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– No -respondió con los ojos tan abiertos que parecían fijos en algo muy próximo que le impedía parpadear-, no. Estuvo muy callada durante la cena, y se mostró ligeramente desagradable con… con Cyprian y con su padre. -Su expresión de preocupación se acentuó-. Pero yo supuse que tenía uno de sus dolores de cabeza. Ya se sabe que entre las personas surgen a veces incidentes desagradables, especialmente si viven en la misma casa día tras día. Inmediatamente antes de acostarse vino a mi cuarto a darme las buenas noches. Vi que tenía el salto de cama roto y me brindé a cosérselo… nunca fue muy hábil con la aguja… -La voz se le quebró un momento. El recuerdo debía de ser intolerable para ella por lo preciso y reciente. Su hija había muerto. Todavía no había tenido tiempo de acostumbrarse totalmente a la pérdida de esa vida que acababa de deslizarse al pasado.

Aunque le contrariaba tener que insistir, Monk comprendió que debía hacerlo.

– ¿Qué le dijo ella en aquel momento, señora? Aunque no fuera más que una palabra, podría sernos útil.

– Nada, tan sólo me dio las buenas noches -dijo en voz muy baja-. Era muy cariñosa, la recuerdo tanto… mi hija era verdaderamente cariñosa. Me dio un beso, como si supiera que no nos volveríamos a ver. -Se llevó las manos a la cara y se apretó con fuerza los pómulos con sus dedos largos y finos hasta que la piel se le puso tirante.

Monk tuvo la clara sensación de que, más que el dolor por la muerte de su hija, la trastornaba el pensamiento de que la hubiera asesinado alguien de la familia.

Era una mujer fuera de lo común, cuya sinceridad infundió a Monk un gran respeto. Le soliviantaba ser tan inferior a ella socialmente, tanto que no podía consolarla en absoluto; tenía que conformarse con testimoniarle una fría cortesía desprovista de cualquier expresión individual.

– Cuente con toda mi comprensión, señora -le dijo Monk torpemente-. Ojalá que no hubiera necesidad de proseguir las averiguaciones… -No añadió más, pero ella lo entendió sin necesidad de explicaciones morosas. Se retiró las manos de la cara.

– Por supuesto -dijo lady Moidore en voz muy baja.

– Buenos días, señora.

– Buenos días, señor Monk. Percival, acompaña al señor Monk a la puerta, por favor.

Reapareció el mismo lacayo de antes y, para sorpresa de Monk, cuando lo acompañaba hasta la puerta principal y le dejaba frente a la escalera que bajaba directamente a la acera de Queen A

¿Cuántas habían dejado en él una marca, lo habían afectado tan hondamente hasta el punto de cambiarlo todo en su interior? ¿A quién había amado? ¿De quién se había compadecido? ¿Qué lo había enfurecido?

Como lo habían hecho salir por la puerta principal, ahora tendría que dar la vuelta a la casa para acercarse a la parte trasera y reunirse con Evan, a quien había dado la orden de hablar con los criados y tratar de hacer algunas averiguaciones encaminadas a localizar el cuchillo. Dado que el asesino seguía en la casa y no había salido de ella aquella noche, también el arma tenía que estar dentro, a menos que el interesado se hubiera deshecho de ella después. Sin embargo, en una casa como aquélla tenía que haber i



– Me he hecho acompañar por Lawley. Hemos registrado toda la casa, especialmente la zona destinada a los criados, pero no hemos encontrado las joyas que faltan. Tampoco lo esperaba, la verdad.

Tampoco lo había esperado Monk. En ningún momento había pensado que el móvil pudiera ser el robo. Probablemente el asesino había arrojado las joyas por el desagüe y, en cuanto al jarrón de plata, podía estar fuera de sitio.

– ¿Y qué hay del cuchillo?

