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– ¿Pero qué fue lo que dijo el Lirón? -preguntó uno de los miembros del jurado.

– De esto no puedo acordarme -dijo el Sombrerero.

– Tienes que acordarte -subrayó el Rey-, o haré que te ejecuten.

El desgraciado Sombrerero dejó caer la taza de té y el pan con mantequilla, y cayó de rodillas.

– Soy un pobre hombre, Majestad -empezó.

– Lo que eres es un pobre orador -dijo sarcástico el Rey.

Al llegar a este punto uno de los conejillos de indias empezó a aplaudir, y fue inmediatamente reprimido por los ujieres de la corte. (Como eso de «reprimir» puede resultar difícil de entender, voy a explicar con exactitud lo que pasó. Los ujieres tenían un gran saco de lona, cuya boca se cerraba con una cuerda: dentro de este saco metieron al conejillo de indias, la cabeza por delante, y después se sentaron encima).

– Me alegro muchísimo de haber visto esto -se dijo Alicia-. Estoy harta de leer en los periódicos que, al final de un juicio, «estalló una salva de aplausos, que fue inmediatamente reprimida por los ujieres de la sala», y nunca comprendí hasta ahora lo que querían decir.

– Si esto es todo lo que sabes del caso, ya puedes bajar del estrado -siguió diciendo el Rey.

– No puedo bajar más abajo -dijo el Sombrerero-, porque ya estoy en el mismísimo suelo.

– Entonces puedes sentarte -replicó el Rey.

Al llegar a este punto el otro conejillo de indias empezó a aplaudir, y fue también reprimido.

– ¡Vaya, con eso acaban los conejillos de indias! -se dijo Alicia-. Me parece que todo irá mejor sin ellos.

– Preferiría terminar de tomar el té -dijo el Sombrerero, lanzando una mirada inquieta hacia la Reina, que estaba leyendo la lista de cantantes.

– Puedes irte -dijo el Rey. Y el Sombrerero salió volando de la sala, sin esperar siquiera el tiempo suficiente para ponerse los zapatos.

– Y al salir que le corten la cabeza -añadió la Reina, dirigiéndose a uno de los ujieres.

Pero el Sombrerero se había perdido de vista, antes de que el ujier pudiera llegar a la puerta de la sala.

– ¡Llama al siguiente testigo! -dijo el Rey.

El siguiente testigo era la cocinera de la Duquesa. Llevaba el pote de pimienta en la mano, y Alicia supo que era ella, incluso antes de que entrara en la sala, por el modo en que la gente que estaba cerca de la puerta empezó a estornudar.

– Di lo que tengas que declarar -ordenó el Rey.

– De eso nada -dijo la cocinera.

El Rey miró con ansiedad al Conejo Blanco, y el Conejo Blanco dijo en voz baja:

– Su Majestad debe examinar detenidamente a este testigo.

– Bueno, si debo hacerlo, lo haré -dijo el Rey con resignación, y, tras cruzarse de brazos y mirar de hito en hito a la cocinera con aire amenazador, preguntó en voz profunda-: ¿De qué se hacen las tartas?

– Sobre todo de pimienta -respondió la cocinera.

– Melaza -dijo a sus espaldas una voz soñolienta.

– Prended a ese Lirón -chilló la Reina-. ¡Decapitad a ese Lirón! ¡Arrojad a ese Lirón de la sala! ¡Reprimidle! ¡Pellizcadle! ¡Dejadle sin bigotes!

Durante unos minutos reinó gran confusión en la sala, para arrojar de ella al Lirón, y, cuando todos volvieron a ocupar sus puestos, la cocinera había desaparecido.

– ¡No importa! -dijo el Rey, con aire de alivio-. Llama al siguiente testigo. -Y añadió a media voz dirigiéndose a la Reina-: Realmente, cariño, debieras interrogar tú al próximo testigo. ¡Estas cosas me dan dolor de cabeza!

Alicia observó al Conejo Blanco, que examinaba la lista, y se preguntó con curiosidad quién sería el próximo testigo. «Porque hasta ahora poco ha sido lo que han sacado en limpio», se dijo para sí. Imaginad su sorpresa cuando el Conejo Blanco, elevando al máximo volumen su vocecilla, leyó el nombre de:

– ¡Alicia!

