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– No lo creo muy probable, porque no me gustan los rufianes.

– Esa no es más que una palabra, Marlowe. Es la clase de mundo que tenemos, un mundo que nos legaron dos guerras y que tenemos que preservar. Randy, yo y otro amigo estuvimos una vez en un aprieto y eso creó una especie de vínculo entre nosotros.

– Entonces, ¿por qué no le pidió ayuda cuando la necesitó?

Vació la copa e hizo una seña al mozo.

– Porque no podía negármela.

El mozo trajo más bebida. Yo le dije:

– Esas no son más que palabras. Si por casualidad el hombre le debiera algo, usted tiene que ponerse en su lugar; él estaría contento de que se le presentara la oportunidad de devolverle el favor.

Sacudió lentamente la cabeza.

– Sé que usted tiene razón. Naturalmente le pedí trabajo, y mientras lo tuve, trabajé. Pero pedir favores o limosnas, eso no.

– Pero los recibe de un extraño.

Me miró derecho a los ojos.

– El extraño puede seguir de largo y hacerse el sordo.

Bebimos tres gimlets simples y no le hicieron absolutamente nada. Esos tragos hubieran sido bastante buena señal de partida para un verdadero borracho, de modo que pensé que quizá se hubiese curado.

Después me llevó de vuelta a mi oficina.

– En casa cenamos a las ocho y cuarto -me dijo-. Sólo los millonarios pueden darse ese lujo, sólo sirvientes de millonarios aguantarían esto en nuestra época. Vendrá mucha gente encantadora.

Desde entonces tomó la costumbre de caer por mi oficina alrededor de las cinco de la tarde. No íbamos siempre al mismo bar, pero frecuentábamos el Victor más que cualquier otro. Pudiera ser que para él tuviera un significado que yo desconocía. Nunca bebía mucho, y eso lo sorprendía a él mismo.

– Debe ser algo como la fiebre ondulante -explicaba-. Cuando ataca es terrible; pero cuando pasa el acceso es como si uno nunca la hubiera sufrido.

– Lo que no alcanzo a comprender es que un tipo de su posición tenga interés en beber con un pobre detective como yo.

– ¿Quiere hacerse el modesto?

– No. Simplemente me asombra. Soy un tipo razonablemente amistoso, pero no vivimos en el mismo ambiente.

Ni siquiera sé dónde vive, excepto que es en Encino. Me imagino que su vida de hogar será la adecuada.

– No tengo ninguna vida de hogar.

Estábamos bebiendo otros gimlets. El bar estaba casi vacío. Los habituales bebedores estaban desparramados aquí y allá en los asientos, a lo largo de la barra, tratando de entonarse; esa clase de tipos que empiezan a beber muy lentamente el primero y que se vigilan siempre las manos para no voltear nada.

– No lo entiendo.

– ¿Le extraña? Producción espectacular, sin argumento, como dicen en el ambiente de cine. Creo más bien que Sylvia es feliz, aunque no conmigo necesariamente. En nuestro círculo eso carece de importancia. Siempre hay algo que hacer si uno no está obligado a trabajar o a considerar el costo. No es una verdadera diversión, pero los ricos no lo saben. Nunca han tenido otra. Nunca desean algo con todas sus ganas, excepto tal vez una esposa ajena, y ése es un deseo muy pálido comparado con la forma en que la mujer del plomero ansía comprar cortinas nuevas para su living.

Guardé silencio y dejé que siguiera adelante.





– La mayor parte del día no hago más que matar el tiempo -prosiguió-, y pasa muy lentamente. Un poco de tenis, algo de golf y de natación, un paseo a caballo, y el placer exquisito de observar cómo los amigos de Sylvia tratan de contenerse durante el almuerzo para comenzar después a emborracharse.

– La noche que usted se fue a Las Vegas ella dijo que no le gustaban los ebrios.

Sonrió arteramente. Me había acostumbrado tanto a su cara tajeada que sólo la notaba cuando algún cambio de expresión acentuaba su rigidez parcial.

