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– No sea tonto. Por una vez mi padre dio su aprobación. París es un lugar excelente para obtener un divorcio tranquilo, de modo que pronto partiré para Francia. Y si le queda un poco de sentido común, lo mejor que podría hacer es gastar una parte de aquel maravilloso billete que me mostró e irse usted también a París.

– ¿Qué tengo que ver yo con eso?

– Esta es la segunda pregunta tonta que me hace. Usted no engaña a nadie más que a sí mismo, Marlowe. ¿Sabe cómo matan los cazadores a los tigres?

– ¿Cómo podría saberlo?

– Agarran una cabra, la atan a una estaca y luego se ocultan detrás de un árbol. Desde luego, la cabra no lo pasa bien. Usted me gusta. No sé por qué, pero me gusta. Me desagrada la idea de verlo hacer el papel de cabra. Usted trató con todas sus fuerzas de hacer lo que creía justo y de hacerlo bien.

– Muy amable de su parte -contesté-. Pero si asomo la cabeza y me la cortan de un hachazo, se trata de mi cabeza y nada más.

– No se haga el héroe, no sea loco -replicó ella vivamente-. No es cuestión de que porque alguien que los dos conocimos quiso arruinar su vida y convertirse en un hombre perdido, usted tenga que imitarlo.

– Si todavía se queda por aquí un tiempo, la invitaré a tomar una copa.

– Invíteme en París. París es encantador en otoño.

– Me gustaría mucho hacerlo. He oído decir que aún es mejor en primavera, pero como no he estado nunca, no puedo afirmarlo.

– Por el camino que va, me parece que no irá nunca.

– Adiós, Linda. Espero sinceramente que encuentre lo que busca.

– Adiós -contestó ella fríamente-. Siempre encuentro lo que quiero, pero cuando lo he encontrado ya no me interesa más.

Linda cortó la comunicación. El resto del día transcurrió sin novedad. Cené afuera, dejé el coche en una estación de servicio permanente para que revisaran los frenos y tomé un taxi para regresar a casa. La calle estaba desierta como de costumbre. Subí las escaleras lentamente. Era una noche serena, aunque había una leve bruma en la atmósfera. Los árboles de la colina casi no se movían. No corría la más mínima brisa. Di vuelta a la cerradura con la llave, empujé un poco la puerta separada del marco sólo unos pocos centímetros. Adentro estaba oscuro, no se oía ningún ruido, pero tuve la sensación de que el cuarto no estaba vacío. Quizás un resorte había crujido débilmente o percibí el reflejo de una chaqueta blanca en la habitación. Quizá para una noche cálida y tranquila como aquélla, la habitación situada detrás de la puerta no estaba bastante cálida aunque sí bastante tranquila. Quizá flotaba en el aire el olor de una presencia humana. O quizá lo único que pasaba es que yo me sentía inquieto y excitado.

Me encaminé hacia el costado del pórtico, sobre el césped y me incliné contra los arbustos. No hubo nada que me llamara la atención. No se veía ninguna luz ni pude percibir movimiento alguno. Tenía un revólver en la pistolera del cinturón, era un revólver de cañón corto calibre 38. Apunté con el arma, pero no pasó nada. El silencio continuaba. Decidí que me había equivocado y me di vuelta para regresar a la puerta de entrada cuando vi que un coche doblaba por la esquina, ascendía rápidamente la colina y se detenía silenciosamente al pie de la escalera. Era un sedán grande, de color negro, con la línea del Cadillac. Podría haber creído que se trataba del coche de Linda excepto por dos cosas: nadie abrió la puerta y las ventanillas de mi lado estaban tapadas hasta abajo. Esperé y escuché, agachado contra los arbustos, pero no había nada que escuchar, ni nada que esperar. Nada más que un auto inmóvil al pie de mi escalera, con las ventanas cerradas. Entonces se encendió la luz roja del potente reflector del automóvil y el rayo de luz iluminó de pronto el espacio situado a unos cinco metros más allá de la casa. Después el coche comenzó a dar marcha atrás muy lentamente hasta que el reflector pudo iluminar el frente de la casa, la chimenea y el techo.

