cuarto del señor Kellard por ejemplo, para que ustedes lo encontraran.

– Usted no sabía que hoy haríamos el registro -le señaló Monk, llevando la argumentación hasta el extremo, pese a que ni él creía en sus palabras-. Quizás usted lo tenía planeado, pero nosotros nos adelantamos.

– Ustedes llevan semanas en la casa -protestó Percival-. Yo ya lo habría hecho, y les habría dicho alguna cosa para incitarlos a buscar. Me habría costado muy poco decir que había visto algo o inducir a la señora Boden a que revisara los cuchillos de la cocina para que se diera cuenta de que le había desaparecido uno. ¡Vamos, hombre! ¿No habría podido hacerlo?

– Sí -admitió Monk-, es posible.

Percival tragó saliva y se atragantó.

– ¿Qué me dice, entonces? -preguntó así que recuperó la voz.

– Que de momento se puede marchar.

Percival lo miró largo rato con los ojos muy abiertos, después dio media vuelta y salió, casi chocando con Evan y dejando abierta la puerta. Monk miró a Evan.

– No creo que haya sido él -dijo Evan en voz muy baja-. La cosa no cuadra.

– No, yo tampoco lo creo -Monk coincidió con él.

– ¿No podría escaparse? -preguntó Evan, lleno de ansiedad.

Monk negó con un gesto.

– Lo sabríamos dentro de una hora, y enseguida enviarían a la mitad de la policía de Londres tras él. Y él lo sabe.

– ¿Quién lo hizo entonces? -preguntó Evan-. ¿Kellard?

– ¿O quizá Rose se figuró que Percival se relacionaba con la señora y lo hizo ella por celos? -dijo Monk pensando en voz alta.

– O bien otra persona que aún no se nos ha ocurrido -añadió Evan con una media sonrisa absolutamente desprovista de humor-. ¿Qué debe de opinar la señorita Latterly?

Monk no tuvo ocasión de contestar porque Harold introdujo la cabeza por la puerta. Estaba muy pálido, tenía muy abiertos los ojos y parecía angustiado.

– El señor Phillips pregunta si están ustedes bien.

– Sí, gracias. Haga el favor de decir al señor Phillips que de momento no hemos llegado a ninguna conclusión. ¿Tiene la bondad de decir a la señorita Latterly que venga?

– ¿Se refiere a la enfermera, señor? ¿No se encuentra usted bien? ¿O es que va usted a…? -dejó la frase colgada, su imaginación corría más de lo debido.

Monk sonrió con amargura.

– No, no voy a decir nada que provoque desmayos. La necesito porque quiero que me dé su opinión sobre un asunto. ¿Quiere decirle que venga, por favor?

– Sí, señor. Yo… sí, señor. -Y se retiró apresuradamente, contento de liberarse de una situación que lo superaba.

– Sir Basil no estará contento -dijo Evan secamente.

– No, supongo que no -admitió Monk-, ni él ni nadie. Todos están deseosos de que detengamos al pobre Percival, de sacarse el asunto de delante y de que nosotros nos vayamos de esta casa.

– Y otro que todavía se pondrá más furioso será Runcorn -dijo Evan poniendo cara larga.

– Sí -dijo Monk lentamente, no sin cierta satisfacción-. Sí, ¿verdad?

Evan se sentó en el brazo de una de las mejores butacas de la señora Willis y dejó balancear las piernas.

– Lo que yo me digo es si el hecho de que no detenga a Percival hará que la persona que sea intente algo más espectacular.



Monk refunfuñó y sonrió ligeramente.

– No deja de ser una idea reconfortante.

Se oyó un golpe en la puerta y, al acudir Evan a abrirla, entró Hester. Parecía desconcertada y llena de curiosidad.

Evan cerró la puerta y se apoyó contra ella.

Monk la puso brevemente al corriente de lo ocurrido, añadiendo a ello lo que él pensaba y lo que pensaba Evan a modo de explicación.

