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Cuando levanté la vista vi a Candy parado al lado de la puerta, impecable de. pies a cabeza, con la chaqueta blanca, el cabello peinado hacia atrás, de un negro brillante, y la mirada agria.

– ¿Quiere café?

– Gracias.

– Apagué las lámparas. El patrón está bien. Dormido. Cerré su puerta. ¿Por qué se emborrachó?

– Tenía que hacerlo.

Me miró burlonamente: -No la consiguió, ¿eh? ¿Le salió el tiro por la culata, amiguito?

– Piense lo que le parezca.

– Usted no está muy guapo esta mañana, amiguito. No está nada guapo.

– ¡Traiga ese maldito café! -le grité.

– ¡Hijo de p…!

De un salto lo agarré por el brazo. El no se movió. Se limitó a mirarme despreciativamente. Me reí y le solté el brazo.

– Tiene razón, Candy. No me siento muy guapo que digamos.

Se dio vuelta y salió. Casi en seguida regresó con una bandeja de plata en la que había una cafeterita de plata, azúcar, leche y una servilleta triangular. Colocó la bandeja sobre la mesa y retiró de la misma la botella vacía y el resto de las cosas. Recogió del suelo la otra botella.

– Fresco. Recién hecho -dijo, y salió.

Tomé dos tazas de café puro. Después probé un cigarrillo. Todo iba bien. Todavía pertenecía a la raza humana. En ese momento Candy apareció de nuevo en el estudio.

– ¿Desea tomar el desayuno? -preguntó de mal humor.

– No, gracias.

– Muy bien. ¡Salga de aquí! Nosotros no queremos que ande rondando por acá.

– ¿Quién es nosotros?

Levantó la tapa de la caja y sacó un cigarrillo. Lo encendió y me echó el humo a la cara con insolencia.

– Yo cuido al patrón -dijo.

– ¿Se lo hace pagar?

Frunció el ceño y después asintió con la cabeza.

– ¡Oh, sí! Claro. Con buenos billetes.

– ¿Cuánto recibe por ese lado…, por no contar lo que sabe?

– No entiendo.

– Usted entiende perfectamente. ¿Cuánto le ha sacado? Apuesto que no más de un par de canarios.

– ¿Qué es eso?

– Doscientos dólares.

Candy sonrió en forma burlona.

– Usted será el que me dé un par de canarios, amiguito. Si no, le contaré al patrón que lo vi salir anoche de la habitación de la señora.

– Con eso compraría todo un ómnibus cargado de roñosos como usted.

Se encogió de hombros: -El patrón se pone bastante violento cuando se le sube la mostaza a la cabeza. Será mejor que pague, amiguito.

– No se haga el malo -dije despreciativamente-. Todo lo que usted recibe es dinero chico. De todas maneras, ella lo sabe todo. Usted no tiene nada que vender.

Hubo un fulgor en sus ojos: -Le repito que no vuelva por acá, guapito.

– Me voy.

Me puse de pie y di la vuelta alrededor de la mesa. Candy se movió también para seguir enfrentándome. Observé su mano, pero era evidente que aquella mañana no tenía el cuchillo. Cuando estuve cerca, levanté la mano y lo abofeteé.

– No permito que los sirvientes me llamen hijo de p… bola de grasa. Tengo trabajo aquí y vendré cuantas veces se me antoje. De ahora en adelante cuídese de lo que habla, porque un día de éstos lo aporrearé con la pistola. Entonces esa linda cara suya nunca volverá a ser lo que era.

No reaccionó para nada, ni siquiera a la bofetada. Aquello y haber sido llamado bola de grasa, debieron haber sido insultos mortales para él.

Permaneció de pie, sin moverse, con el rostro impenetrable e inexpresivo. Después, sin pronunciar palabra, recogió la bandeja y se dirigió hacia la puerta.

– Gracias por el café -le dije por la espalda.

Siguió caminando. Cuando salió del cuarto, decidí ponerme en camino. Estaba harto de la familia Wade.

Al atravesar el living vi a Eileen que bajaba las escaleras; llevaba pantalones blancos, camisa azul pálido y sandalias de punta abierta.





Me miró sorprendida.

– No sabía que estuviera aquí, señor Marlowe -dijo, como si no me hubiera visto hacía una semana, y como si en aquel momento yo me hubiera aparecido de pronto para tomar el té.

