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– Sí, el salto de cama de Octavia manchado de sangre -admitió Rathbone- y envolviendo un cuchillo de cocina… pero no manchado con la sangre de Octavia. Octavia se mató con un abrecartas en el estudio de su padre, alguien de la familia la encontró, la trasladó escaleras arriba y la dejó en su habitación para que pareciera que la habían asesinado. -La expresión de su rostro demostraba contrariedad y desprecio-. Sin duda quería ahorrar a la familia la vergüenza y el oprobio del suicidio, así como todo lo que pudiera comportar tanto desde el punto de vista social como político. Después limpiaron el abrecartas y volvieron a dejarlo en su sitio.
– Pero ¿y el cuchillo de cocina? -repitió Cyprian-. ¿Y el salto de cama? Eran suyos. Rose identificó la prenda. Y lo mismo Mary. Y lo que todavía es más importante: Minta la vio aquella noche en el rellano con el salto de cama puesto. Y después estaba manchado de sangre.
– Era muy fácil hacerse con el cuchillo de cocina -dijo Rathbone con aire paciente-. La sangre podía proceder de cualquier trozo de carne comprado para la mesa: una liebre, un ganso, un trozo de ternera o de cordero…
– ¿Y el salto de cama?
– Éste es el punto crucial de toda la cuestión. Lo enviaron de la lavandería, el día anterior, en perfectas condiciones, limpio y sin mancha ni desgarrón alguno…
– Es natural -admitió de mala gana Cyprian-, no iban a mandarlo de otro modo. ¿De qué demonios habla, hombre?
– La noche en que la señora Haslett murió -Rathbone hizo como si no hubiera oído la interrupción, mostrándose con ello más educado que Cyprian-, primero se retiró a su habitación y se cambió para pasar la noche. Pero resultó que el salto de cama estaba roto y es probable que nunca sepamos cómo ocurrió el hecho. Encontró a su hermana, la señora Kellard, en el rellano y le dio las buenas noches, como usted acaba de decir y como sabemos a través de la propia señora Kellard. -Echó una mirada a Araminta y vio que ella asentía tan levemente con la cabeza que sólo el reflejo de la luz en su espléndida cabellera dio cuenta del movimiento-. Después fue a darle las buenas noches a su madre. Pero lady Moidore se dio cuenta del desgarrón y se ofreció a remendarlo, ¿no es así, señora?
– Sí, así es. -La voz de Beatrice, que pretendía ser baja, se convirtió en ronco murmullo, que el dolor hacía más patético.
– Octavia se lo sacó y se lo dejó a su madre para que lo remendara -dijo en voz queda Rathbone, aunque articulaba cada una de las palabras que pronunciaba de forma tan diferenciada como piedras sueltas que fueran cayendo en el agua helada-. Se metió en la cama sin él… y no lo llevaba cuando fue al estudio de su padre en plena noche. Lady Moidore se lo cosió y lo devolvieron a la habitación de Octavia. De allí lo cogió alguien, sabiendo que Octavia lo llevaba puesto cuando se despidió al dar las buenas noches, aunque no que lo hubiera dejado en la habitación de su madre…
Uno tras otro, primero Beatrice, después Cyprian y a continuación los demás, se volvieron a Araminta.
Parecía que Araminta se hubiera quedado petrificada, su rostro era cadavérico.
– ¡Dios de los cielos! ¡Y dejaste que colgaran a Percival! -dijo Cyprian finalmente, los labios tensos y la espalda encorvada como si acabaran de pegarle una paliza.
Araminta no dijo nada, también ella estaba pálida como una muerta.
– ¿Y cómo la llevaste arriba? -preguntó Cyprian levantando ahora la voz, como si la ira por sí sola pudiera liberarlo en cierto modo del dolor que lo embargaba.
Araminta sonrió, una sonrisa lenta y aviesa, un gesto en el que había odio pero que revelaba una herida abierta y dolorosa.
– No fui yo… fue papá. A veces pensaba que, si algún día llegaba a descubrirse, yo diría que había sido Myles, así me vengaría de él por lo que me ha hecho, por todo lo que me ha venido haciendo a lo largo de todos los años que llevamos casados. Pero nadie lo habría creído. -Su voz estaba preñada de un desprecio impotente que había ido acumulando con los años-. No tiene el valor suficiente. Y él no habría mentido para proteger a los Moidore. No, lo hicimos papá y yo… y Myles no nos protegería cuando se acabara todo. -Se puso en pie y volvió el rostro hacia sir Basil. Por los dedos le resbalaba un hilillo de sangre, que había brotado al clavarse las uñas en la palma de la mano.
»Te he querido siempre, papá, pero tú me hiciste casar con un hombre que me violó, que se ha servido de mí como de una mujer pública. -La amargura y el dolor que sentía la agobiaban-. Tú no me habrías permitido que lo abandonase, porque los Moidore no hacen cosas que puedan empañar el buen nombre de la familia, que es lo único que te importa de verdad, porque esto es poder: el poder que da el dinero, el poder que da la fama, el poder que da gozar de una buena posición.
Sir Basil se quedó inmóvil y aterrado, como si acabara de recibir un golpe físico.
– Pues bien, yo oculté el suicidio de Octavia para proteger a la familia -prosiguió Araminta, clavando en él los ojos como si fuera la única persona que pudiera oír sus palabras-. Y colaboré contigo para que creyeran que Percival era el culpable y lo colgaran. Bien, ahora ya estamos hundidos. Ha sido un escándalo, una burla… -Le temblaba la voz, como si estuviera a punto de estallar en una carcajada-. Todo son eufemismos para evitar la palabra asesinato, la palabra corrupción. Tú pagarás conmigo, con la horca, por Percival. Eres un Moidore y morirás como tal, lo mismo que yo.
– Dudo que se llegue a este extremo, señora Kellard -dijo Rathbone con voz entrecortada, debatiéndose entre el dolor y el asco-. Con un buen abogado, probablemente sólo tendrá que pasar el resto de la vida en la cárcel bajo acusación de homicidio y con la eximente del dolor…
– ¡Prefiero que me cuelguen! -le escupió Araminta.
– Aunque la creo, usted en esto no tiene voz ni voto -puntualizó Rathbone volviéndose hacia ella-, ni tampoco usted, sir Basil. Sargento Evan, le ruego que cumpla con su deber.
Evan, obediente, dio un paso al frente y apresó las blancas muñecas de Araminta con las esposas de hierro. El agente que estaba junto a la puerta procedió a hacer lo mismo con sir Basil.
Romola se echó a llorar, unos sollozos profundos que no se sabía muy bien si estaban provocados por la pena que tenía de sí misma o por la confusión. Cyprian la ignoró y se acercó a su madre, la rodeó cariñosamente con los brazos y la estrechó contra su pecho, como si él fuera el padre y ella la hija.
– No te apenes, cariño, nos ocuparemos de ti -dijo Septimus con voz clara-. Esta noche podemos comer aquí abajo, bastará con un poco de sopa caliente. Seguramente todos tendremos ganas de retirarnos temprano, pero creo que será mejor que nos quedemos a pasar la velada junto a la chimenea. Nos necesitamos, no es momento para estar solos.
Hester le dedicó una sonrisa, se acercó a la ventana y descorrió la cortina para que la alcoba quedara iluminada. Vio a Monk esperando fuera pese a la nieve y levantó la mano para saludarlo, un movimiento casi imperceptible que él sabría interpretar.
Se abrió la puerta principal de la casa y Evan, acompañado del agente, salió por ella conduciendo a Basil Moidore y a su hija, que la atravesaron por última vez.