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– Esta chica es una cabeza a pájaros -dijo la señora Boden acompañando las palabras con unos movimientos de la cabeza-. Fíjese en lo que le digo… es una frescales donde las haya. ¡Sal! -gritó-. ¡Ven aquí inmediatamente y a cumplir con tus obligaciones! -Volvió a mirar a Hester y añadió-: ¡No he visto chica más vaga que ésta! No entiendo cómo la aguanto. ¡Cómo está el mundo! ¡No sé dónde iremos a parar! -Tomó el cuchillo de la carne y probó el filo con el dedo. Hester miró la hoja, tragó saliva y sintió un estremecimiento al pensar que tal vez aquel cuchillo era el que habían empuñado una noche las manos que habían dado muerte a Octavia Haslett en el piso de arriba.

La señora Boden encontró satisfactoria la hoja, sacó el tajo de la carne y comenzó a cortar lonchas para preparar el pastel.

– Como si no hubiera bastante con la muerte de la señorita Octavia, la casa llena de policías metiéndose por todos los rincones, todo el mundo asustado hasta de su sombra y la señora en cama, resulta que encima tengo que aguantar a esta zángana de Sal en mi cocina… ¡No hay mujer decente con arrestos bastantes para soportar tanto!

– Estoy segura de que usted es capaz de soportar esto y más -dijo Hester tratando de calmarla. Si pensaba tentar a dos camareras y conseguir que cambiaran de oficio, no tenía intención, en cambio, de contribuir al caos doméstico alentando, además, a la cocinera a liar los bártulos-. Con el tiempo la policía se irá de la casa, se arreglará la situación, la señora se recuperará y usted, entretanto, es muy capaz de poner en cintura a Sal. No va a ser la única criada respondona que usted acaba haciendo entrar en razón… con el tiempo, claro.

– En esto tiene usted razón -admitió la señora Boden-, tengo buena mano con las chicas, ni yo puedo negarlo, pero lo que más deseo es que la policía descubra al culpable y lo detenga. Así podré dormir tranquila sin tener que cavilar. No me cabe en la cabeza que una persona de la familia haya podido hacer una cosa así. Estoy en esta casa desde antes de que naciera el señor Cyprian, ya no digamos la señorita Octavia y la señorita Araminta. No he sentido nunca un gran afecto por el señor Kellard, pero me digo que sus cualidades tendrá y, después de todo, no deja de ser un caballero.

– ¿A usted le parece que pudo ser uno de los criados, entonces? -preguntó Hester fingiendo sorpresa y considerable respeto, como si para ella contara mucho la opinión que pudiera tener la señora Boden sobre un asunto de tal naturaleza.

– Pues podría ser, ¿no cree? -dijo la señora Boden con voz tranquila, cortando la carne con gran pericia y mano rápida, ágil y extremadamente fuerte-. Y no precisamente una chica porque… además, ¿quiere decirme por qué iba a matarla una chica?

– ¿Por celos, quizás? -apuntó Hester con aire de inocencia.

– ¡Bobadas! -exclamó la señora Boden cogiendo unos riñones-. Habría que estar muy loca para hacer una cosa así. Sal no sube nunca arriba. Lizzie es muy mandona y no daría un chavo a un ciego, pero sabe distinguir entre lo que está bien y lo que está mal y obra como corresponde. Y Rose es muy cabezona, siempre quiere lo que no puede tener y yo no pondría las manos en el fuego por ella para según qué cosas, pero es que una cosa así… -Movió negativamente la cabeza-. De matar, nada, aunque sólo fuera por el riesgo. Tiene mucho apego a su piel.

– ¿Y las chicas de arriba tampoco? -añadió Hester como por instinto, aunque después pensó que habría sido mejor esperar a que hablara la señora Boden.

– Ésas son unas tontorronas -dijo la señora Boden-, pero no tienen maldad, esto por descontado. Y Dinah es un pedazo de pan, incapaz de hacer una barbaridad como ésta. Es una buena chica, aunque sosa la pobre. Viene de una buena familia de un pueblo de no sé dónde. Quizá demasiado guapetona, pero por algo hace de camarera de salón. Y en cuanto a Mary y a Gladys… bueno, Mary tiene su genio, pero todo se va en humo de pajas. No mataría una mosca… ¿y qué motivo tendría para hacer una cosa así? Si, además, estaba encantada con la señorita Octavia, y la señorita Octavia con ella, que todo hay que decirlo. Y Gladys es una chica agria que se da muchos aires… pero así son las camareras de las señoras. No es mala, por lo menos no para hacer una cosa tan gorda. ¡Hasta le faltaría valor!

– ¿Y Harold? -preguntó Hester. No se molestó siquiera en mencionar al señor Phillips, no porque lo considerara incapaz de hacerlo, sino porque sabía que las fidelidades que empujaban a la señora Boden de una manera natural a guardar respeto a un criado que ella consideraba un superior le impedirían contemplar aquella posibilidad con mentalidad bastante abierta. La señora Boden le dirigió una mirada que parecía venir de otros tiempos.



– ¿Para qué, si me permite que se lo pregunte? ¿Qué podía hacer Harold en la habitación de la señorita Octavia en mitad de la noche? Ése sólo tiene ojos para Dinah, ¿será desgraciado?, aunque de poco le sirve.

– ¿Y Percival? -Hester dijo por fin lo inevitable.

– Ése podría ser. -La señora Boden apartó a un lado el resto del riñón y alcanzó el mortero lleno de harina ya amasada. Extendió la masa sobre el tajo, la espolvoreó con harina y comenzó a trabajarla con ayuda del rodillo dándole unos golpecitos enérgicos y certeros primero a un lado y, tras darle la vuelta con un solo gesto, al otro lado-. Éste siempre se ha figurado que es más de lo que es, pero nunca me habría figurado que pudiera llegar tan lejos. Maneja mucho dinero, y no me lo explico -añadió con aire avieso-. Tiene mala laya el chico ese, se lo he notado más de una vez. Mire, el agua de la marmita está hirviendo, no me vaya a llenar la cocina de vapor.

– Gracias -dijo Hester dándose la vuelta para acercarse al hornillo, apartar el hervidor del fuego con ayuda de un agarrador, y escaldar la tetera, vaciándola después para preparar el té con el agua restante.

Monk volvió a la casa de Queen A

No quedaba más remedio que volver a Queen A

Dieron unos golpes en la puerta.

– Adelante -dijo Monk.

Entró Hester y cerró la puerta detrás de ella. Tenía muy buen aspecto y un aire muy profesional, llevaba el pelo recogido en la nuca, lo que le prestaba una apariencia muy severa, y además un vestido de paño de un color gris azulado sin adorno alguno, encima del cual resaltaba el delantal de restallante blancura. Era una vestimenta práctica, aunque en exceso gazmoña.

– Buenos días -dijo Hester con voz monocorde.

– Buenos días -replicó él y, sin que mediara preámbulo alguno, comenzó a hacerle preguntas sobre los días transcurridos desde que la había visto por última vez, utilizando un lenguaje más lacónico que el que habría empleado normalmente, por el simple hecho de que Hester era tan parecida a su cuñada, Imogen, pero tan diferente a la vez, absolutamente carente del misterio y la gracia femenina que adornaban a esta última.