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Sin embargo, a última hora de la mañana Monk se dirigió a su casa, donde lo hicieron pasar al momento. Monk tenía una gran consideración por Callandra, de la cual ella era sabedora.

– Buenos días, señor Monk -dijo la señora cortesmente-. Por favor, tome asiento y póngase cómodo. ¿Puedo ofrecerle algo de beber? ¿Quiere tomar un chocolate caliente? Hace una mañana muy desagradable.

– Sí, gracias -aceptó Monk, cuyo rostro no podía disimular la extrañeza que le producía el hecho de que lo hubiera llamado.

Lady Callandra llamó a la camarera y, así que apareció, le pidió el chocolate caliente. Después se volvió a Monk con una encantadora sonrisa.

– ¿Qué tal su caso? -Callandra no tenía ni la más remota idea del caso que podía ocuparlo en aquellos momentos, pero suponía que alguno entre manos debía de tener.

Monk vaciló el tiempo justo para decidir si la pregunta obedecía a pura cortesía para entretener el rato hasta que llegase el chocolate o si la señora estaba realmente interesada en que le diera una respuesta. Se inclinó por lo último.

– Sólo dispongo de una serie de indicios fragmentarios pero que de momento no parecen conducir a ninguna parte -replicó Monk.

– ¿Es frecuente esta situación?

El rostro de Monk reflejó un cierto humor.

– No es rara, pero esta vez resulta bastante desorientadora. Y tratándose de una familia como la de sir Basil Moidore, no se pueden ejercer presiones tan fuertes como en el caso de gentes menos relevantes desde el punto de vista social.

Callandra ya disponía de la información que le hacía falta.

– Naturalmente, en un caso así tiene que ser muy difícil. Y por otra parte, tanto el público a través de los periódicos como las autoridades presionan muy fuerte para que se encuentre una solución.

La camarera trajo el chocolate y la propia Callandra se encargó de servirlo para que la sirvienta saliera cuanto antes. Estaba caliente y cremoso, una verdadera delicia, y Callandra tuvo la satisfacción de ver lo bueno que le sabía a Monk así que lo cató.

– Aparte de que uno tiene la desventaja de no poder observarlos salvo en circunstancias muy poco normales -prosiguió Callandra, a lo que Monk asintió con aire apesadumbrado-. ¿Cómo va a hacerles uno las preguntas que querría cuando los ve tan desconfiados y comprueba que todas sus respuestas son precavidas y tienen como única finalidad protegerse? Lo único que cabe esperar es que sus mentiras sean tan complicadas que acaben revelando alguna verdad.

– ¿Conoce usted a los Moidore? -Monk sintió aquella curiosidad al ver el interés que despertaba en ella el caso.

Callandra agitó la mano en el aire.

– Tengo con ellos una relación social. Londres es muy pequeño y la mayor parte de familias distinguidas se relacionan poco o mucho. Ésta es la finalidad de un gran número de matrimonios. Un primo mío lejano está emparentado con uno de los hermanos de Beatrice. ¿Cómo se ha tomado Beatrice la tragedia? Debe de pasarlo muy mal.

Monk dejó la taza en el plato.

– Muy mal -replicó, abstraído ahora en un hecho que lo desconcertaba-. Al principio pareció soportarlo bastante bien, con mucha calma y una gran entereza, pero de pronto se vino abajo y se encerró en su dormitorio. Me han dicho que está enferma, pero yo no la he visto.

– ¡Pobre! -exclamó Callandra, llena de comprensión-. ¡Lástima que no pueda ayudarle a usted en sus pesquisas! ¿Cree que debe de saber alguna cosa?

La miró atentamente. Monk tenía unos ojos penetrantes, de un color gris oscuro pero límpido, y una manera de mirar tan directa que habría hecho vacilar a más de uno, pero Callandra tenía arrestos para aguantar la mirada de un basilisco.

– Es posible -dijo Monk con cautela.

– Lo que usted necesita es una persona que viva en la casa y a quien la familia y los criados no le den ninguna importancia -dijo como si acabase de ocurrírsele aquella idea justo en aquel momento- y por supuesto que no tenga nada que ver con la investigación… una persona que esté muy enterada del comportamiento de la gente y que pueda observarlos a todos para después darle cuenta de todo lo que dicen y hacen en privado, de todos los matices de tono y expresión.