– Una persona de la familia -dijo ella en voz baja.

– ¿Por qué lo dice?

Hester levantó levemente los hombros, no los encogió propiamente, pero frunció el ceño mientras se sumía en sus pensamientos.

– Lady Moidore tiene miedo de algo, no de lo que ya ha ocurrido, sino de algo que teme que ocurra. La detención de un lacayo no la perturbaría, sería como sacarse un peso de encima -sus ojos grises miraban de una manera muy directa-. Entonces ustedes se irían, la gente y los periódicos se olvidarían del asunto y todo el mundo comenzaría a recuperarse. Desaparecerían las mutuas sospechas y todos dejarían de querer demostrar que no eran culpables.

– ¿Y Myles Kellard? -preguntó Monk.

Hester frunció el ceño y buscó lentamente las palabras más adecuadas.

– Si él es el culpable debe de pasar verdadero pánico. No me parece que tenga tanto aplomo como para cubrirse de una manera tan fría. Me refiero al hecho de coger el cuchillo y el salto de cama y esconderlos en la habitación de Percival. -Vaciló-. Me parece que, si la ha matado él, la que escondió las pruebas debe de ser otra persona. Tal vez Araminta. A lo mejor por esto Kellard le tiene tanto miedo.

– ¿Y Lady Moidore lo sabe? ¿O lo sospecha?

– Tal vez.

– O a lo mejor Araminta mató a su hermana al encontrar a su marido en su habitación -apuntó de pronto Evan-. Cae dentro de lo posible. A lo mejor se fue a la habitación de su hermana durante la noche, encontró a su marido, la mató a ella y dejó que el marido cargara con las culpas.

Monk lo miró con considerable respeto. Era una solución que no se le había ocurrido y ahora la veía plasmada en palabras.

– Es muy posible -dijo en voz alta-, me parece mucho más probable que si Percival hubiera ido a la habitación de Octavia y, al verse rechazado, la hubiese apuñalado. Para empezar, difícilmente iría armado con un cuchillo de cocina si quisiera seducir a una mujer y, a menos que ella esperase que él penetraría en su habitación, tampoco lo habría tenido ella. -Se repantigó cómodamente en una de las butacas de la señora Willis-. Y si ella hubiera pensado en la posibilidad de que él fuera a su cuarto -prosiguió-, seguramente habría tenido mejores maneras de defenderse, simplemente informando a su padre de que el lacayo se había propasado, lo que habría sido suficiente para que él lo despidiese. Basil ya había demostrado que estaba más que dispuesto a despedir a un criado en el caso de la camarera involucrada inocentemente en un asunto relacionado con la familia. Con mucho mayor motivo lo habría hecho tratándose de una persona que no era inocente.

Monk vio que lo habían entendido inmediatamente.

– ¿Se lo dirá a sir Basil? -preguntó Evan.

– No tengo elección. Está esperando que detenga a Percival.

– ¿Y a Runcorn? -insistió Evan.

– También tendré que decírselo. Sir Basil se pondrá…

Evan sonrió, no era necesario decir nada más.

Monk se volvió a Hester.

– Tenga cuidado -le recomendó-, sea quien fuere, lo seguro es que quiere que detengamos a Percival. Si no lo hacemos, se sentirá contrariado y puede hacer alguna barbaridad.

– Tendré cuidado -dijo Hester con voz tranquila.

Tanta compostura irritaba a Monk.

– Parece que no valora el riesgo -dijo con voz áspera-, sería un peligro físico para usted.

– Sé lo que es el peligro físico -lo miró, imperturbable, y con un brillo irónico en los ojos-. He visto muchas más muertes que usted y he estado más cerca de la mía que en todo lo que llevo de vida en Londres.

Como la réplica de Monk era inútil, se abstuvo de darla. Esta vez ella tenía razón: Monk lo había olvidado. Se excusó secamente y se dirigió a la parte frontal de la casa para informar a un airado sir Basil.