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Beatrice Moidore estaba sentada en la butaca más grande, vestida de luto riguroso, como si quisiera recordarles con su atuendo la desgracia que la abatía. Pese a su hermosa cabellera, o quizá por ella, parecía muy pálida, pero le brillaban los ojos y parecía estar muy atenta.

– Buenos días, señor Monk. Siéntese, por favor. Parece que quiere hacerme algunas preguntas, ¿no es así?

– Buenos días, lady Moidore. Sí, quisiera preguntarle algunas cosas, si usted me permite. Sir Basil me ha pedido que la señorita Latterly estuviera presente en la conversación por si usted se encontraba mal y necesitaba de su ayuda. -Obedeciendo a su invitación se sentó en una de las butacas colocadas frente a ella. Hester se quedó de pie como correspondía a su condición.

Por los labios de Beatrice pasó una media sonrisa, provocada por algo que él no pudo entender.

– Muy precavido -dijo con expresión indescifrable-. ¿Qué me quiere preguntar? No sé nada más que no supiera ya la última vez que hablamos.

– Yo sí, señora.

– ¿En serio? -esta vez apareció en su rostro la sombra del miedo, lo miró con desconfianza y sus blancas manos, que descansaban en su regazo, se tensaron.

¿Miedo por quién? No por ella. ¿Quién la inquietaba hasta tal punto que, aun sin saber qué había averiguado Monk, temía por esa persona?

– ¿Qué quería preguntarme, señor Monk? -Tenía la voz quebrada, pero la mirada límpida.

– Quiero excusarme por suscitar una cuestión que puede resultarle dolorosa, pero sir Basil me ha confirmado que hace unos dos años una de las sirvientas de esta casa, una muchacha llamada Martha Rivett, denunció que el señor Kellard la había violado. -Observó su expresión y vio que se le tensaban los músculos del cuello y se le marcaba el ceño entre sus cejas delicadas. Sus labios se torcieron en una mueca de desagrado.

– No veo qué puede tener que ver con la muerte de mi hija. Eso ocurrió hace dos años y ella no tenía ninguna relación con el asunto. Ni siquiera llegó a enterarse.

– ¿Pero es verdad, señora? ¿Violó el señor Kellard a la camarera del salón?

– No lo sé. Como mi marido la despidió, debo suponer que ella era como mínimo en parte culpable de lo ocurrido. Sí, es posible. -Hizo una profunda aspiración y tragó saliva. Monk vio el movimiento forzado del cuello-. Es muy posible que la chica tuviera otra relación y quedara embarazada y que, al objeto de protegerse, echase la culpa a una persona de la familia, pensando que nosotros nos sentiríamos responsables y nos haríamos cargo de ella. Son cosas que, desgraciadamente, ocurren.

– Sí, supongo que sí -admitió él, consiguiendo con gran esfuerzo mantener un tono de voz neutro. Sabía perfectamente que Hester estaba detrás de la silla e imaginaba cómo se sentiría-. Pero si esto era lo que esperaba, debió llevarse un buen chasco, ¿verdad?

Beatrice palideció y movió apenas la cabeza hacia atrás, como si acabara de recibir un golpe pero optara por ignorarlo.

– Es terrible, señor Monk, acusar falsamente a una persona de un hecho como ése.

– ¿Ah, sí? -preguntó Monk, sardónico-, pues no veo que haya afectado en nada al señor Kellard.

– Será porque no prestamos ningún crédito a la chica -respondió Beatrice ignorando la pulla.

– ¿De veras? -prosiguió él-, pues yo me figuraba, a juzgar por sus palabras, que sir Basil había creído lo que le había dicho la chica.



Beatrice volvió a tragar saliva y pareció bajar un poco de nivel en la butaca donde estaba sentada.

– ¿Qué quiere de mí, señor Monk? Aun suponiendo que la chica dijera la verdad y que fuera víctima de una agresión de Myles, como ella dijo… ¿qué tendría que ver este asunto con la muerte de mi hija?

En aquel momento Monk lamentó haberla interrogado de manera tan abrupta. La desgracia que sufría era importante y ella reaccionaba con evasivas o con una actitud antagónica.

– Demostraría simplemente que el señor Kellard tiene apetencias que está dispuesto a satisfacer -repuso Monk con voz tranquila-, independientemente de lo que pueda suponer para la persona afectada y, teniendo en cuenta el hecho ocurrido, que puede obrar con entera impunidad.

