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Todavía me preocupaba, pero tenía que dejar la cosa ahí donde estaba. Tuve que dar por sentado que, como ella había enfrentado aquella situación con bastante frecuencia como para saber que no podía hacer nada excepto dejar correr la cosa, eso sería lo que habría hecho. Simplemente eso. Dejarlo correr. Dejarlo ahí afuera sobre el césped hasta que llegara alguien con el equipo físico necesario para manejarlo.

Todo aquello me preocupaba. Como también me preocupaba que hubiera ido a su habitación dejando que Candy y yo lleváramos al marido a la cama. Ella dijo que lo quería. Era su marido, hacía cinco años que estaban casados y era un muchacho simpático cuando estaba sobrio…; ésas fueron sus propias palabras. Cuando estaba borracho era otra persona, una persona de la que había que apartarse porque era peligroso. Muy bien, a olvidarse de todo entonces. Pero, sin embargo, la cosa me seguía preocupando. Si realmente hubiera estado asustada, no se habría quedado en la puerta fumando un cigarrillo. Si se hubiera sentido amargada y disgustada y relegada, no se habría desmayado.

Había alguna otra cosa. Quizás otra mujer. Podía ser que acabara de descubrirla. ¿Linda Loring? Tal vez. El doctor Loring lo pensaba así y lo manifestó en forma bien abierta.

Dejé de pensar en todo aquello y levanté la tapa de la máquina de escribir. El material estaba allí; unas cuantas hojas sueltas de papel amarillo, escritas a máquina, que se me había pedido que destruyera para que Eileen no las viera. Me las llevé al sofá y decidí que me merecía una copa para poder encarar la lectura. Había un pequeño lavamanos al lado del estudio. Enjuagué el vaso grande, me serví una buena medida de whisky y me senté dispuesto a leer las hojas de papel amarillo. Y lo que leí era verdaderamente disparatado.

Decía así:

Capítulo XXVIII

“La luna está en cuarto menguante desde hace cuatro días y la luz de la luna forma un parche cuadrado sobre la pared y me está mirando como un gran ojo ciego y lechoso, un ojo en la pared. Broma. Un símil tonto. Escritores. Todo debe parecerse a alguna cosa. Mi cabeza es tan blanda como crema batida, pero no tan dulce. Más símiles. Podría vomitar sólo de pensar en un plan miserable. Podría vomitar de cualquier forma. Probablemente lo haré. No me empuje. Déme tiempo. Los gusanos se arrastran, se arrastran por mi plexo solar. Estaría mejor en la cama pero allí estará un animal maldito debajo de la cama y el oscuro animal se arrastrará susurrando, se encorvará y chocará contra la parte de abajo de la cama, entonces dejaré escapar un alarido que no será oído por nadie, sino por mí. Un alarido en sueños, un alarido en medio de una pesadilla. No hay nada que temer y yo no tengo miedo porque no hay nada que temer, pero, de todas maneras, una vez yo estaba acostado así en la cama y el animal oscuro me estaba haciendo aquello, chocaba contra la parte de abajo de la cama y tuve un orgasmo. Eso me asqueó más que cualquiera de las otras cosas desagradables que he hecho.

“Estoy sucio. Necesito afeitarme. Mis manos tiemblan. Estoy sudando. Me siento fétido, pestilente. Debajo de los brazos tengo la camisa mojada, y en el pecho y en la espalda. Las mangas están mojadas en los pliegues a la altura de los codos. El vaso que hay en la mesa está vacío. Necesitaría las dos manos para llenarlo de nuevo, ahora. Podría sacar una mano de la botella para sostenerme. El gusto de la bebida me enferma. Y no me llevará a ninguna parte. A fin de cuentas ni siquiera podré dormir y todo el mundo gemirá en el horror de los nervios torturados. Buena idea ¿eh, Wade?”

Más.





“Está muy bien para los primeros dos o tres días y después es negativo. Uno sufre y toma una copa y durante un tiempo corto se siente mejor, pero el precio sigue subiendo y subiendo, y lo que se consigue es cada vez menos y menos y después se llega siempre al punto en que no se siente más que náusea. Entonces uno llama al doctor Verringer. Muy bien, Verringer, ahí voy. Verringer ya no está. Se fue a Cuba o está muerto. La reina lo ha matado. Pobre viejo Verringer, qué destino, morir en la cama con una reina…, esa clase de reina. Vamos, Wade, levantémonos y vayamos a algunos lugares. A los lugares donde no hemos estado nunca y de donde nunca regresaremos, adonde hemos estado antes. ¿Esta frase tiene sentido? No. Muy bien. No pido dinero por ella. Aquí una pausa corta para un aviso comercial.

