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– Hola, Tom -le dijo Evan en tono amable.

– Hola -dijo en tono infantil el púgil, sabiendo que aquel rostro le resultaba familiar, pero incapaz de asociarlo a un nombre.

– ¿Has visto a Willie Durkins? -preguntó Evan con naturalidad y fijándose en que el hombre tenía la jarra casi vacía-. Voy a por una pinta de sidra. ¿Te traigo una?

Tom no titubeó un instante y se limitó a asentir alegremente mientras apuraba el fondo de la jarra para dejarla totalmente disponible.

Evan la cogió, se abrió paso hasta la barra y pidió dos sidras, mientras departía un momento con el camarero, que descolgó su jarra de entre las muchas colgadas de los ganchos que tenía sobre su cabeza. Los clientes habituales tenían jarra propia. Evan volvió junto a Tom, que lo aguardaba con aire esperanzado, y le tendió la jarra de sidra. Así que Tom hubo bebido casi la mitad de la jarra con desmesurada sed, Evan formuló de nuevo la pregunta con discreto interés.

– ¿Has visto a Willie? -repitió.

– No, esta noche no, señor. -Tom había añadido aquel «señor» como para darle las gracias por la pinta, aunque seguía sin recordar su nombre-. ¿Para qué lo quiere? A lo mejor yo le puedo echar una mano.

– Quisiera pasarle un aviso -mintió Evan sin mirar a Tom a la cara y fijando los ojos en la jarra.

– ¿Sobre qué cosa?

– Un asunto feo en la zona oeste -le respondió Evan-. Tienen que cargarle el muerto a alguien, y como conozco a Willie… -Levantó súbitamente los ojos y sonrió a Tom, en un gesto simpático, lleno de inocencia y buen humor-. No me gustaría que le echaran el guante… lo echaría de menos.

Tom farfulló unas palabras de reconocimiento. No estaba seguro del todo, pero tenía la impresión de que aquel lechuguino tan simpático o era uno de la pasma o era un soplón de los que dan información a la pasma. Él habría sido el primero en ofrecerla, si tuviese alguna… siempre que el asunto lo mereciera, naturalmente. Nada de raterías corrientes, eso por descontado; eran una forma de ganarse la vida como otra cualquiera. No, deberían ser informaciones sobre los que se meten donde no los llaman, o sobre asuntos feos que despertaban demasiado interés por parte de la policía: asesinatos, incendios premeditados o falsificaciones importantes, asuntos del género que saca de sus casillas a los caballeros influyentes de la City. Así no hacían más que poner en un aprieto a los que se dedicaban a modestas chapuzas como robos con escalo, hurtos callejeros o alguna que otra falsificación de billetes y documentos legales. Con tanta policía merodeando era más que peliagudo comerciar con mercancía robada o vender licores ilegales. El contrabando a pequeña escala que se realizaba en el río se resentía, lo mismo que el juego y el trabajo de los tahúres y estafadores relacionados con el deporte, el boxeo sin guantes y, naturalmente, la prostitución. Si Evan hubiera hecho alguna pregunta a Tom relacionada con alguna de esas actividades, éste se habría ofendido y así se lo habría hecho saber. El hampa dirigía ese tipo de negocios desde siempre y nadie podía pretender cambiar esa situación.

Pero había cosas que no se podían hacer. Lo contrario habría sido una insensatez y una falta de consideración con los que se ganaban la vida lo más discretamente posible.

– ¿De qué asunto feo se trata, señor?

– Asesinato -replicó Evan muy serio-. La hija de un hombre muy importante asesinada por un ladrón en su propio dormitorio. Una estupidez…

– No lo sabía. -Tom parecía indignado-. ¿Y eso cuándo ha sido? ¡Nadie ha dicho nada!

– Anoche -respondió Evan bebiendo un poco más de sidra.

Desde algún lugar situado a su izquierda le llegó una sonora carcajada y alguien se puso a decir pestes contra cierto caballo que había ganado una carrera.

– No lo sabía -repitió Tom en tono lastimero-. ¡No entiendo cómo puede haber gente a la que le da por esas cosas! Yo a ésos los llamo imbéciles. ¡Mira que matar a una señora! Que le hubiera soltado un guantazo si la tía se despertaba y empezaba a gritar tendría un pase, pero hay que ser un baboso rematado para armar ruido y despertar a la clientela.