Ante aquellas palabras Beatrice se quedó tan blanca como el pañuelo de batista que estrujaba entre sus dedos.

– ¿Insinúa que Myles intentó forzar a Octavia? -La idea la aterraba, un terror que abarcaba también a su otra hija. Monk sintió una puñalada del remordimiento por haberla obligado a pensar en aquella posibilidad, aunque no tenía otra alternativa si quería ser sincero.

– ¿Le parece imposible, señora? Según tengo entendido, su hija era una mujer muy atractiva y era cosa sabida que él la había admirado en otros tiempos.

– Pero… pero ella no… me refiero a que el cadáver… -Su voz se extinguió, le habría sido imposible articular las palabras en voz alta.

– No, no me refiero a que llegara a abusar de ella -la tranquilizó Monk-, pero es posible que ella supiera previamente que él iría a verla, que se hubiera preparado para defenderse y que, en la lucha, resultara muerta ella y no él.

– ¡Esto es… grotesco! -protestó lady Moidore con los ojos desorbitados-. Atacar a una criada es una cosa, pero ir deliberadamente de noche y con toda la sangre fría a la habitación de la propia cuñada con intención de obrar de la misma manera, en contra de la voluntad de la interesada… es… una cosa muy diferente y, además, horrible. ¡Yo diría que es una perversidad!

– ¿Cree que hay tanta distancia de uno a otro caso?-dijo inclinándose poco más hacia ella con voz tranquila y apremiante-. ¿Cree de veras que, en el caso de Martha Rivett, no fue también contra la voluntad de la chica? Y encima, ella estaba menos preparada para defenderse: era más joven, tenía más miedo y era más vulnerable, porque era una sirvienta de esta casa y no podía encontrar demasiada protección.

Era tal la lividez del rostro de Beatrice que no era sólo Hester la que temía que pudiera desmayarse, sino que hasta el propio Monk temía haber sido excesivamente brutal. Hester dio un paso adelante, pero se quedó en silencio, con los ojos fijos en Beatrice.

– ¡Es verdaderamente terrible! -La voz de Beatrice era áspera, a duras penas podía articular las palabras-. Dice usted que no nos ocupamos debidamente de nuestros criados, que no obramos con ellos de una manera… decente… ¡que somos inmorales!

No podía disculparse porque era ni más ni menos lo que había dicho.

– No me refería a la familia en su totalidad, señora… sino al señor Kellard en particular y que, quizá para ahorrar a su hija la vergüenza y el dolor de saber lo que había hecho su marido, ustedes le ocultaron los hechos… y para esto no tenían más remedio que echar a la chica a la calle y evitar así que nadie se enterara.

Se llevó las manos a la cara y se restregó las mejillas, después fue subiendo las manos hasta llegar a los cabellos y se pasó los dedos entre ellos, alterando la compostura del peinado. Tras un momento de penoso silencio, apartó los dedos de los cabellos y lo miró fijamente.

– ¿Qué quiere que hagamos, señor Monk? Si Araminta lo supiera, su vida quedaría destrozada. Ni podría vivir con él, ni divorciarse de él, porque él no la ha abandonado. El adulterio no es motivo suficiente para la separación, a menos que sea la mujer quien lo cometa. Si es el hombre, no significa nada. Usted debe de saberlo. Lo único que puede hacer una mujer es esconderlo si no quiere verse cubierta públicamente de oprobio y convertirse en un ser digno de lástima para la familia… y digno de desprecio para los demás. A ella no se le puede achacar nada… y además es mi hija. ¿Usted no protegería a una hija suya, señor Monk?

Monk no tenía respuesta para aquella pregunta. No sabía qué era amar a un hijo de aquella manera avasalladora y absoluta, no sabía nada de aquella ternura, de aquel vínculo, de aquella responsabilidad. No tenía hijos, sólo una hermana, Beth, y recordaba muy poco de ella, sólo que lo seguía con ojos llenos de admiración, recordaba su batita blanca con los bordes raídos y que a veces Beth se caía cuando corría tras él para darle alcance. Recordaba haber estrechado su manita suave y húmeda con la suya mientras recorrían juntos la orilla y él la levantaba para escalar las rocas hasta que llegaban a la arena suave de la playa. Sintió que lo invadía una oleada de afecto, una mezcla de exasperación impaciente y de ansia de protección que lo abarcaba todo.