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– Sir Basil les recibirá en la biblioteca -dijo con altivez-. Vengan por aquí.

Y sin molestarse en comprobar si le seguían, salió muy tieso de la cocina, ignorando a la cocinera, que se encontraba sentada en una mecedora. Lo siguieron a través del pasillo, pasaron por delante de la puerta de la bodega, por la despensa, por la antecocina, por la puerta que daba al exterior y conducía a la lavandería, por la sala de estar del ama de llaves y, finalmente, a través de una puerta tapizada de paño verde, accedieron a la planta principal.

Distribuidas sobre el parquet del vestíbulo había unas magníficas alfombras persas y las paredes estaban revestidas de madera hasta media altura y decoradas con excelentes paisajes. Monk tuvo el destello de un recuerdo que venía de épocas distantes, acaso el detalle de un robo, y las palabras «pintura flamenca» le vinieron a la cabeza. A partir del accidente quedaban muchas cosas atrás que estaban veladas y de las que sólo recuperaba de cuando en cuando algún atisbo, como el movimiento entrevisto por el rabillo del ojo al volver la cabeza, ya demasiado tarde para captarlo.

Ahora, sin embargo, no le quedaba más remedio que seguir al mayordomo y poner toda su atención en los datos que se tenían del caso. Debía salir airoso, sin dejar que nadie advirtiera hasta qué punto se movía a trompicones, elaborando y reconstruyendo hipótesis a partir de retazos para llegar al nivel de conocimientos que los demás le suponían. No tenían por qué saber que se valía de esas relaciones del hampa con las que cuenta todo detective. Era un policía famoso y la gente esperaba de él resultados brillantes. Lo leía en los ojos de todos, lo oía en sus palabras, el elogio espontáneo dispensado como algo que es de dominio público. Sabía también que se había hecho demasiados enemigos para permitirse el lujo de equivocarse. Lo percibía a través de palabras dichas a medias, en el tono de un comentario, en la pulla y el nerviosismo que la seguía, en la mirada desviada a un lado. Sólo gradualmente había ido descubriendo lo que había hecho en años anteriores para ganarse tanto miedo, envidia o antipatía de aquella gente. En una progresión lenta iba descubriendo pruebas de su extraordinaria pericia, de su instinto, de su persecución incansable de la verdad, de las largas horas consagradas al trabajo, de su implacable ambición y de su intolerancia frente a la pereza, la debilidad ajena, la deficiencia propia. Pese a todas las mermas que sufría desde el accidente, había conseguido resolver el dificilísimo caso Grey.

Estaban en la biblioteca. Phillips abrió la puerta, los anunció y se hizo a un lado para dejarlos pasar.

La estancia era de tipo tradicional, con las paredes cubiertas de estanterías. Una gran ventana mirador dejaba entrar la luz a raudales y la alfombra verde y demás accesorios infundían una sensación de bienestar, casi la impresión de estar en un jardín.

No había tiempo para detenerse en esas observaciones. Basil Moidore estaba de pie en el centro de la habitación. Era un hombre alto, de cuerpo algo desmadejado y nada atlético aunque no gordo todavía, y se mantenía muy erguido. No podía haber sido apuesto en ningún momento de su vida, sus rasgos eran demasiado cambiantes, su boca demasiado grande y las arrugas profundamente incisas en torno a ella más bien denotaban voracidad y temperamento que ingenio. Tenía unos ojos que llamaban la atención por lo oscuros y, pese a no ser bellos, eran penetrantes y extremadamente inteligentes. Su cabello fuerte y lacio estaba jaspeado de gris.

Ahora aquel hombre se sentía a la vez furioso y terriblemente desgraciado. Estaba pálido y abría y cerraba, nervioso, los puños.

– Buenos días, señor Moidore -Monk se presentó y presentó a Evan.

Odiaba tener que hablar con aquellos que habían sido golpeados por la desgracia, y además la muerte de un hijo era una de las más terribles, pero ya estaba acostumbrado. No había pérdida de memoria capaz de borrar la familiaridad con el dolor, el verlo reflejado en estado puro en los demás.