– ¡Y encima apuñalarla! -dijo Evan asintiendo-. ¿Por qué no le arreó un sopapo, como tú bien has dicho? No había ninguna necesidad de matarla. Ahora la mitad de la policía se pondrá a patrullar por el West End. -Era una exageración en toda regla, pero Evan sabía por qué lo decía-. ¿Más sidra?



Tom volvió a indicar sus deseos limitándose a ofrecerle la jarra vacía sin decir palabra. Evan se levantó para servirlo.

– Willie es incapaz de hacer una cosa así -dijo Tom cuando volvió Evan-. ¡No se chupa el dedo!

– Si pensara que ha sido él no me andaría pasándole avisos -respondió Evan-, ¡dejaría que lo colgasen!

– ¡Claro! -asintió Tom con voz lúgubre-. Y encima, antes de colgarlo los polis ya se lo habrían pateado todo para chinchar y para estropearnos el negocio.

– ¡Exactamente! -dijo Evan escondiendo la cara en la jarra-. Así que dime, ¿dónde está Willie?

Esta vez Tom no se anduvo con evasivas.

– Mincing Lane -dijo en tono malhumorado-. Si está dispuesto a esperarse una hora o así, esta noche acabará dejándose caer por el carretón del que vende empanadas de anguila y yo casi diría que, si lo informa del asunto, le quedará muy agradecido. -Sabía que aquel Evan, quienquiera que fuera, quería algo a cambio. La vida era así.

– Gracias -dijo Evan dejando media jarra, que a buen seguro Tom estaría encantado de terminar-, me parece que probaré. Buenas noches.

– Buenas noches -Tom se apoderó de la jarra antes de que algún camarero excesivamente celoso de sus deberes la retirase de la mesa.

Evan se lanzó a la calle dispuesto a afrontar aquella tarde que iba haciéndose más fría y echó a andar con brío, el cuello subido y sin mirar a derecha ni izquierda, hasta Mincing Lane, dejando atrás a los grupitos de ociosos que haraganeaban en los portales. No tardó en localizar al vendedor de empanadas de anguilas con su carreta, un tipo delgaducho con chistera en la cabeza y delantal en la cintura, envuelto en el delicioso aroma que despedían los dos pucheros que tenía delante.

Evan le compró una empanada y la consumió con delectación, la pasta estaba crujiente y la carne de anguila le pareció deliciosa.

– ¿Ha visto a Willie Durkins? -le preguntó a bocajarro.

– No, esta noche no. -El hombre parecía desconfiar: uno no facilita información así por las buenas y menos sin saber con quién está hablando.

Evan no tenía la menor idea de si debía creer o no en sus palabras pero, como no tenía nada mejor que hacer, se instaló nuevamente en la sombra, helado y aburrido, y decidió esperar. Llegó un cantante callejero que entonaba una balada en la que se contaban las andanzas de un cura que había seducido a una maestra de escuela y la había abandonado después, así como al hijo fruto del encuentro. Evan recordó haber leído el suceso en la prensa de unos meses atrás, aunque había que reconocer que la versión cantada era mucho más pintoresca. En menos de quince minutos, el cantante callejero y el carromato del vendedor de empanadas de anguila se habían atraído a una docena o más de clientes, todos los cuales se surtieron de empanadas y se quedaron a escuchar la balada. Gracias a su colaboración, el cantor callejero cenó gratis… y disfrutó de un público agradable.

De la zona oscura del sur salió de pronto un hombre enjuto, pero de expresión risueña, que se compró una empanada y la consumió con la misma delectación que Evan, después de lo cual compró una segunda con la que tuvo el gusto de obsequiar a un zarrapastroso chiquillo que merodeaba por los alrededores.

– ¿Has tenido una buena noche, Tosher? -le preguntó el vendedor de empanadas con aire de saber de qué hablaba.

– La mejor del mes -replicó Tosher-. ¡Me he encontrado un reloj de oro! ¡No salen muchos!

El empanadero soltó una carcajada.