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– ¿No se acuerda de lo que pasó?

Sacudió la cabeza.

– No me acuerdo de nada, excepto de que me caí y me hice un tajo en la cabeza. Y después de un rato recuerdo que estaba en la cama y usted estaba a mi lado. ¿Eileen lo llamó?

– Sí. ¿No se lo dijo?

– No ha hablado mucho conmigo esta última semana. Creo que debe estar harta. Hasta aquí. -Colocó la mano de canto contra el cuello, justo debajo del mentón-. Todo aquel espectáculo que montó Loring el otro día tampoco ayudó mucho.

– La señora Wade dijo que no tenía ninguna importancia y que no significaba nada.

– Justamente ésa es la pura verdad; pero me temo que Eileen no creía en lo que dijo. El tipo es anormalmente celoso. Si uno toma una o dos copas con su mujer en un rincón y se ríe un poco y le da un beso al desearle las buenas noches, supone de inmediato que uno se acuesta con ella. Una de las razones es que él no lo hace.

– Lo que me gusta de Idle Valley -dije -es que todos llevan una vida tan cómoda y normal.

Wade frunció el ceño y en aquel momento se abrió la puerta y entró Candy con las dos botellas y dos vasos.

Colocó uno enfrente de mí, sin mirarme.

– El almuerzo para dentro de media hora -dijo Wade y agregó-: ¿Por qué no se puso la chaqueta blanca?

– Hoy es mi día libre -contestó Candy, imperturbable-. Yo no soy el cocinero, patrón.

– Nos arreglaremos con unos fiambres o sandwiches y cerveza replicó Wade-. El cocinero ha salido hoy, Candy, y tengo un amigo invitado a almorzar.

– ¿Usted cree que él es su amigo? -gruñó Candy-. Mejor que le pregunte a su señora.

Wade se reclinó sobre el asiento y le sonrió.

– Cuidado con lo que dice, hombrecito. Usted aquí lo pasa bien. No le pido favores a menudo, ¿no es así?

Candy miró al suelo. Después de un momento levantó la vista y sonrió burlonamente: -Bueno, patrón. Me pondré la chaqueta blanca. Voy a servir el almuerzo. -Se dio vuelta suavemente y salió del estudio. Wade esperó a que la puerta se cerrara y entonces se encogió de hombros y me miró.

– Antes los llamábamos sirvientes. Ahora les decimos ayuda doméstica. Me pregunto cuánto tiempo pasará hasta que tengamos que servirles el desayuno en la cama. A ese tipo le doy demasiado dinero. Lo estoy echando a perder.

– ¿En concepto de sueldos… o de alguna otra cosa?

– ¿Como por ejemplo? -me preguntó en tono cortante.

Me puse de pie y le entregué algunas hojas dobladas de papel amarillo.

– Será mejor que las lea. Evidentemente usted no se acuerda de que me pidió que las rompiera. Estaban en su máquina de escribir debajo de la tapa.

Wade desdobló las páginas y se recostó hacia atrás para leerlas. El vaso con la Coca-Cola estaba sobre el escritorio, pero pasó inadvertido por completo.

Wade comenzó a leer lentamente, frunciendo el ceño. Cuando llegó al final, volvió a doblar las páginas y apretó el doblez con el dedo.

– ¿Eileen vio esto? -preguntó cautelosamente.

– No lo sé. Puede haberlo visto.

– Bastante disparatado, ¿no le parece?





– A mí me gustó. Especialmente aquella parte sobre un hombre bueno que muere por usted.

Desdobló las hojas de nuevo y las rompió en tiras largas que arrojó después al canasto.

– Supongo que un borracho es capaz de escribir o decir o hacer cualquier cosa -dijo lentamente-. Para mí, todas esas hojas carecen de sentido. Candy no me hace ningún chantaje. Me aprecia mucho.

– Quizá sería mejor que se emborrachara de nuevo. De esa forma podría recordar lo que quiso decir. Podría recordar muchas cosas. Ya hablamos de esto antes…, aquella noche en que disparó el tiro. Supongo que el Seconal lo tranquilizó. Parecía estar bastante sobrio y sereno. Pero ahora pretende no recordar que escribió las hojas que acabo de darle. No es extraño que no pueda escribir su libro, Wade. Lo que me asombra es que pueda permanecer vivo.