– Buenos días, inspector -respondió Moidore como un autómata-, me temo que no conseguirá nada, aunque sé que debe intentarlo. Un indeseable penetró en mi casa durante la noche y asesinó a mi hija. No puedo decirle otra cosa.

– ¿Podríamos ver la habitación donde ocurrió el hecho? -preguntó Monk con voz tranquila-. ¿Ha venido ya el médico?

Las gruesas cejas de sir Basil se enarcaron por la sorpresa. -Sí… aunque ahora ya no sé qué beneficio podemos obtener de un médico, la verdad.

– Simplemente determinar la hora de la muerte y las causas de la misma.





– A mi hija la acuchillaron en una hora cualquiera de la noche. No se necesita médico para saberlo. -Sir Basil inspiró con fuerza y después fue soltando lentamente el aire. Su mirada vagó un momento por la habitación, incapaz de centrar su interés en Monk. El inspector y Evan no eran más que funcionarios con un papel secundario en la tragedia y él estaba demasiado afectado para concentrarse en una sola idea. En sus pensamientos se introducían hechos tan nimios como un cuadro torcido en la pared, un rayo de sol que incidía en el título de un libro o el jarrón con unos crisantemos tardíos colocado sobre la mesilla baja. Monk vio el estado de ánimo de aquel hombre reflejado en su cara y lo comprendió.

– Uno de los criados nos mostrará la habitación -dijo Monk excusándose para salir de allí lo antes posible.

– Oh… sí, naturalmente. Y todo lo que haga falta -respondió Basil volviendo a la realidad.

– Imagino que usted no oiría ningún ruido extraño durante la noche, ¿verdad? -le preguntó Evan desde la puerta.

Sir Basil frunció el ceño.

– ¿Cómo? No, en absoluto, de otro modo ya lo habría dicho. -Todavía no habían abandonado la habitación, pero la atención de aquel hombre ya se había desentendido de ellos y se centraba ahora en las hojas que azotaban los cristales, movidas por el viento.

Phillips, el mayordomo, los esperaba en el vestíbulo. Sin decir palabra los condujo a través de la amplia y curvada escalinata hasta el rellano, alfombrado en tonos rojos y azules y decorado con varias mesillas arrimadas a las paredes. El rellano se extendía unos quince metros a derecha e izquierda hasta unas ventanas en forma de tribuna que lo iluminaban desde ambos extremos. Siguieron al criado hacia la izquierda y se pararon ante la tercera puerta.

– La habitación de la señorita Octavia -dijo Phillips con voz pausada-. Si me necesitan, toquen la campanilla.

Monk abrió la puerta y entró en la habitación. Llevaba a Evan pegado a los talones. La habitación era de techo alto con molduras de yeso y de él colgaban unas arañas de cristal. Las cortinas con dibujos de flores verdes y rosas estaban descorridas y dejaban penetrar la luz. Había tres butacas tapizadas, un tocador con un espejo de tres cuerpos y una gran cama cuyo dosel estaba revestido con la misma tela que las cortinas. Atravesado en la cama yacía el cuerpo de una mujer joven, cubierto tan sólo por un camisón de seda de color marfil. Una herida de color púrpura le atravesaba el cuerpo desde el pecho hasta casi las rodillas. Tenía los brazos extendidos y, desparramada sobre los hombros, la espesa mata de cabellos castaños.

A Monk le sorprendió encontrar a su lado a un hombre delgado de talla mediana y expresión inteligente, en actitud grave y ensimismada. Los rayos de sol que se filtraban a través de la ventana arrancaban reflejos a sus rubios cabellos, de apretados rizos y chispeados de hebras canosas.

– ¿Policía? -preguntó mirando a Monk de arriba abajo-. Yo soy el doctor Faverell -dijo a modo de presentación-. El criado avisó al policía de guardia y éste me avisó a mí… a eso de las ocho.

– Me llamo Monk -le replicó Monk- y éste es el sargento Evan. ¿Puede facilitarnos alguna información?

Evan cerró la puerta tras ellos y se acercó más a la cama; tenía el rostro contraído por una mueca de dolor.