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Dentro del juzgado el ambiente era diferente y la semioscuridad reinante, unida a la inexorable severidad del lugar, recordaba a los presentes que se encontraban ante la majestad de la ley, que de aquella casa estaban desterrados los antojos individuales y que allí sólo regía la justicia ciega e impersonal.

Abundaban los policías de uniforme oscuro, sombrero de copa, botones y cinturón relucientes, los escribientes de pantalón rayado, los abogados con toga y peluca y los alguaciles que se movían de aquí para allá para dirigir al público a sus diferentes destinos. A Hester y a Callandra se les indicó una sala donde deberían esperar hasta que las llamaran. No estaban autorizadas a entrar en la sala del tribunal para evitar que pudieran oír declaraciones que afectaran la que ellas deberían deponer.

Hester se sentó sin decir palabra, era evidente que se sentía muy inquieta. En una docena de ocasiones abrió la boca para decir algo pero, como reconociendo que no hacía al caso o que obedecía sólo al deseo de calmar la tensión, optó por callar. Ya había transcurrido media hora de inconveniente nerviosismo cuando se abrió la puerta y, antes aún de que hubiera entrado, Hester reconoció la silueta de la persona que se había detenido para hablar con alguien situado en el corredor. Al verlo sintió el cosquilleo de la conciencia, una impresión que nada tenía que ver con el recelo, ni tampoco con el interés.

– Buenos días, lady Callandra y señorita Latterly. -El hombre se volvió finalmente, entró en la habitación y cerró la puerta tras él.

– Buenos días, señor Monk -replicó Callandra, haciendo una inclinación cortés con la cabeza.

– Buenos días, señor Monk -repitió Hester como un eco, haciendo exactamente el mismo gesto.

Volver a ver aquel rostro huesudo pero de rasgos suaves, con sus ojos grises de mirada dura e impertérrita, la ancha nariz de perfil aquilino y la boca con su fina cicatriz, revivió en los pensamientos de Hester todos los recuerdos del caso Grey: ira, confusión, intenso dolor y miedo, momentos esporádicos de mutua comprensión que no recordaba haber vivido con nadie más y colaboración en un mismo objetivo con una intensidad realmente excepcional.

Ahora habían pasado a convertirse simplemente en dos personas que se causaban mutua irritación y a las que sólo reunía el deseo de ahorrar más dolores a Menard Grey, así como tal vez una vaga sensación de responsabilidad por el hecho de haber sido los que habían descubierto la verdad.

– Siéntese, por favor, señor Monk -le ordenó más que le rogó Hester-. Acomódese, tenga la bondad.

Él siguió de pie.

Hubo unos momentos de silencio. Con toda deliberación, Hester se dedicó a pensar en cómo declararía, en las preguntas que, según la había prevenido Rathbone, le haría el fiscal y en cómo debía evitar las respuestas perjudiciales o decir más cosas de las que le preguntaran. -¿Le ha dado algún consejo el señor Rathbone? -dijo Hester sin detenerse a reflexionar en lo que decía.

Monk enarcó las cejas.

– No es la primera vez que declaro ante un juez, señorita Latterly -dijo con sarcasmo-, incluso lo he hecho en casos de considerable importancia. Estoy perfectamente al corriente del procedimiento judicial.

A Hester le molestó haberse hecho acreedora de aquella observación, pero se molestó también con él por habérsela hecho. Sin poder dominarse, le asestó el golpe más duro que se le ocurrió en aquel momento.

– Veo que ha recuperado gran parte de la memoria desde la última vez que nos vimos. No lo había advertido, de otro modo no le habría hecho el comentario. No pretendía otra cosa que serle útil, pero ya veo que no le hace falta.

Del rostro de Monk huyó el color, dejando sólo dos manchas rosadas en sus mejillas. Su cerebro se puso a trabajar a toda marcha buscando una pulla igualmente hiriente como respuesta.



– Aunque haya olvidado muchas cosas, señorita Latterly, estoy en mejor situación que aquellos que ya al principio no sabían nada -dijo en tono agrio dando media vuelta.

Callandra sonrió pero no intervino.

