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– Debe de sentirse cansado. ¿No quiere tomar algo? -Encendí un cigarrillo. Me parecía como si no hubiera fumado desde hacía dos semanas. Tragué el humo con deleite.

– ¿Me permite que dé sólo una pitada?

– ¡Como no! Pensé que no fumaba.

– No lo hago a menudo.

Ella se acercó y yo le pasé el cigarrillo. Aspiró un momento el cigarrillo y empezó a toser. Me lo devolvió riendo.

– Como ve, soy estrictamente una aficionada.

– ¿Así que conocía a Sylvia Le

– ¿Que conocía a quién? -preguntó ella con asombro.

– A Sylvia Le

– ¡Oh! -exclamó, asustada-. Aquella muchacha que fue… asesinada. No, no la conocía personalmente. Pero sabía quién era. ¿No se lo dije?

– Lo siento, pero justamente olvidé lo que usted me ha dicho.

Seguía parada al lado mío, esbelta y delicada en su elegante vestido blanco. La luz que salía por la puerta iluminaba sus cabellos con suave resplandor.

– ¿Por qué me preguntó si eso tenía algo que ver con mi deseo de… contratarlo, ya que usted lo dijo en esos términos? -No contesté en seguida y ella agregó-: ¿Roger le dijo que yo la conocía?

– Dijo algo sobre el caso cuando le di mi nombre. Al principio no lo relacioné, pero después sí. Habló tanto que no recuerdo ni la mitad de lo que dijo.

– Comprendo. Tengo que dejarlo, señor Marlowe; quizá mi esposo necesite algo. Y si usted insiste en no entrar…

– Le dejaré esto -dijo.

La atraje hacia mí, incliné su cabeza hacia atrás y la besé con fuerza en los labios. Ella no se resistió y no contestó. Se separó de mí calladamente y se quedó parada mirándome.

– No debía haber hecho eso -expresó al fin-. Está mal. Usted es una persona demasiado buena.

– Tiene razón. Está muy mal -reconocí yo-. ¡Pero me he portado tan bien todo el santo día! Como un perro de caza bueno y fiel. Me vi envuelto como por un hechizo en una de las aventuras más tontas que se me hayan presentado, y que me lleve el diablo si no resultó justamente como si alguien lo hubiera planeado todo de antemano. ¿Sabe una cosa? Creo que usted sabía dónde se encontraba su marido… o al menos conocía el nombre del doctor Verringer. Pero usted quería complicarme en esto, quería enredarme con él, de modo que en cierto sentido sintiera la responsabilidad de buscarlo. ¿O estoy loco?

– Claro que está loco -protestó ella con voz fría-. Es el disparate más ultrajante que he oído en mi vida.

Se dio vuelta dispuesta a alejarse.

– Espere un momento -le dije-. Ese beso no dejará ninguna marca. Usted sola cree que sí. Y no me diga que soy demasiado bueno. Preferiría ser un canalla.

Se volvió para mirarme.

– ¿Por qué?

– Si no hubiera sido un tipo bueno para Terry Le

– ¿Sí? -dijo ella con calma-. ¿Cómo puede estar tan seguro? Buenas noches, señor Marlowe. Y muchísimas gracias por casi todo.





Regresó caminando por el borde del césped. La observé hasta que entró en la casa. Cerró la puerta y la luz del pórtico se apagó. Hice un ademán hacia el vacío y me alejé con el coche.

Capítulo XXI

A la mañana siguiente me levanté tarde teniendo en cuenta la gran retribución recibida la noche anterior. Tomé una taza extra de café, fumé un cigarrillo extra y comí una rebanada extra de panceta canadiense, y, por centésima vez, juré que nunca más volvería a afeitarme con la máquina eléctrica. Aquello hizo del día un día normal. Terminé el café a eso de las diez, recogí alguna correspondencia, abrí los sobres y dejé el contenido en el escritorio. Abrí de par en par las ventanas para que saliera el olor a polvo y encierro acumulado durante la noche y que se cierne en el aire inmóvil de los rincones de la habitación y de las tablillas de las cortinas venecianas. Una polilla muerta vacía en una esquina del escritorio. En la ventana una abeja, sacudiendo las alas, se arrastraba por el marco, zumbando en forma un tanto remota, como si supiera que de nada servía hacerlo, que estaba terminada; había volado ya en demasiadas misiones y nunca más volvería al panal.

