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– Puede besarme si quiere -dijo ella tímidamente.

Por detrás de la muchacha apareció un tipo con chaqueta de seda y camisa de cuello abierto, y me sonrió por encima de su cabeza. Tenía pelo rojo muy corto y cara de pulmón estropeado. Era el tipo más feo que había visto en mi vida. Palmeó la cabeza de la muchacha.

– Vamos, gatita, es hora de volver a casa.

Ella se dio vuelta, furiosa: -¡No me digas que tienes que regar de nuevo esas malditas begonias tuberosas! -vociferó.

– Pero escucha, gatita…

– No me toques, maldito granuja -gritó y le arrojó a la cara el resto de la bebida. El resto no era más que una cucharadita y dos cubitos de hielo.

– ¡Por Dios santo, soy tu marido! -gritó el otro a su vez, mientras sacaba el pañuelo y se secaba la cara-. ¿Entiendes? ¡Tu marido!

Ella comenzó a sollozar violentamente y se arrojó en sus brazos. Pasé junto a la pareja y salí de la habitación. Todos los cocktail parties son iguales, hasta en los diálogos.

Al cabo de un tiempo la casa comenzó a vaciarse, las voces se fueron atenuando hasta desaparecer, los autos se pusieron en marcha, se intercambiaron los adioses y se oyeron gritos de despedida que resonaban en medio de la noche como pelotas de goma. Me acerqué a las puertas vidrieras y salí a la terraza recubierta de lajas. El terreno descendía suavemente en dirección del lago, inmóvil como un gato dormido. En el lago había un pequeño muelle de madera al cual estaba amarrado un bote de remo. En la orilla opuesta, que no estaba muy lejos, pude divisar una especie de pato negro que dibujaba perezosamente curvas sobre el agua, como un patinador, y que apenas si producían una leve ondulación en la superficie.

Me recosté en una hamaca de aluminio con almohadones, encendí la pipa, comencé a fumar pacíficamente y me pregunté qué diablos estaba haciendo allí. Roger Wade parecía tener bastante control sobre sí mismo para cuidarse solo, si realmente quería hacerlo. Se había comportado muy bien con Loring. No me habría sorprendido demasiado si le hubiera encajado una buena trompada a Loring en su barbilla puntiaguda. De acuerdo con los cánones, eso hubiera sido salirse de la línea, pero Loring se había salido mucho más.

Si las normas siguen teniendo algún significado, significan que usted no elige una habitación llena de gente como lugar para amenazar a un hombre y golpearle el rostro con un guante cuando su esposa está parada al lado suyo y usted está prácticamente acusándola de haber estado haciendo juego doble. Para ser un hombre que aún se estaba recobrando de una fuerte borrachera con mercadería fuerte, Wade lo había hecho muy bien. Lo había hecho más que muy bien. Yo no sabía cómo sería estando borracho. Ni siquiera sabía si era un alcohólico. Hay en eso una gran diferencia. Un hombre que bebe demasiado en algunas ocasiones sigue siendo el mismo hombre de cuando está sobrio. Un alcohólico, un verdadero alcohólico, no es el mismo hombre ni mucho menos. No se puede predecir nada con certeza respecto de él, excepto que se convertirá en alguien a quien jamás conocimos antes.

Oí detrás de mí el ruido de unos pasos leves y Eileen Wade cruzó la terraza y se sentó a mi lado, en el borde de una silla.

– Bueno, ¿qué es lo que piensa? -me preguntó con calma.

– ¿Sobre el caballero de los guantes?

– ¡Oh, no! -Eileen frunció el ceño. -Odio a la gente que hace escenas como ésa. Y no es que él no sea una buena persona. Pero ha representado la misma escena con la mitad de los hombres del valle. Linda Loring no es una cualquiera, ni se comporta como tal, ni se expresa como tal, ni lo parece. No sé qué es lo que impulsa al doctor Loring a actuar como si ella lo fuera.

– Quizá Loring sea un borracho reformado -sugerí-. Muchos de ellos se convierten en puritanos terribles.

Es posible -replicó Eileen y miró hacia el lago-. Este es un lugar muy tranquilo. Se podría pensar que un escritor podría ser feliz aquí… si es que un escritor puede ser feliz en alguna parte. -Se volvió para mirarme-. De modo que Roger no pudo convencerlo de que haga lo que le pidió.