Wade se volvió de lado y abrió uno de los cajones del escritorio. Buscó algo en su interior, y por fin sacó una libreta de cheques. La abrió y tomó el bolígrafo en la mano.

– Le debo mil dólares -dijo con calma. Escribió la cantidad en el cheque y después en el talón. Arrancó el cheque, se puso de pie, dio la vuelta alrededor del escritorio y acercándose a mí lo dejó caer en la mesita frente al sofá en que yo estaba sentado-. ¿Está conforme?

Me recliné contra el respaldo, levanté la vista para mirarlo, sin hacer ademán alguno para recoger el cheque, y no contesté. El rostro de Wade reflejaba una tensión extrema y los ojos parecían hundidos e inexpresivos.

– Supongo que usted cree que yo la maté y que dejé que acusaran a Le

– Aunque lo hiciera, no importaría -dije-. Los amigos de Harlan Potter no le llevarían el apunte. Además, a ella no la mataron con aquella estatuita de bronce. Le atravesaron la cabeza con un balazo de su propia pistola.

– Puede ser que tuviera una pistola -dijo él como en un sueño-. Pero no sabía que le habían disparado un tiro. Eso no se publicó.

– ¿No lo sabía o no se acordaba? -le pregunté-. No, en efecto, no se publicó.

– ¿Qué es lo que se propone hacer conmigo, señor Marlowe? -Su voz seguía siendo soñadora, casi suave-. ¿Qué quiere que haga? ¿Contárselo a mi mujer? ¿Contárselo a la policía? ¿Qué se sacaría en limpio con eso?

– Usted dijo que un hombre bueno murió por usted.

– Todo lo que quise decir es que si hubiera habido una verdadera investigación habría podido ser identificado como uno, pero únicamente uno, de los posibles sospechosos. Eso me hubiera liquidado en muchos sentidos.

– No he venido aquí a acusarlo de asesinato, Wade. Lo que a usted le atormenta es que usted mismo no está seguro. Tiene antecedentes de violencia contra su esposa. Pierde el control por completo cuando se emborracha. No es argumento el afirmar que no se le destroza la cabeza a una mujer nada más porque sea una cualquiera pues eso es precisamente lo que alguien hizo. Me resulta mucho más probable que sea usted el autor del hecho y no el hombre a quien se le atribuyó ese trabajo.

Wade se encaminó hacia las puertas-vidrieras y se detuvo contemplando el débil resplandor de la luz sobre el lago. No me respondió. Durante un par de minutos no hizo movimiento alguno ni pronunció una palabra. Entonces se oyó un golpe leve en la puerta y apareció Candy empujando una mesita rodante, cubierta con un mantel blanco inmaculado, platos cubiertos con tapas de plata, una cafetera y dos botellas de cerveza.

– ¿Abro la cerveza, patrón? -le preguntó a Wade.

– Tráigame una botella de whisky -dijo Wade.

– Lo siento patrón. Whisky, no.

Wade se dio vuelta y le gritó, pero Candy no se movió. Miró el cheque que estaba sobre la mesa de bebidas y fue doblando la cabeza mientras lo leía. Después me miró y silbó algo entre dientes. En seguida miró a Wade.

– Ahora me voy. Es mi día libre.

Dio media vuelta y se fue. Wade se rió.

– Entonces me lo conseguiré yo mismo -dijo vivamente, y fue a buscar el whisky.

Levanté una de las tapas y vi unos cuantos sandwiches de forma triangular. Agarré uno, me serví cerveza y comencé a comer sin sentarme. Wade regresó con una botella y un vaso, se sentó en el sofá, se sirvió una cantidad respetable de whisky y se lo bebió de un trago. Se oyó el ruido de un coche que se alejaba de la casa; probablemente fuera Candy que se iba por el camino de servicio. Me serví otro sandwich.

– Siéntese y póngase cómodo -dijo Wade-. Tenemos toda la tarde por delante. -Ya se sentía más animado. Tenía la voz vibrante y alegre-. No soy de su agrado, ¿eh, Marlowe?

– Esa pregunta ya me ha sido formulada y la he contestado.