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Ya había vuelto… ya había aparecido la primera sombra de miedo real, aquellas gotitas de sudor que brotaban en el labio, la respiración entrecortada…

– Yo no perdí nunca los estribos -dijo Percival con la voz rota y la mirada cargada de desdén-. Yo no sé quién la mató… yo no fui.

– ¿No? -preguntó Monk enarcando, muy altas, las cejas-. ¿Quién más podía tener un motivo? Ella no «admiraba» a nadie más, ¿verdad? Ella no dejó dinero alguno, no encontramos nada que pueda indicarnos que supiera alguna cosa vergonzosa para alguna persona. No encontramos a nadie que la odiase…

– Porque ustedes no son muy listos, ¿sabe? -Percival tenía entrecerrados y muy brillantes sus ojos oscuros-. Ya le he dicho que Rose la odiaba porque estaba más celosa de ella que una gata. ¿Y el señor Kellard? ¿O está usted tan bien enseñado que no acusa a un aristócrata si puede colgarle el muerto a un criado?

– Seguro que a usted le gustaría que yo le preguntase por qué el señor Kellard iba a querer matar a la señora Haslett. -Monk también estaba alterado, pero no quería replicar a la pulla porque hubiera equivalido a admitir que lo había herido. Si por él fuera, estaba igualmente dispuesto a acusar a una persona de la familia que a un criado, pero sabía qué diría Runcorn y qué quería empujarlo a hacer, por lo que se sentía frustrado por igual ante él que ante Percival-. Y usted me lo dirá tanto si se lo pregunto como si no, con tal de apartar la atención de usted.

Aquello robó a Percival buena parte de su satisfacción, que era precisamente lo que Monk se había propuesto. No obstante, no podía continuar en silencio.

– A él le gustaba la señora Haslett -dijo Percival con voz dura, pero tranquila-. Y cuanto más se lo sacaba ella de encima, más le gustaba a él… las cosas estaban así.

– ¿O sea que la mató él? -dijo Monk, dejando los dientes al descubierto en un gesto que no llegaba a sonrisa-. ¡Extraña manera de convencerla! Así la dejaba definitivamente fuera de su alcance, ¿no le parece? ¿O le atribuye una cierta necrofilia?

– ¿Cómo?

– Una relación sexual con una persona muerta -le explicó Monk.

– ¡Qué asco! -exclamó Percival con una mueca.

– O quizás estaba tan colado por ella que decidió que, ya que no podía ser para él, que no fuera para nadie -apuntó Monk en tono sarcástico. Pero éste no era el tipo de pasión que ninguno de los dos atribuía a Myles Kellard y él lo sabía.

– ¡Usted se hace el loco a sabiendas! -le espetó Percival hablando entre dientes-. No es que sea usted muy inteligente, como demuestra claramente su forma de llevar este caso, pero tampoco es tan tonto como quiere hacer creer. Lo que quería el señor Kellard era acostarse con ella y punto, nada más. Pero no es un hombre al que le guste que le den esquinazo. Y si a él le gustaba la señora Haslett y ella le dijo que se lo contaría a todo el mundo, él tuvo que matarla para hacerla callar. No podía taparle la boca como hizo con la pobre Martha. Una cosa es violar a una criada, eso a nadie le importa… pero violar a la hermana de tu mujer es harina de otro costal. Para un asunto así el viejo ya no le cubriría las espaldas.

Monk lo miró fijamente. Esta vez Percival había atraído su atención sin paliativos y él lo sabía; la victoria resplandecía en sus ojos, que tenía entrecerrados. Le molestaba hacerlo, pero no tenía más remedio que preguntar:

– ¿Quién es Martha?

Percival esbozó una lenta sonrisa. Tenía unos dientes pequeños y regulares. -Era -le corrigió-. Sólo Dios sabe dónde habrá ido a parar… estará en un asilo, suponiendo que esté viva.

– Bien, ¿quién era la chica?

Miró a Monk con mirada satisfecha.

– La camarera del salón antes de Dinah. Una chica preciosa, de cuerpo alto y esbelto. Con andares de princesa. Él se encaprichó con la chica y no aceptó un no por respuesta. No tragaba que ella se negara en serio. La violó y santas pascuas.