– Esto no tiene sentido, señora Wade. Yo no puedo hacer nada. Ya lo he dicho antes. No podría estar seguro de estar presente en el momento oportuno. Tendría que estar aquí todo el tiempo. Eso es imposible, aun cuando no tuviera otra cosa que hacer. Si su marido perdiera el control de sí mismo, por ejemplo, eso sucedería en un instante. Y yo no he observado ningún indicio de que pueda perder el control. Por el contrario, me da la impresión de que es muy sereno y muy firme. -Eileen se miró las manos.

– Si pudiera terminar su libro creo que las cosas irían mucho mejor.





– No puedo ayudarlo en eso.

Ella levantó la vista y colocó las manos sobre el borde de la silla. Se inclinó un poco hacia adelante.

– Usted puede si él lo cree así. He ahí todo el problema. ¿Es que le resultaría desagradable ser huésped en nuestra casa y que se le pague por eso?

– Su esposo necesita un psiquiatra, señora Wade. Si es que conoce alguno que no sea un curandero.

Ella me miró asombrada.

– ¿Un psiquiatra? ¿Por qué?

Sacudí las cenizas fuera de la pipa y la sostuve en la mano, esperando que el hornillo se enfriara antes de guardar la pipa.

– Usted quiere la opinión de un aficionado Y hela aquí. Su marido cree que tiene un secreto sepultado en la mente y no puede encontrarlo. Puede tratarse de un secreto de culpa con respecto a sí mismo o con respecto a otra persona. El cree que es eso lo que le hace beber porque no puede saber de qué se trata. Probablemente piensa que sea lo que fuere lo sucedido, sucedió mientras él estaba borracho y tiene que llegar a averiguarlo emborrachándose de nuevo. Esto es trabajo para un psiquiatra. Hasta aquí todo está muy bien. Si no es así y mi idea es equivocada, entonces se emborracha porque quiere hacerlo o porque no puede evitarlo y el secreto no es más que un pretexto. No puede escribir el libro, o al menos no puede concluirlo, porque se emborracha. La suposición es, por lo tanto, que no puede terminar el libro porque se pone fuera de combate bebiendo. O podría ser a la inversa.

– ¡Oh, no! -exclamó la señora Wade-. No. Roger tiene mucho talento. Tengo la absoluta seguridad de que todavía está por escribir sus mejores obras.

– Ya le dije que la mía era opinión de aficionado. Hace unos días usted me dijo que tal vez él ya no estuviera enamorado de su mujer. Pero esto también podría ser a la inversa.

Eileen dirigió la vista hacia la casa y después se dio vuelta dándole la espalda. Miré en la misma dirección. Wade estaba parado detrás de la puerta, observándonos. Seguí mirando y alcancé a ver a Wade que se dirigía al bar y agarraba una botella.

– Es inútil interferir -dijo ella rápidamente-. Nunca lo hago. Nunca. Creo que usted tiene razón, señor Marlowe. No queda otra salida que dejar que él mismo resuelva su problema.

La pipa ya se había enfriado, de modo que la guardé.

– Ya que estamos agotando todas las posibilidades, ¿qué me dice de la alternativa que mencionamos hace un momento?

– Amo a mi marido -respondió ella con sencillez-. No como ama una muchacha, tal vez. Una mujer sólo ama así una vez en su vida. El hombre a quien quise así ha muerto. Murió en la guerra. Por una extraña coincidencia su nombre tenía las mismas iniciales suyas. Ahora no tiene importancia… excepto que a veces no puedo creer que esté muerto. Nunca encontraron su cadáver, pero eso ocurrió con muchos soldados.

Ella me lanzó una mirada inquisitiva.

– A veces, no a menudo, por supuesto, cuando voy a un bar tranquilo o al vestíbulo de un buen hotel en una hora muerta, a lo largo del puente de un transatlántico a primeras horas de la mañana o tarde en la noche, pienso que puedo verlo a él esperándome en algún rincón sombrío. -Hizo una pausa y bajó los ojos-. Es muy tonto. Me siento avergonzada de ello. Estábamos muy enamorados esa clase de amor salvaje, misterioso e improbable que no ocurre sino una vez.