Capítulo 12 – LA DECLARACION DE ALICIALA DECLARACION DE ALICIA

– ¡Estoy aquí! -gritó Alicia.





Y olvidando, en la emoción del momento, lo mucho que había crecido en los últimos minutos, se puso en pie con tal precipitación que golpeó con el borde de su falda el estrado de los jurados, y todos los miembros del jurado cayeron de cabeza encima de la gente que había debajo, y quedaron allí pataleando y agitándose, y esto le recordó a Alicia intensamente la pecera de peces de colores que ella había volcado sin querer la semana pasada.

– ¡Oh, les ruego me perdonen! -exclamó Alicia en tono consternado.

Y empezó a levantarlos a toda prisa, pues no podía apartar de su mente el accidente de la pecera, y tenía la vaga sensación de que era preciso recogerlas cuanto antes y devolverlos al estrado, o de lo contrario morirían.

– El juicio no puede seguir -dijo el Rey con voz muy grave- hasta que todos los miembros del jurado hayan ocupado debidamente sus puestos… todos los miembros del jurado -repitió con mucho énfasis, mirando severamente a Alicia mientras decía estas palabras.

Alicia miró hacia el estrado del jurado, y vio que, con las prisas, había colocado a la Lagartija cabeza abajo, y el pobre animalito, incapaz de incorporarse, no podía hacer otra cosa que agitar melancólicamente la cola.

Alicia lo cogió inmediatamente y lo colocó en la postura adecuada.

«Aunque no creo que sirva de gran cosa», se dijo para sí. «Me parece que el juicio no va a cambiar en nada por el hecho de que este animalito esté de pies o de cabeza».

Tan pronto como el jurado se hubo recobrado un poco del shock que había sufrido, y hubo encontrado y enarbolado de nuevo sus tizas y pizarras, se pusieron todos a escribir con gran diligencia para consignar la historia del accidente. Todos menos la Lagartija, que parecía haber quedado demasiado impresionada para hacer otra cosa que estar sentada allí, con la boca abierta, los ojos fijos en el techo de la sala.

– ¿Qué sabes tú de este asunto? -le dijo el Rey a Alicia.

– Nada -dijo Alicia.

– ¿Nada de nada? -insistió el Rey.

– Nada de nada -dijo Alicia.

– Esto es algo realmente trascendente -dijo el Rey, dirigiéndose al jurado.

Y los miembros del jurado estaban empezando a anotar esto en sus pizarras, cuando intervino a toda prisa el Conejo Blanco:

– Naturalmente, Su Majestad ha querido decir intrascendente -dijo en tono muy respetuoso, pero frunciendo el ceño y haciéndole signos de inteligencia al Rey mientras hablaba.

Intrascendente es lo que he querido decir, naturalmente -se apresuró a decir el Rey.

Y empezó a mascullar para sí: «Trascendente… intrascendente…

trascendente… intrascendente…», como si estuviera intentando decidir qué palabra sonaba mejor.

Parte del jurado escribió «trascendente», y otra parte escribió «intrascendente». Alicia pudo verlo, pues estaba lo suficiente cerca de los miembros del jurado para leer sus pizarras. «Pero esto no tiene la menor importancia», se dijo para sí.

En este momento el Rey, que había estado muy ocupado escribiendo algo en su libreta de notas, gritó: «¡Silencio!», y leyó en su libreta:

– Artículo Cuarenta y Dos. Toda persona que mida más de un kilómetro tendrá que abandonar la sala.

Todos miraron a Alicia.

– Yo no mido un kilómetro -protestó Alicia.

– Sí lo mides -dijo el Rey.

– Mides casi dos kilómetros añadió la Reina.

– Bueno, pues no pienso moverme de aquí, de todos modos -aseguró Alicia-. Y además este artículo no vale: usted lo acaba de inventar.

– Es el artículo más viejo de todo el libro -dijo el Rey.

– En tal caso, debería llevar el Número Uno -dijo Alicia.

El Rey palideció, y cerró a toda prisa su libro de notas.

– ¡Considerad vuestro veredicto! -ordenó al jurado, en voz débil y temblorosa.

– Faltan todavía muchas pruebas, con la venia de Su Majestad -dijo el Conejo Blanco, poniéndose apresuradamente de pie-. Acaba de encontrarse este papel.