“Bueno, lo logré. Me levanté. Qué hombre. Fui hasta el sofá y aquí estoy, arrodillado al lado del sofá con las manos apoyadas en éste y la cara entre las manos, llorando. Después recé y me desprecié a mí mismo por haber rezado. Borracho de tercer grado, se desprecia a sí mismo. ¿A quién diablos estás rezando, loco? Si un hombre sano reza es que tiene fe. Un hombre enfermo reza y simplemente está asustado. Al demonio con los rezos. Este es el mundo hecho por ti y lo hiciste tú solo y la pequeña ayuda que recibiste de afuera…, bueno, también la hiciste tú. Deja de rezar, llorón. Levántate y agarra aquella botella. Es demasiado tarde ahora para cualquier otra cosa.

“Bueno, la agarré. Con las dos manos. También pude llenar el vaso. Casi no derramé ni una gota. Ahora veré si puedo tragarla sin vomitar. Mejor agregar un poco de agua. Ahora a levantarlo despacio. Poco a poco, no demasiado a la vez. Hace calor. Hace mucho calor. Si pudiera dejar de transpirar. El vaso está vacío. Está sobre la mesa de nuevo.

“Hay una bruma sobre la luz de la luna, pero a pesar de eso coloqué el vaso sobre la mesa cuidadosamente, cuidadosamente, como un ramo de rosas en un vaso alto y delgado. Las rosas inclinan sus cabezas con el rocío. Quizá yo sea una rosa. Hermano, ¿tengo yo rocío? Ahora, llegar arriba. Quizás un trago breve para el viaje. ¿No? Muy bien, lo que tú digas. Lo llevas arriba cuando yo llegue allí. Si llego allí, habrá algo que esperar. Si logro subir las escaleras, tengo derecho a una compensación. Una prueba de la consideración que me tengo a mí mismo. Siento un amor tan maravilloso por mí mismo…, y lo más dulce del asunto es… que no tengo rivales.

“Espacio doble. Estuve arriba y bajé. No me gusta arriba. La altura me agita el corazón. Pero sigo aporreando las teclas de la máquina de escribir. Qué mago es el subconsciente. Si por lo menos trabajara a horas regulares. Arriba también había luz de luna. Probablemente la misma luna. No hay variedad en lo que respecta a la luna. Viene y se va como el lechero, y la leche de la luna es siempre la misma. La leche de la luna es siempre…, cállate, compañero. Tienes los pies cruzados. No es momento para meterse con la historia de la luna. Tienes bastante problema con ocuparte de todo el maldito valle.

“Ella estaba durmiendo de costado, sin un sonido, con las rodillas dobladas hacia arriba. Demasiado inmóvil, pensé yo. Uno siempre hace algún ruido cuando duerme. Tal vez no estaba dormida, tal vez sólo tratando de dormir. Si me acercara más lo sabría. Podría caerme también. Uno de sus ojos se abrió… ¿o no? ¿Ella me miró? No. Se habría sentado y habría dicho: “¿Estás enfermo, querido?” Sí, estoy enfermo, querida. Pero no te preocupes, querida, porque este enfermo es mi enfermo y no el tuyo, y te dejo dormir inmóvil y encantadora y sin recordar nunca y no te ensucio con fango y nada se acerca a ti que sea sucio y gris y feo.

“Eres un piojo, Wade, un escritor piojoso. Bajé de nuevo las escaleras sosteniéndome en la barandilla. Mis intestinos se sacuden en cada escalón y los sostengo con una esperanza. Llegué hasta el piso bajo y atravesé el estudio y llegué hasta el sofá y esperé que el corazón se tranquilizara. La botella está a mano. Cualquier cosa se puede decir de Wade, pero siempre la botella está al alcance de su mano. Nadie la esconde, nadie la cierra bajo llave Nadie dice: “¿No crees que has bebido bastante, querido? Te sentirás mal, querido.” Nadie dice eso. Nada más que dormir de costado, suavemente, como las rosas.