– ¿Y usted cómo lo sabe? -Monk se sintió escéptico, aunque sabía que podía haber algo de verdad. Percival lo decía con demasiada seguridad para que fuera puramente una invención maliciosa, ahora su piel no rezumaba el sudor del miedo. Estaba muy tranquilo, el cuerpo distendido pero excitado.



– Los criados son invisibles -replicó Percival con ojos muy abiertos-. ¿No lo sabía? Forman parte del mobiliario. Oí lo que decía sir Basil cuando lo arregló todo. Echaron a la calle a la pobre desgraciada por tener la lengua larga y poca moralidad. Tuvo que largarse sin tiempo siquiera para contar lo que había pasado. Cometió el error de acudir a él porque tenía miedo de haber quedado embarazada, y lo estaba. Lo bueno del caso es que él no dudó de sus palabras, sabía que decía la verdad. Pero le dijo que todo había sucedido de aquella manera porque ella debía de haberlo incitado, que la culpa era suya. La echó sin referencias. -Se encogió de hombros-. ¡Sabe Dios qué habrá sido de ella!

Monk pensó que la ira de Percival era más producto de la ofensa a los de su clase que lástima de la chica en particular, aunque le avergonzó pensar así. Sabía que se mostraba duro al hacerse aquellas consideraciones y que no tenía pruebas, pese a lo cual no varió de actitud.

– ¿Y ahora no sabe usted dónde está?

Percival soltó un resoplido.

– ¿Una criada sin trabajo ni referencias, sola en Londres y con un hijo? ¿Dónde le parece que puede estar? No puede ir a un taller porque tiene un niño ni tampoco a un burdel por la misma razón. Estará en un asilo, supongo… o en el cementerio.

– ¿Cuál era su nombre completo?

– Martha Rivett.

– ¿Cuántos años tenía?

– Diecisiete.

A Monk no le sorprendió el caso, pero sintió una rabia incontenible y un absurdo deseo de llorar. No sabía por qué le daba lástima una muchacha que ni siquiera conocía. Seguramente había visto a centenares como ella, muchachas sencillas, violadas, expulsadas a la calle sin la menor sombra de remordimiento. Seguro que había visto rostros como el de ella, rostros de mujeres derrotadas en los que se leía la esperanza y la muerte de la esperanza y que había visto también sus cuerpos agredidos por el hambre, la violencia y la enfermedad.

¿Por qué sentía aquel dolor? ¿Por qué no se había curtido aquella herida? ¿Acaso aquel hecho le recordaba algo o alguien que lo tocaba muy de cerca? ¿Era lástima o remordimiento? Tal vez no lo sabría nunca. Era un recuerdo que se había desvanecido, como casi todo lo demás.

– ¿Quién más se enteró? -preguntó con una voz cargada de emoción, aunque los sentimientos que revelaba podían ser otros.

– Que yo sepa, sólo lady Moidore. -En los ojos de Percival brilló una chispa fugaz-. Quizá fue esto lo que descubrió la señora Haslett. -Levantó ligeramente los hombros-. Quizás ella lo amenazó con contárselo todo a la señora Kellard. Y a lo mejor hasta llegó a decírselo aquella misma noche… -Dejó la frase colgada en el aire. No necesitaba añadir que tal vez Araminta había matado a su hermana en un acceso de rabia y de vergüenza para impedir que fuera con el cuento a toda la casa. Las posibilidades eran muchas, todas detestables, y no tenían nada que ver con Percival ni con ninguno de los demás criados.

– ¿Y usted no se lo dijo a nadie? -le preguntó Monk con evidente escepticismo-. ¿Usted estaba al tanto de una cosa tan importante como ésta y la guardó en secreto? ¡Eso era ni más ni menos lo que quería la familia! Fue muy discreto y obediente. ¿Y por qué, si puede saberse? -Dejó traslucir en su voz una imitación lo más exacta posible del desprecio que Percival le había demostrado unos momentos antes-. Saber una cosa así es un arma… ¿quiere hacerme creer que no la utilizó?

Pero Percival no se sintió derrotado.

– No entiendo a qué se refiere, señor.

Monk sabía que mentía.

– No había razón para decírselo a nadie -prosiguió Percival-, ¿qué interés podía tener? -Volvió a sus labios la sonrisa desdeñosa-. A sir Basil seguramente no le iba a gustar y a lo mejor también yo acababa en un asilo. Pero ahora es diferente, ahora es una cuestión de deber que cualquier amo comprendería. Ahora se trata de esconder un crimen…