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Hester, sin que se apercibiera de las razones, respondió más por instinto que obedeciendo a un criterio personal, más por unas afinidades con aquel hombre que para obedecer a una decisión racional.

– Creo que tiene miedo porque se figura que sabe quién mató a la señora Haslett y sabe también que esto podría causar un gran disgusto a la señora Kellard -respondió-. Prefiere mantenerse retirada y guardar silencio que correr el riesgo de contárselo todo a la policía y que descubran lo que piensa. -Calló y esperó, atenta a los cambios de expresión de aquella cara.

– ¡Maldito sea Myles! -exclamó lleno de furia, levantándose y volviéndose de espaldas. Había indignación en su voz, pero curiosamente no había sorpresa-. ¡Papá habría tenido que echarlo a él, no a Harry Haslett! -Se volvió a mirarla-. Lo siento mucho, señorita Latterly, y le ruego que perdone mi lenguaje. Yo…

– Por favor, señor Moidore, no necesita disculparse -se apresuró a decir Hester-. Las circunstancias son tan críticas que es lógico perder los estribos. La presencia constante de la policía y las interminables dudas, aunque sean expresadas con palabras como en caso contrario, tienen por fuerza que ejercer una presión muy fuerte en cualquiera que no sea un irresponsable.

– Es usted muy amable. -Pese a ser un adjetivo tan sencillo, Hester sabía que lo había dicho sinceramente y que no era un mero cumplido.

– Imagino que los periódicos siguen hablando del caso -prosiguió Hester, más para llenar el silencio que porque importara realmente.

Él se sentó en el brazo de la butaca cerca de ella.

– Todos los días -dijo él con aire sombrío-. Los mejores se ensañan con la policía, dicen que es incompetente. Pero yo creo que hace lo que puede. No van a someternos a torturas como hacían en la Inquisición española hasta que alguien confiese. -Se echó a reír convulsivamente, traicionando de ese modo el profundo dolor que sentía-. La prensa sería la primera en quejarse en caso de que obraran así. Simplemente parece que se encuentran atrapados y que no saben qué camino escoger. Si son demasiado rigurosos con nosotros, los acusarán de olvidarse de cuál es su sitio y de molestar a las familias acomodadas y, si son demasiado indulgentes, los acusarán de indiferencia e incompetencia. -Hizo una pausa para respirar con profundidad-. Ya me imaginaba las maldiciones que iban a caer sobre el pobre muchacho el día que tuvo la clarividencia de demostrar que el culpable había sido una persona de la casa. Pero no me parece una de esas personas que escogen el camino más fácil…

– No, claro. -Hester estaba más de acuerdo con él de lo que Cyprian podía imaginar.

– En cuanto a los sensacionalistas, especulan con todas las posibilidades que se les ocurren -prosiguió él con aire contrariado, frunciendo los labios y con una mirada llena de contrariedad.

De pronto Hester tuvo un atisbo de hasta qué punto lo afectaba la intromisión, la consideraba una cosa horrible que impregnaba su vida con su olor a podrido. Él se guardaba la pena en lo más hondo de su ser, era lo que le habían enseñado cuando era pequeño: los niños tienen que ser valientes, no deben quejarse nunca y jamás tienen que llorar, porque es una reacción afeminada, un signo de debilidad merecedor de desprecio.

– ¡No sabe cuánto lo siento! -dijo Hester con voz suave y, tendiendo la mano, la puso sobre la de Cyprian y cerró los dedos, olvidándose de que no era una enfermera que consolaba a un herido del hospital, sino simplemente una criada, una mujer que tenía un contacto físico con su amo en la intimidad de la biblioteca de su casa.

De cualquier modo, si ahora retiraba la mano y se disculpaba no haría otra cosa que atraer una mayor atención sobre el gesto obligándolo con ello a responder y entonces los dos se sentirían cohibidos: aquel momento de afinidad se esfumaría y se transformaría en mentira.

En lugar de esto, ella volvió a recostarse en el asiento con una leve sonrisa.

Le impidió hablar la puerta de la biblioteca al abrirse y dar paso a Romola. Al verlos juntos, su rostro se ensombreció.