– Un milagro -dijo él secamente.

– En absoluto -replicó ella con igual severidad en el rostro-, bastaría con disponer de una mujer.

– No tenemos mujeres en la policía. -Volvió a coger la taza y, mientras bebía, miró a Callandra por encima del borde de la misma-. Incluso si las tuviéramos sería muy difícil colocar a una en la casa.



– ¿No me ha dicho que lady Moidore está en cama?

– ¿Y en qué puede favorecernos esta situación? -dijo él mirándola con ojos muy abiertos.

– A lo mejor a ella le conviene contar con los servicios de una enfermera. Como es natural, la pobre está desolada debido a la muerte de su hija por asesinato. Es muy posible que tenga alguna idea acerca de quién puede ser el responsable. No me extraña que esté enferma, la pobre. ¿Quién no lo estaría en su lugar? Estoy convencida de que disponer de una enfermera le vendría de perlas.

Monk dejó el chocolate y miró fijamente a Callandra.

Esta se esforzó en mantener el rostro inexpresivo y mostrar un aire perfectamente inocente.

– En estos momentos Hester Latterly, que es una enfermera excelente, está sin trabajo. Es una de las enfermeras de la señorita Nightingale. Se la recomiendo encarecidamente. La considero perfectamente preparada para encargarse de esta misión. Como usted sabe es una joven muy observadora y no carece de valentía personal. No porque se haya cometido un asesinato en la casa va a sentirse arredrada en lo más mínimo.

– ¿Y el dispensario? -dijo Monk lentamente, al tiempo que en sus ojos brillaba una lucecita.

– Ya no trabaja en él -precisó con cara perfectamente inocente.

Monk pareció sorprendido.

– Una diferencia de opinión con el médico -explicó ella.

– ¡Ah!

– Que es un perfecto imbécil -añadió ella.

– Ya me lo imagino -dijo Monk con una ligera sonrisa que le iluminó los ojos.

– Estoy segura de que si usted se lo pide -prosiguió- y lo hace con un poco de tacto, Hester estará dispuesta a solicitar de sir Basil Moidore que le permita ocuparse de su esposa hasta que vuelva a ser la misma de antes. Yo estaré encantada de facilitar las referencias necesarias. Yo que usted no hablaría con el hospital y, por otra parte, convendría que tampoco le hablase a Hester de mí… a menos que sea necesario ir con la verdad por delante.

La sonrisa de Monk era ahora absolutamente franca.

– Muy bien, lady Callandra. Es una idea excelente y le estoy sumamente agradecido.

– No tiene ninguna importancia -dijo Callandra con aire inocente-, ni la más mínima. También hablaré con mi prima Valentina, que estará encantada de hacer esta sugerencia a Beatrice al tiempo que le recomienda a la señorita Latterly.

Hester quedó tan sorprendida al ver a Monk que ni se le ocurrió preguntarse cómo se había enterado de su dirección.

– Buenos días -dijo, sorprendida-. ¿Acaso ha…? -Pero se calló porque no estaba segura de lo que quería preguntarle.

Monk sabía ser circunspecto cuando le interesaba. Había aprendido a comportarse de aquel modo no sin ciertas dificultades, pero su ambición había acabado dominando su temple y hasta su orgullo, hecho que había ocurrido en el momento oportuno.

– Buenos días -respondió con voz afable-. No, no ha ocurrido nada alarmante, pero tengo que pedirle un favor que me gustaría mucho que me concediese.

– ¿Yo? -Hester todavía no había salido de su asombro, casi no podía dar crédito a lo que le sucedía.

– Sí, suponiendo que quiera concedérmelo. ¿Puedo sentarme?

– Sí, por supuesto.

Estaban en la salita de la señora Horne y Hester le indicó el asiento más próximo al magro fuego de la chimenea. Monk obedeció y le expuso el objeto de su visita antes de que una conversación trivial pudiera llevarlo a traicionar a Callandra Daviot.