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– … o pasado mañana, quizás -continuó el lacayo en el mismo tono de voz, como si no hubiese pasado absolutamente nada.

– ¿Qué tengo que hacer para entrar? -volvió a preguntar Alicia alzando la voz.

– Pero ¿tienes realmente que entrar? -dijo el lacayo-. Esto es lo primero que hay que aclarar, sabes.

Era la pura verdad, pero a Alicia no le gustó nada que se lo dijeran.

– ¡Qué pesadez! -masculló para sí-. ¡Qué manera de razonar tienen todas estas criaturas! ¡Hay para volverse loco!

Al lacayo le pareció ésta una buena oportunidad para repetir su observación, con variaciones:

– Estaré sentado aquí -dijo- días y días.

– Pero ¿qué tengo que hacer yo? -insistió Alicia.

– Lo que se te antoje -dijo el criado, y empezó a silbar.

– ¡Oh, no sirve para nada hablar con él! -murmuró Alicia desesperada-. ¡Es un perfecto idiota!

Abrió la puerta y entró en la casa.

La puerta daba directamente a una gran cocina, que estaba completamente llena de humo. En el centro estaba la Duquesa, sentada sobre un taburete de tres patas y con un bebé en los brazos. La cocinera se inclinaba sobre el fogón y revolvía el interior de un enorme puchero que parecía estar lleno de sopa.

– ¡Esta sopa tiene por descontado demasiada pimienta! -se dijo Alicia para sus adentros, mientras soltaba el primer estornudo.

Donde si había demasiada pimienta era en el aire. Incluso la Duquesa estornudaba de vez en cuando, y el bebé estornudaba y aullaba alternativamente, sin un momento de respiro. Los únicos seres que en aquella cocina no estornudaban eran la cocinera y un rollizo gatazo que yacía cerca del fuego, con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¿Por favor, podría usted decirme -preguntó Alicia con timidez, pues no estaba demasiado segura de que fuera correcto por su parte empezar ella la conversación- por qué sonríe su gato de esa manera?

– Es un gato de Cheshire -dijo la Duquesa-, por eso sonríe. ¡Cochino!

Gritó esta última palabra con una violencia tan repentina, que Alicia estuvo a punto de dar un salto, pero en seguida se dio cuenta de que iba dirigida al bebé, y no a ella, de modo que recobró el valor y siguió hablando.

– No sabía que los gatos de Cheshire estuvieran siempre sonriendo. En realidad, ni siquiera sabía que los gatos pudieran sonreír.

– Todos pueden -dijo la Duquesa-, y muchos lo hacen.

– No sabía de ninguno que lo hiciera -dijo Alicia muy amablemente, contenta de haber iniciado una conversación.

– No sabes casi nada de nada -dijo la Duquesa-. Eso es lo que ocurre.

A Alicia no le gustó ni pizca el tono de la observación, y decidió que sería oportuno cambiar de tema. Mientras estaba pensando qué tema elegir, la cocinera apartó la olla de sopa del fuego, y comenzó a lanzar todo lo que caía en sus manos contra la Duquesa y el bebé: primero los hierros del hogar, después una lluvia de cacharros, platos y fuentes. La Duquesa no dio señales de enterarse, ni siquiera cuando los proyectiles la alcanzaban, y el bebé berreaba ya con tanta fuerza que era imposible saber si los golpes le dolían o no.

– ¡Oh, por favor, tenga usted cuidado con lo que hace! -gritó Alicia, mientras saltaba asustadísima para esquivar los proyectiles-. ¡Le va a arrancar su preciosa nariz! -añadió, al ver que un caldero extraordinariamente grande volaba muy cerca de la cara de la Duquesa.

– Si cada uno se ocupara de sus propios asuntos -dijo la Duquesa en un gruñido-, el mundo giraría mucho mejor y con menos pérdida de tiempo.

– Lo cual no supondría ninguna ventaja -intervino Alicia, muy contenta de que se presentara una oportunidad de hacer gala de sus conocimientos-. Si la tierra girase más aprisa, ¡imagine usted el lío que se armaría con el día y la noche! Ya sabe que la tierra tarda veinticuatro horas en ejecutar un giro completo sobre su propio eje…

– Hablando de ejecutar -interrumpió la Duquesa-, ¡que le corten la cabeza!