– Puse el revólver en el escritorio -le repliqué.

– ¿El revólver? -Entonces pareció caer en la cuenta-. Oh, la noche pasada fue un poco turbulenta, ¿no? Pero pensé que se había ido a su casa.

Me acerqué a ella. Llevaba colgada al cuello una delgada cadena de oro con una especie de colgante fantasía en oro y azul, sobre esmalte blanco. La parte azul esmaltada parecía un par de alas, pero no desplegadas. Contra las mismas había una ancha daga en esmalte blanco y oro, que atravesaba un rollo de pergamino. No pude leer las palabras. Era algo así como un emblema militar.

– Me emborraché -expliqué-. En forma deliberada y no muy elegante. Me sentía un poco solitario.

– No tenía por qué estarlo -dijo ella, y sus ojos eran tan transparentes como el agua. No había en ellos el menor vestigio de engaño o estratagema.

– Es cuestión de opinión -dije-. Ahora me voy y creo que no volveré. ¿Oyó lo que le dije sobre el revólver?

– ¿Así que guardó el revólver en el escritorio? Hubiera sido buena idea ponerlo en algún otro lado. Pero realmente no tuvo intención de matarse, ¿no es cierto?

– No puedo saberlo. Pero la próxima vez podría querer hacerlo.

Eileen sacudió la cabeza.

– No lo creo. En verdad, no lo creo. Anoche se portó usted magníficamente, señor Marlowe. Su ayuda fue inapreciable. No sé cómo agradecérselo.

– Intentó agradecérmelo muy bien.

Ella enrojeció levemente. Después se rió.

– Durante la noche tuve un sueño muy extraño -dijo con calma, mirando por encima de mi hombro-. Alguien que conocí hace mucho tiempo estaba en casa. Alguien que está muerto desde hace diez años. -Levantó la mano y tocó con los dedos el colgante de oro y esmalte que llevaba al cuello. -Por eso me puse esto. El me lo regaló.

– Yo también tuve un sueño raro -contesté-. Pero no se lo contaré. Hágame saber cómo sigue Roger y si puedo hacer algo por él.

Ella bajó la vista hasta encontrar mi mirada.

– Usted dijo que no volvería.

– Dije que no estaba seguro. Podría tener que volver.

Espero que no. Algo anda muy mal en esta casa. Y sólo una parte es culpa de la botella.

Eileen me clavó la vista, frunciendo el entrecejo.

– ¿Qué quiere decir?

– Creo que usted sabe a lo que me refiero.

Ella quedó pensativa, reflexionando. Los dedos seguían acariciando suavemente el colgante. Dejó escapar un suspiro lento y paciente.

– Siempre hay otra mujer -dijo con calma-. En un momento o en otro. No es necesariamente inevitable. Tenemos puntos de vista opuestos, ¿no lo cree así? Quizá ni siquiera estamos hablando de lo mismo.

– Puede ser -contesté. Seguía parada en la escalera, en el tercer escalón contando desde abajo. Todavía sus dedos aferraban el colgante. Todavía parecía un ensueño dorado-. Especialmente si usted piensa que la otra mujer es Linda Loring.

Dejó de acariciar el colgante y bajó un escalón más.

– El doctor Loring parece estar de acuerdo conmigo -dijo con indiferencia-. Debe tener alguna fuente de información.

– Usted dijo que Loring había representado aquella escena con la mitad de los hombres del valle.

– ¿Yo dije eso? Bueno…, fue una cosa convencional dicha por el momento.

Bajó otro escalón.

– No me he afeitado -le dije.

– ¡Oh!, no esperaba que me hiciera el amor.

– ¿Puede decirme concretamente qué es lo que esperaba de mí, señora Wade…, al principio, cuando me persuadió de que buscara a su marido? ¿Por qué yo?… ¿Qué podía ofrecerle?

– Usted se mantuvo fiel -dijo ella con tranquilidad-. Cuando eso no era muy fácil.

– Estoy emocionado. Pero no creo que ésa fuera la razón.

Bajó el último escalón y levantó la vista para mirarme.

– Entonces ¿cuál era la razón?

– O si lo fuera…, es una razón muy pobre. Casi la peor razón del mundo.

Frunció levemente el ceño y preguntó:

– ¿Por qué?

– Porque lo que hice, mantenerme fiel, es algo que ni siquiera un loco volvería a hacer por segunda vez.