– Quiso decir los borrachos sin dinero. Cuando se tiene dinero sólo se es un fuerte bebedor. Si empiezan a vomitar, el criado se encarga de eso.

– No tendría por qué hacer una vida así.

Terminó de un sorbo la bebida y se puso de pie.

– Tengo que salir corriendo, Marlowe. Además lo estoy aburriendo y yo también empiezo a aburrirme.

– No me aburre; estoy acostumbrado a escuchar. Más tarde o más temprano llegaré a darme cuenta de por qué le gusta ser un perrito faldero.

Con suavidad se tocó las cicatrices con los dedos. En sus labios apareció una sonrisa vaga y remota.

– Debería preguntarse por qué ella me quiere a su lado y no por qué quiero quedarme allí, acostado sobre almohadones de raso, esperando pacientemente a que me den una palmadita en la cabeza.

– A usted le gustan los almohadones de raso contesté, y me puse de pie para irme con él-. Le gustan las sábanas de seda y hacer sonar la campanilla hasta que aparece el mucamo con su sonrisa respetuosa.

– Puede ser. Me crié en un orfelinato de Salt Lake City.

Salimos a la calle. Dijo que quería caminar. Habíamos venido en mi coche y esta vez había sido lo bastante rápido como para agarrar la cuenta y pagar. Lo observé alejarse. La luz de un escaparate hizo brillar un instante su cabello blanco mientras se perdía en medio de la ligera neblina.

Prefería verlo borracho y caído, sin un centavo, hambriento y golpeado y orgulloso. ¿O quién sabe? Tal vez sólo me gustaba sentirme el hombre superior. Sus razones eran difíciles de calcular. En mi oficio hay un momento para hacer preguntas y un momento para dejar que el hombre se consuma hasta que no pueda más y largue todo.

Todo buen policía lo sabe. Se parece bastante al ajedrez o al boxeo. A alguna gente hay que acorralarla y hacerle perder la serenidad. Pero a otros simplemente se los abofetea y ellos terminan golpeándose a sí mismos.

De habérselo yo preguntado, él me habría contado la historia de su vida. Pero nunca le pregunté ni siquiera cómo se destrozó la cara. Si él me lo hubiera dicho, quizá se habrían podido salvar un par de vidas. Posiblemente, pero no más.

Capítulo IV

La última vez que bebimos juntos en un bar fue en mayo, a una hora más temprana que la habitual, justo después de las cuatro. Parecía cansado y más delgado, pero miró a su alrededor con sonrisa de placer.

– Me gustan los bares cuando acaban de abrirse. Cuando la atmósfera interior todavía es fresca, limpia, todo está reluciente y el barman se mira por última vez al espejo para ver si la corbata está derecha y el cabello bien peinado. Me gustan las botellas prolijamente colocadas en los estantes del bar y los vasos que brillan y la expectación. Me gusta observar cómo se prepara el primer cóctel de la noche y se coloca sobre una impecable carpeta con una servilletita doblada al lado. Me gusta saborearlo lentamente. El primer trago tranquilo de la noche, en un bar tranquilo, es maravilloso.

Estuve de acuerdo con él.

– El alcohol es como el amor -expresó-. El primer beso es magia; el segundo, intimidad; el tercero, rutina. Después de eso lo que hacemos es desvestir a la muchacha.

– ¿Y eso es malo? -le pregunté.

– Es muy interesante, pero es una emoción impura… impura en el sentido estético. No estoy despreciando al sexo. Es necesario y no tiene por qué ser desagradable. Pero siempre hay que manejarlo con prudencia. Transformarlo en algo maravilloso es empresa de millones de dólares, y cuesta cada centavo de esos millones.

Miró a su alrededor y bostezó.

– No he dormido muy bien. Se está cómodo aquí. Pero dentro de un rato esto se llenará de borrachos que hablarán en voz alta, se reirán y las mujeres malditas empezarán a hacer señas con las manos, visajes con la cara y harán retintinear sus malditas pulseras y se maquillarán con esos hechizos envasados que proporcionan fascinación especial por un momento, pero que ya avanzada la noche adquieren un olor a transpiración leve pero inconfundible.