– La cocina está llena de cuchillos -dijo Evan, acomodándose al paso de Monk- y de otras cosas igualmente siniestras. La cocinera ha dicho que no ha observado que faltase nada. Si se sirvieron de algún cuchillo de la cocina, volvieron a dejarlo en su sitio. No he encontrado nada. ¿Usted cree que habrá sido uno de los criados? ¿Por qué? -La mueca que hizo reflejaba sus dudas-. ¿Alguna doncella celosa? ¿Un lacayo de disposición amorosa?

Monk soltó un bufido.

– Lo más probable es que la señora Haslett descubriera algún secreto -dijo antes de poner a Evan al corriente de todo lo que había averiguado.

Monk llegó al Old Bailey a las tres y media, pero tardó media hora más en poner en juego considerables artimañas y veladas amenazas para entrar en la sala donde el juicio de Menard Grey estaba llegando a su conclusión. Rathbone estaba haciendo su alegato final. No se trataba de una disertación enardecida -después de todo, Monk había comprobado que el abogado era un exhibicionista, una persona presumida y pedante y, por encima de todo, un actor consumado-, sino que Rathbone hablaba con voz tranquila, palabras precisas, lógica exacta. No intentaba deslumbrar al jurado ni sacar partido de sus emociones. O bien había renunciado con toda deliberación a aquellos recursos o se había dado cuenta de que sólo podía haber un veredicto y de que si debía buscar la compasión de alguien, era la del juez.

La víctima había sido un caballero de alto rango y noble abolengo, pero Menard Grey se encontraba en las mismas circunstancias y, además, él había tenido que luchar largo tiempo con la carga de todo lo que sabía y la terrible y continuada injusticia de saber que, si no actuaba, cada vez sería mayor el número de inocentes que resultarían perjudicados.

Monk vio los rostros de los miembros del jurado y comprendió que solicitarían clemencia. Pero ¿sería eso suficiente?

Sin deliberación alguna, buscó a Hester Latterly entre la multitud. Le había dicho que estaría presente. Le era imposible pensar en el caso Grey ni en nada que hiciera referencia al mismo sin acordarse de ella. Era forzoso que estuviera en la sala para ser testigo del fallo.

Vio a Callandra Daviot, sentada en primera fila detrás de los abogados, cerca de su cuñada Fabia Grey, lady Shelburne consorte. Lovel Grey estaba sentado al lado de su madre, en el extremo del banco. Estaba pálido pero sereno, no temía mirar a su hermano, que estaba en el banquillo. Parecía que la tragedia le había conferido madurez, una certidumbre con respecto a sus convicciones de la que carecía anteriormente. Estaba a menos de un metro de distancia de lady Fabia, pero el espacio era un abismo que ni una sola vez intentó cruzar dirigiendo una mirada a su madre. Fabia parecía de piedra: una mujer blanca, fría, inflexible. La decepción le había producido una herida que la había destruido. Ahora en ella no quedaba otra cosa que odio. El delicado rostro, hermoso en otro tiempo, se había vuelto anguloso por la violencia de las emociones sufridas, las arrugas que circundaban su boca la afeaban, la barbilla era más puntiaguda, el cuello más delgado, y con los tendones prominentes como cuerdas. Si aquella mujer no hubiera sido la causante de la tragedia de tantas personas, Monk hubiera sentido lástima de ella pero, dadas las circunstancias, lo único que le provocaba era un escalofrío de horror. Sí, había perdido al hijo que idolatraba, asesinado de forma ignominiosa, y con él había desaparecido de su vida todo el entusiasmo y la fascinación que él sabía causarle. El hijo que la hacía reír era Joscelin, el que la halagaba, el que sabía decirle que ella era una mujer encantadora, simpática, alegre. Bastante duro había sido tener que verlo regresar herido de la guerra de Crimea pero, cuando lo apalearon hasta matarlo en su piso de Mecklenburgh Square, la realidad fue superior a lo que sus fuerzas le permitían soportar. Ni Lovel ni Menard podían sustituirlo en su corazón, aunque ella tampoco habría dejado que lo intentaran… ni aceptado de ellos el amor y las atenciones que le habrían dispensado.