La policía no anda en Cadillac. Los Cadillac con reflectores rojos pertenecen a tipos importantes, intendentes y comisionados federales, quizás a fiscales de distrito. O hasta a rufianes de categoría.

El reflector continuó la búsqueda. Yo me eché al suelo, pero de todas formas me localizó. Me iluminó con fuerza y la luz se mantuvo inmóvil. Nada más. El auto seguía cerrado, la casa silenciosa y a oscuras.

Entonces, durante uno o dos segundos, se oyó el silbido de una sirena que sonó en tono bajo y en aquel momento, al fin, la casa se iluminó de golpe y salió de la misma un hombre con smoking blanco. Se detuvo al pie de la escalera y empezó a mirar a ambos lados, a lo largo de la pared y de los arbustos.





– ¡Vamos, entre, infeliz! -dijo Menéndez con una risita ahogada-. Tiene visitas.

Hubiera podido dispararle un tiro con toda facilidad. Pero en seguida retrocedió y fue demasiado tarde… aun si hubiera podido hacerlo. Vi que se bajaba la ventanilla correspondiente al asiento de atrás oí un golpe seco y casi al instante una pistola disparó un tiro que fue a incrustarse en la ladera de la colina, a pocos metros del lugar donde yo me encontraba.

– Vamos, entre, infeliz -repitió Menéndez, desde la puerta-. No tiene adónde ir.

Me levanté y me encaminé hacia la entrada, mientras el reflector me seguía iluminando. Guardé el revólver en la pistolera. Subí las escaleras, franqueé la puerta y me detuve. En el living había un hombre sentado en el sillón, con las piernas cruzadas y el revólver apoyado sobre el muslo. Parecía un tipo alto y esbelto, fornido y tenía la piel reseca y curtida, característica de las personas que viven en países de clima ardiente y expuesto al sol de los trópicos. Llevaba puesto un rompevientos de gabardina marrón y el cierre automático estaba abierto casi hasta la cintura. Me clavó la vista, con la mirada fija y penetrante. Estaba tan calmo y tranquilo como una pared de adobe bajo la luz de la luna.

Capítulo XLVIII

Lo miré durante demasiado tiempo. Sentí a mi lado un movimiento casi imperceptible y, de inmediato, un dolor agudo en el hombro. El brazo se me paralizó hasta la punta de los dedos. Me di vuelta y vi a un mexicano grandote, de aspecto sórdido y desagradable, que estaba al lado de la puerta. El tipo me estaba vigilando. Dejó caer a un costado la pistola cuarenta y cinco que tenía en la mano. Usaba bigote y tenía el pelo abundante, negro y lustroso, peinado hacia arriba. Tirado hacia atrás tenía puesto un sombrero sucio, sujeto por debajo del mentón con dos largas tiras de cuero que colgaban medio sueltas sobre la camisa que olía a sudor. No hay nada más tosco que un mexicano tosco, del mismo modo que no hay nada más suave que un mexicano suave, nada más honesto que un mexicano honesto, y, sobre todo, nada más triste que un mexicano triste. Aquel hombre era uno de los bravos. No los hay más bravos en ninguna parte.

Me froté el brazo. Sentí un hormigueo, pero el dolor y el entumecimiento continuaban. Si hubiera intentado sacar la pistola probablemente la habría dejado caer.

Menéndez extendió la mano hacia el mexicano, inmóvil al lado de la puerta. Este, casi sin mirar, arrojó el revólver por el aire y Menéndez lo atrapó. Se paró delante de mí y su rostro resplandeció.

– ¿Dónde lo prefiere, infeliz? -Parecía como si los ojos fueran a saltársele de las órbitas.

No hice más que mirarlo. No hay respuesta para una pregunta como aquélla.

– Le he hecho una pregunta, infeliz.

Me humedecí los labios y repliqué con otra.

– ¿Qué pasó con Agostino? Pensaba que era su guardaespaldas.

– Chic aflojó -dijo con suavidad.

– Siempre fue flojo… como su jefe.

Los ojos del hombre que estaba en el sillón relampaguearon y los labios casi esbozaron una sonrisa. El mexicano que casi me había paralizado el brazo no se movió ni pronunció una palabra. Sentí su respiración agitada.