– ¿No tendría que estar con lady Moidore? -preguntó a Hester con acritud. El tono hirió a Hester, que a duras penas consiguió reprimir su indignación. De haber estado en libertad de hacerlo, le habría replicado con igual aspereza.

– No, lady Moidore me ha autorizado a disponer de la noche a mi antojo. Quería retirarse a dormir temprano.

– Entonces será porque no se encuentra bien -le replicó Romola con presteza-: razón de más para que usted esté disponible en caso de que ella la llame. Podría haberse quedado leyendo en su dormitorio o dedicarse a escribir cartas. ¿No tiene familiares o amigos a los que pueda interesar recibir noticias suyas?

Cyprian se levantó.

– Estoy seguro de que la señorita Latterly es perfectamente capaz de organizar su correspondencia, Romola, y en cuanto a dedicarse a leer, primero tiene que pasar por la biblioteca para coger un libro.



Las cejas de Romola se enarcaron de forma sarcástica.

– ¡Ah! ¿Era eso lo que hacía usted en la biblioteca, señorita Latterly? Ya me perdonará, entonces, porque las apariencias parecían indicar otra cosa.

– Estaba respondiendo al señor Moidore las preguntas que él me ha hecho en relación con la salud de su madre -dijo Hester con voz inalterable.

– ¿Ah, sí? Pues si él ha quedado satisfecho, usted puede volver a su habitación y dedicarse a lo que quiera.

Cyprian ya se disponía a replicar cuando entró su padre, los observó a todos y miró con aire inquisitivo a su hijo.

– La señorita Latterly no cree que lo de mamá sea muy grave -dijo Cyprian un tanto cohibido, como si buscara una excusa plausible.

– ¿Y quién ha dicho que lo fuera? -preguntó Basil secamente, avanzando hasta el centro de la habitación.

– Yo no -se aprestó a responder Romola-, sufre muchísimo, esto es evidente… pero nada más. Yo tampoco duermo bien desde que ocurrió el hecho. -A lo mejor la señorita Latterly podría recomendarte alguna cosa para ayudarte a dormir -apuntó Cyprian dirigiendo una mirada a Hester… y un esbozo de sonrisa.

– Gracias, sé arreglármelas sola -le espetó Romola-. Mañana por la tarde pienso ir a visitar a lady Killin.

– Es demasiado pronto -dijo Basil antes de que Cyprian tuviera ocasión de hablar-. Soy de la opinión de que todavía debes quedarte en casa un mes más. De todos modos, si ella viene, puedes recibirla.

– No vendrá -contestó Romola, malhumorada-. Se sentiría incómoda, sin saber qué decir… razón no le falta…

– No tiene ninguna importancia -dijo Basil dejando zanjada la cuestión.

– Entonces la visitaré yo -repitió Romola mirando a su suegro, no a su marido.

Cyprian se volvió hacia ella para reconvenirla, pero Basil le tomó de nuevo la delantera.

– Estás cansada -dijo fríamente-. Mejor que te retires a tu habitación y que mañana pases un día tranquilo. -No había duda de que era una orden. Romola se quedó indecisa un momento, aunque no existía la menor duda acerca de cuál sería la decisión final: haría lo que le habían mandado, esta noche y mañana. Ni Cyprian ni lo que pudiera opinar contaban para nada.

Hester se sintió profundamente incómoda ante la situación, no por Romola, que se había comportado como una niña pequeña y necesitaba que la reprendiesen, sino por Cyprian, a quien no se había tenido en cuenta para nada. Se volvió hacia Basil.

– Si usted me permite, señor, también yo voy a retirarme. La señora Moidore ha sugerido que debería estar en mi cuarto por si lady Moidore necesitaba de mis servicios. Y haciendo una leve inclinación de cabeza a Cyprian, sin casi mirarlo a los ojos para no ver en ellos la humillación, Hester atravesó el vestíbulo con el libro entre los brazos y se fue escaleras arriba.

El domingo era bastante igual a los demás días de la semana en casa de los Moidore, como ocurría de hecho a todo lo ancho y largo de Inglaterra. Había que llevar a cabo las labores corrientes: limpiar las chimeneas, encenderlas y aprovisionarlas y, por supuesto, también había que preparar el desayuno. Las oraciones eran más breves que de costumbre, ya que todos los que podían iban a la iglesia como mínimo una vez durante ese día.