Alicia miró a la cocinera con ansiedad, para ver si se disponía a hacer algo parecido, pero la cocinera estaba muy ocupada revolviendo la sopa y no parecía prestar oídos a la conversación, de modo que Alicia se animó a proseguir su lección:

– Veinticuatro horas, creo, ¿o son doce? Yo…

– Tú vas a dejar de fastidiarme -dijo la Duquesa-. ¡Nunca he soportado los cálculos!



Y empezó a mecer nuevamente al niño, mientras le cantaba una especie de nana, y al final de cada verso propinaba al pequeño una fuerte sacudida.

Grítale y zurra al niñito

si se pone a estornudar,

porque lo hace el bendito

sólo para fastidiar.

CORO

(Con participación de la cocinera y el bebé)

¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!

Cuando comenzó la segunda estrofa, la Duquesa lanzó al niño al aire, recogiéndolo luego al caer, con tal violencia que la criatura gritaba a voz en cuello. Alicia apenas podía distinguir las palabras:

A mi hijo le grito,

y si estornuda, ¡menuda paliza!

Porque, ¿es que acaso no le gusta

la pimienta cuando le da la gana?

CORO

¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!

– ¡Ea! ¡Ahora puedes mecerlo un poco tú, si quieres! -dijo la Duquesa al concluir la canción, mientras le arrojaba el bebé por el aire-. Yo tengo que ir a arreglarme para jugar al croquet con la Reina.

Y la Duquesa salió apresuradamente de la habitación. La cocinera le tiró una sartén en el último instante, pero no la alcanzó.

Alicia cogió al niño en brazos con cierta dificultad, pues se trataba de una criaturita de forma extraña y que forcejeaba con brazos y piernas en todas direcciones, «como una estrella de mar», pensó Alicia. El pobre pequeño resoplaba como una maquina de vapor cuando ella lo cogió, y se encogía y se estiraba con tal furia que durante los primeros minutos Alicia se las vio y deseó para evitar que se le escabullera de los brazos.

En cuanto encontró el modo de tener el niño en brazos (modo que consistió en retorcerlo en una especie de nudo, la oreja izquierda y el pie derecho bien sujetos para impedir que se deshiciera), Alicia lo sacó al aire libre. «Si no me llevo a este niño conmigo», pensó, «seguro que lo matan en un día o dos.

¿Acaso no sería un crimen dejarlo en esta casa?» Dijo estas últimas palabras en alta voz, y el pequeño le respondió con un gruñido (para entonces había dejado ya de estornudar).

– No gruñas -le riñó Alicia-. Ésa no es forma de expresarse.

El bebé volvió a gruñir, y Alicia le miró la cara con ansiedad, para ver si le pasaba algo. No había duda de que tenía una nariz muy respingona, mucho más parecida a un hocico que a una verdadera nariz. Además los ojos se le estaban poniendo demasiado pequeños para ser ojos de bebé. A Alicia no le gustaba ni pizca el aspecto que estaba tomando aquello. «A lo mejor es porque ha estado llorando», pensó, y le miró de nuevo los ojos, para ver si había alguna lágrima. No, no había lágrimas.

– Si piensas convertirte en un cerdito, cariño -dijo Alicia muy seria-, yo no querré saber nada contigo. ¡Conque ándate con cuidado!

La pobre criaturita volvió a soltar un quejido (¿o un gruñido? era imposible asegurarlo), y los dos anduvieron en silencio durante un rato.

Alicia estaba empezando a preguntarse a sí misma: «Y ahora, ¿qué voy a hacer yo con este chiquillo al volver a mi casa?», cuando el bebé soltó otro gruñido, con tanta violencia que volvió a mirarlo alarmada. Esta vez no cabía la menor duda: no era ni más ni menos que un cerdito, y a Alicia le pareció que sería absurdo seguir llevándolo en brazos.

Así pues, lo dejó en el suelo, y sintió un gran alivio al ver que echaba a trotar y se adentraba en el bosque.

«Si hubiera crecido», se dijo a sí misma, «hubiera sido un niño terriblemente feo, pero como cerdito me parece precioso». Y empezó a pensar en otros niños que ella conocía y a los que les sentaría muy bien convertirse en cerditos.