– Lo que le ofrecía no eran tanto mis consejos -le replicó Hester- como los del señor Rathbone, señor Monk. Pero si cree que usted sabe más que él, sólo espero que no se equivoque. No lo digo por usted, que aquí cuenta muy poco, sino por Menard Grey. Confío en que no haya perdido de vista el objeto de nuestra presencia en este lugar.

Hester había ganado aquel intercambio y ella lo sabía.

– Sé muy bien a qué he venido -dijo Monk fríamente, de espaldas a su interlocutora y con las manos en los bolsillos-. He dejado mis actuales investigaciones en manos del sargento Evan y me he apresurado a venir por si el señor Rathbone quería verme, pero no tengo intención de molestarlo en caso de que no me necesite.

– Quizás él no sepa siquiera que está usted aquí -le devolvió ella.

Monk se volvió y se encaró con Hester.

– Mire, señorita Latterly, ¿sería mucho pedir que por una vez no se inmiscuyese en los asuntos de los demás y asumiera que somos perfectamente capaces de arreglárnoslas prescindiendo de sus orientaciones? He informado a su escribiente así que he llegado.

– Entonces le diré que la educación no le exigía otra cosa que decírmelo cuando se lo he preguntado -replicó Hester, herida por la acusación de metomentodo que Monk acababa de hacerle y que ella consideraba totalmente injustificada, o exagerada, o sólo merecida hasta cierto punto-. Pero parece que usted no sabe lo que significa educación para las personas corrientes.

– Usted no es una persona corriente, señorita Latterly. -Tenía los ojos desencajados y el rostro tenso-. Usted es arrogante, dictadora y propensa a figurarse que la gente es incapaz de arreglárselas sin su ayuda. En usted se reúnen los peores rasgos de las institutrices con la insensibilidad de las directoras de los asilos. No me extraña que estuviera entre militares: está perfectamente dotada para el puesto.

Había sido un golpe bajo, ya que Monk sabía lo mucho que Hester despreciaba a los mandos militares por la incompetencia y altanería que los caracterizaba, rasgos que habían conducido a tantos soldados a una muerte tan espantosa como inútil. Hester estaba tan furiosa que la indignación casi le impedía hablar.

– ¡No es verdad! -exclamó jadeando-. En el ejército no hay más que hombres y los que dan las órdenes son en su mayoría testarudos y estúpidos; como usted. No tienen ni la más mínima idea de lo que se llevan entre manos, pero no dejan de moverse a trompicones sin importarles un comino que otros pierdan la vida por culpa de su ignorancia y por negarse a aceptar consejos. -Respiró afanosamente-. Antes preferirían la muerte que aceptar el consejo de una mujer, y eso no tendría ninguna importancia si no fuera que otras personas tienen que morir por su culpa.

El alguacil abrió la puerta anunciando a Hester que se preparase para entrar en la sala, lo que le impidió a Monk pensar en la respuesta apropiada. Ella se levantó dándose aires de dignidad ofendida y pasó casi rozándolo, pero se le enganchó la falda en la puerta y tuvo que pararse para liberarla, lo que la irritó profundamente. Hester dirigió a Callandra una sonrisa fugaz por encima del hombro y después, con un hueco en el estómago, siguió al alguacil a través del pasillo hasta la sala.

Esta era espaciosa, de techo alto y con las paredes revestidas de paneles de madera, y estaba tan atestada de gente que Hester tuvo la impresión de que se abalanzaban sobre ella desde todos lados. Hasta notaba el calor que exhalaban los cuerpos de las personas que se apiñaban para verla entrar, y oía crujidos, siseos de respiraciones afanosas y pies que porfiaban por mantener el equilibrio. En los bancos donde estaban instalados los periodistas trabajaban muchos lápices, unos rasgueando el papel en el que tomaban notas y otros trazando bocetos de rostros y sombreros.

Hester avanzó con la mirada al frente y se dirigió a la tribuna de los testigos, furiosa consigo misma porque le temblaban las piernas. Tropezó en un peldaño y el alguacil avanzó el brazo para sostenerla. Hester miró a su alrededor buscando a Oliver Rathbone, al que descubrió inmediatamente, aunque ahora, con la blanca peluca de abogado, tenía un aspecto completamente diferente, mucho más distante. Él la miró con la fría cortesía con que habría mirado a una desconocida, lo que la sumió en un sorprendente desamparo.