Yo sabía que iba a ser uno de esos días enloquecedores. Todos lo tienen. Días en que nadie camina sino sobre ruedas flojas, en que las ardillas no hallan sus nueces, en que los mecánicos siempre se encuentran con que les sobra una pieza.

Lo primero fue una peluda nuca rubia llamada Kuissenen o algo finlandés por el estilo. Dejó caer su macizo trasero en el sillón de los clientes, depositó dos amplias y huesudas manos sobre mi escritorio y dijo que era operador de excavadoras mecánicas, que vivía en Culver City y que la maldita mujer que era su vecina estaba tratando de envenenar a su perro. Todas las mañanas, antes de dejar salir al perro para que corriera por los fondos de la casa, tenía que revisar el lugar, de verja en verja, en busca de albóndigas arrojadas desde la puerta de al lado. Ya había encontrado nueve hasta entonces, recubiertas de un polvo grisáceo que él sabía que era arsénico para matar cizaña.

– ¿Cuánto me cobra para vigilarla y sorprenderla? -dijo, y se me quedó mirando sin pestañear, como un pez en su pecera.

– ¿Por qué no lo hace usted mismo?

– Tengo que trabajar para ganarme la vida, señor. Me estoy perdiendo cuatro veinticinco por hora tan sólo por venir aquí a preguntarle.

– ¿Intentó con la policía?

– Intenté con la policía. Tal vez puedan ocuparse del asunto en algún momento, el año que viene. Por ahora están muy ocupados succionando para la M.G.M.

– ¿Y la S.P.C.S.? ¿Los rastreadores?

– ¿Qué es eso?

Le hablé de los rastreadores Estuvo muy lejos de interesarse. Sabía de la S.P.C.S. La S.P.C.S. podía dar un salto inicial. Pero eran incapaces de ver nada más chico que un caballo.

– En la puerta dice que usted es un detective -dijo con truculencia-. Bueno, vaya, ¡qué diablos!, e investigue. Cincuenta dólares si la agarra.

– Lo siento -dije-, pero estoy ocupado. Dedicar un par de semanas a esconderme en una cueva de topo del fondo de su casa no forma parte de mis actividades, de todos modos, pese a los cincuenta dólares.

Se levantó refunfuñando. -¡Gran señor! -dijo-. No necesita dinero, ¿eh? No se puede molestar en salvarle la vida a un pobre cachorrito. Nimiedades para usted, gran señor.

– Yo también tengo problemas, señor Kuissenen.

– A la mujer voy a retorcerle su maldita nuca, si la agarro -dijo, y no dudé de que podría haberlo hecho.

Podría haberle retorcido las patas traseras a un elefante-. Por eso ando buscando a otro. Y sólo porque el pobre bicho ladra cuando pasa algún auto frente a la casa. ¡Vieja bruja avinagrada!

Se dirigió hacia la puerta. -¿Está usted seguro de que es al perro a quien trata de matar? -le pregunté desde atrás.

– Claro que estoy seguro -dijo y estaba a mitad de camino hacia la puerta, cuando cayó de las nubes y agregó-: Vuelva a decir eso, mocito.

Me limité a sacudir la cabeza. No deseaba pelear con él. Podría agarrar el escritorio y sacudírmelo por la cabeza. Resopló y salió, casi llevándose la puerta.

El siguiente bizcocho de la bandeja era una mujer, ni vieja, ni joven, ni limpia, ni demasiado sucia, evidentemente pobre, desagradable, quejumbrosa y estúpida. La muchacha con quien compartía la habitación -en su medio cualquier mujer que trabaja afuera es una muchacha- le estaba sacando dinero de la cartera. Hoy un dólar, cuatro monedas mañana, pero aquello sumaba. Creía que en total ya se acercaba a los veinte dólares. No podía permitírselo. Tampoco podía mudarse. Pensaba que yo podía amenazar a la compañera de habitación aunque fuera por teléfono, sin mencionar nombre alguno.

Tardó veinte minutos o más en contarme eso. Estrujaba la cartera incesantemente mientras hablaba.

– Cualquier conocido suyo puede hacer eso -le dije.