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Monk se tragó la respuesta que instintivamente iba a darle.

– Mi intención era determinar la hora en que ha ocurrido el hecho -prosiguió Monk con voz monocorde-. Sería un dato útil cuando tuviéramos que interrogar al policía que estuviera de ronda o a cualquiera que se encontrara en las inmediaciones a esa hora. Y por supuesto, podría ser útil cuando detuviésemos a alguien y pudiese demostrar que en ese momento estaba en otro sitio.

– Si estaba en otro sitio querría decir que no es la persona que buscamos… digo yo -le espetó Cyprian con aspereza.

– Si no supiéramos la hora, a lo mejor nos figurábamos que sí lo era -saltó Monk inmediatamente-. ¡No querrá que colguemos a un inocente! ¡Vamos, digo yo!

Cyprian no se molestó en contestar.

Las tres mujeres cuyo parentesco con la muerta era más próximo esperaban a Monk en el salón, todas junto al fuego: lady Moidore, con la espalda muy erguida y el rostro lívido, sentada en el sofá; su hija superviviente, Araminta, en uno de los grandes sillones a su derecha, ojerosa como si llevase varias noches sin dormir, y su nuera, Romola, de pie detrás de ella, con el horror y la confusión pintados en el rostro.

– Buenos días, señora -dijo Monk haciendo una inclinación de cabeza en dirección a lady Moidore y saludando después a las otras dos mujeres.

Ninguna correspondió a su saludo. Tal vez no estimaban necesario andarse con aquellas sutilezas dadas las circunstancias.

– Siento en el alma tener que molestarlas en un momento tan trágico -dijo articulando las palabras con dificultad. Detestaba tener que dar el pésame a personas que acababan de sufrir una pérdida tan lamentable. Era un extraño que se introducía en su casa y lo único que podía ofrecerles eran palabras rimbombantes y convencionales. De todos modos, no decir nada habría sido una imperdonable grosería-. Quisiera testimoniarle mi más sentido pésame, señora.

Lady Moidore movió apenas la cabeza a manera de reconocimiento a sus palabras, aunque no dijo ni media palabra.

Monk identificó a cada una de las otras dos mujeres gracias a que una tenía en común con su madre sus hermosos cabellos, de una tonalidad rojiza encendida que, en la media luz de aquella estancia, destacaba casi con igual vitalidad que las llamas de la chimenea. La esposa de Cyprian, en cambio, era mucho más morena, tenía los ojos castaños y el cabello casi negro. Monk se volvió hacia la madre.

– ¿Señora Moidore?

– ¿Sí? -Lo miró, alarmada.

– El dormitorio de usted se encuentra situado entre el de la señora Haslett y la tubería principal por la que al parecer ha trepado el intruso. ¿No ha oído ningún ruido anormal durante la noche, algo que le llamara la atención?

Se quedó muy pálida. Era evidente que no se le había ocurrido que el asesino había pasado por delante de su ventana. Se agarró al respaldo de la silla de Araminta.

– No, nada. No suelo dormir muy bien, pero anoche sí. -Cerró los ojos-. ¡Qué cosa tan espantosa!

Araminta demostró más entereza. Estaba sentada muy rígida y era muy delgada, su cuerpo era casi huesudo bajo la tela fina de la bata matinal. A nadie se le había ocurrido todavía ponerse de luto. La joven tenía una cara enjuta, los ojos muy abiertos y su boca era curiosamente asimétrica. Habría sido guapa a no ser por cierta acritud, algo quebradizo que se escondía bajo su apariencia externa.

– No podemos ayudarle, inspector -le dijo con franqueza, sin evitar sus ojos ni dispuesta a excusarse por nada-. Anoche vimos a Octavia antes de que se retirase a su habitación, a eso de las once o unos minutos antes. Yo la vi en el rellano, después entró en el cuarto de mi madre para desearle buenas noches y vi que luego se metía en su habitación. Nosotros nos retiramos a la nuestra. Mi marido le dirá lo mismo. Esta mañana nos ha despertado llorando la doncella, A



– Gracias, señora.

Monk miró a lady Moidore. Tenía la frente ancha y corta y la nariz fuerte que su hijo había heredado de ella, aunque la cara de la madre era mucho más delicada y la boca de expresión sensata, casi ascética. Cuando hablaba, pese a estar tan probada por el dolor, tenía esa belleza que es propia de las personas vitales y dotadas de imaginación.

– No puedo añadir nada más, inspector -dijo con voz muy tranquila-. Mi habitación se encuentra en la otra ala de la casa y no me he enterado de la tragedia ni de que hubiera entrado nadie hasta que mi doncella, Mary, me ha despertado y mi hijo ha venido a verme después para decirme lo que había… ocurrido.

– Gracias, señora. Espero que ya no será necesario volver a molestarlas. -No había esperado descubrir nada nuevo, se trataba únicamente de una formalidad que habría sido imprudente pasar por alto. Se excusó y salió para reunirse con Evan, que estaba en las dependencias de los criados.

Tampoco lo que había descubierto Evan parecía demasiado importante: sólo había conseguido hacer una lista de joyas desaparecidas, gracias a la información facilitada por la doncella de las señoras. Efectivamente, faltaban dos sortijas, un collar, un brazalete y, por extraño que pueda parecer, un jarroncito de plata.

Abandonaron la casa de los Moidore poco antes de mediodía. Ahora las cortinas estaban corridas y había crespones negros en la puerta. En señal de respeto a la difunta, los lacayos estaban esparciendo paja en la calzada para amortiguar el estrépito producido por los cascos de los caballos.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Evan al pisar la acera-. El limpiabotas ha dicho que en el extremo del lado este, esquina con Chandos Street, estaban dando una fiesta. Uno de los cocheros o de los lacayos podría haber visto algo… -Levantó las cejas con aire esperanzado.

– Y también hay que localizar al agente que estaba de ronda -añadió Monk-. Yo buscaré al policía y usted encárguese de la fiesta. ¿Dice que era en la casa de la esquina?

– Sí, señor Monk… una familia apellidada Bentley.

– Informe a la comisaría cuando haya terminado las pesquisas.

– Sí, señor. -Evan giró sobre sus talones y se alejó rápidamente, con unos movimientos más armónicos de lo que se habría presumido de un cuerpo tan larguirucho y huesudo.

Monk tomó un cabriolé para trasladarse a la comisaría, donde tenía intención de averiguar la dirección del agente que había patrullado por la zona durante la noche.

Una hora más tarde estaba sentado en la pequeña y gélida salita delantera de una casa próxima a Euston Road, tomando a pequeños sorbos una taza de té en compañía de un agente soñoliento y sin afeitar, que demostraba estar sumamente nervioso. Ya llevaban más de cinco minutos conversando cuando Monk se percató de que el hombre lo conocía de tiempo y de que las angustias que parecía estar pasando no tenían nada que ver con ninguna omisión o posible fallo en sus deberes durante la pasada noche, sino con algo que había ocurrido en una ocasión anterior, de la que Monk no conservaba recuerdo alguno.

Sin darse cuenta, se puso a escrutar la cara del hombre, tratando inútilmente de extraer de ella algún recuerdo, y por dos veces perdió el hilo de la conversación.

– Lo siento, Miller, ¿qué decía? -se disculpó la segunda vez.

Miller estaba intimidado, como si no supiera muy bien si la pregunta obedecía a una distracción por parte de Monk o presuponía una crítica solapada a lo que acababa de decir, por considerarlo increíble.