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– Usted tiene mucho coraje -dije.

El suspiró. Las cejas se movieron suavemente, cual antenas de un insecto.

– Ha sido un sacrificio y bastante pesado. Pensé que Earl podría ayudarme aquí en mi trabajo. Juega muy bien al tenis, nada y se zambulle como un campeón y puede bailar toda la noche. Casi siempre es la amabilidad en persona. Pero de vez en cuando se produjeron… incidentes.

– Movió la mano como si quisiera enterrar en el olvido recuerdos dolorosos. -Al final tuve que elegir entre abandonar a Earl o dejar este lugar.

Levantó las manos con las palmas hacia arriba, extendiéndolas aparte, las dio vuelta y las dejó caer a los costados. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

– Vendí todo -continuó-. Este pacífico valle se convertirá en una población con aceras y faroles en las calles, y niños con monopatines y radios estridentes, y hasta habrá… televisión -concluyó con un suspiro de desesperación.

Saludó con la mano en ademán rápido. -Confío en que perdonarán los árboles -dijo-, pero me temo que no. A lo largo de las lomas habrá, en cambio, antenas de televisión. Pero Earl y yo estaremos bien lejos, estoy seguro.

– Adiós, doctor. Mi corazón sangra por usted.

Me tendió la mano. Estaba húmeda, pero la sentí bien firme.

– Aprecio su simpatía y comprensión, señor Marlowe. Y lamento no poder ayudarlo en la búsqueda del señor Slade.

– Wade -corregí.

– Perdóneme, Wade, por supuesto. Adiós y buena suerte, señor.

Puse el coche en marcha y recorrí el mismo camino por el que había llegado. Me sentía triste, pero no tanto como lo hubiera querido el doctor Verringer.

Atravesé el portón y me alejé bastante por la carretera hasta que encontré una curva donde estacioné de modo que no pudiera ser visto desde la entrada. Salí del coche y volví caminando a lo largo del pavimento hasta que divisé la puerta. Me escondí detrás de un eucalipto y esperé.

Pasaron más o menos cinco minutos. Entonces vi aparecer por el camino privado un auto que paró fuera del alcance de mi vista. Me oculté aún más entre los matorrales Oí un crujido, después el golpe seco del pestillo de la puerta y el rechinar de la cadena. El motor del auto arrancó de nuevo y el coche regresó por el camino.

Cuando el ruido se extinguió, volví a mi Olds y di una vuelta en forma de U para regresar a la ciudad. Al pasar por la entrada del camino privado del doctor Verringer vi que la puerta estaba asegurada con cadena y candado. No más visitantes por hoy, gracias.

Capítulo XVII





Recorrí las veintitantas millas que me separaban de la ciudad y fui a almorzar. Mientras comía empecé a reflexionar sobre todo el asunto y me pareció una solemne tontería. Por ese camino no se podía encontrar a nadie. Por supuesto, uno se encuentra con tipos interesantes como Earl y el doctor Verringer, pero no con el hombre que uno busca. Uno gasta neumáticos, gasolina, palabras y energía nerviosa en un juego sin perspectivas de ganar. Con tres nombres que comenzaban con V, tenía tantas posibilidades de localizar a mi hombre como las que tenía de ganarle a los dados a Nick el Griego.

De todos modos, el primero siempre resulta un chasco, un punto muerto, una batuta que promete mucho y no produce ninguna música. Pero no debió haber dicho Slade en lugar de Wade. Era un hombre inteligente. No pudo haberse olvidado con esa facilidad, y si lo hizo se habría olvidado simplemente, pero no se habría equivocado.

Tal vez sí y tal vez no. No lo conocía bien. Mientras tomaba el café pensé en los doctores Vukanich y Varley. ¿Sí o no? Me llevarían la mayor parte de la tarde. Para aquel entonces podría llamar a la mansión de los Wade, en Idle Valley, donde quizá me informarían que el jefe de familia había regresado a su domicilio y que, por el momento, todo andaba sobre ruedas.

Empecé a analizar a los otros dos candidatos. El doctor Vukanich era cosa sencilla: estaba sólo a media docena de calles de allí. Pero el doctor Varley vivía por la loma del diablo, en las colinas de Altadena; un viaje largo, cansador y caluroso. ¿Sí o no?

La respuesta final fue afirmativa. Por tres buenas razones. Primera razón: nunca está de más conocer a la gente que anda metida en asuntos dudosos. La segunda, que todo lo que pudiera agregar al fichero que Peters me había mostrado sería una prueba de agradecimiento y buena voluntad. La tercera era que no tenía ninguna otra cosa que hacer.

Pagué la cuenta, dejé el coche donde estaba y fui caminando por la acera norte hacia el edificio Stockwell. Este era una verdadera antigualla, con un mostrador para cigarrillos a la entrada, el ascensor se manejaba a mano, se sacudía que era un contento y parecía resistirse a subir. El pasillo del sexto piso era angosto y las puertas tenían paneles de vidrios, sucios y empañados. El edificio era mucho más viejo y más sucio que el de mi oficina. Estaba plagado de médicos y dentistas de esos que apenas ganan como para ir tirando, de predicadores de la Ciencia Cristiana que no hacen nada bueno y de esa clase de abogados que uno desea para los demás. Ni demasiado hábiles, ni demasiado limpios, tres dólares y pague a la enfermera, por favor; hombres cansados, desalentados, que saben exactamente dónde están parados, qué clase de pacientes pueden conseguir y cuánto dinero se les puede exprimir en la consulta. Por favor, no pida crédito. El doctor está adentro. El doctor salió. Usted tiene un molar bastante flojo, señora Kazinsky. Si usted quiere esta nueva emplomadura acrílica, tan buena como la incrustación de oro, se la puedo hacer por catorce dólares. Si usamos novocaína, son dos dólares extra. El doctor está adentro. El doctor salió. Son tres dólares. Por favor, pague a la enfermera.

En un edificio como aquél, siempre hay algunos tipos que realmente hacen dinero, pero no lo aparentan. Van bien con el aspecto gastado y mezquino del conjunto. Picapleitos que son socios en el racket de los títulos de fianza. Especialistas en abortos que aparentan cualquier cosa para explicar sus instalaciones. Inoculadores de drogas que se las dan de urólogos, dermatólogos o especialistas en cualquier otra rama de la medicina en la que el tratamiento requiera el uso frecuente y normal de la anestesia local.

En la sala de espera del doctor Lester Vukanich, pequeña y mal amueblada, había una docena de personas, todas incómodas. Parecían personas corrientes, sin signo distintivo alguno. De cualquier manera, cuando un morfinómano está en estado normal no se le puede distinguir de un inocente vegetariano. Tuve que esperar tres cuartos de hora. Los enfermos entraban por dos puertas. Un médico de garganta, nariz y oído que sea activo, puede atender a cuatro pacientes al mismo tiempo si tiene espacio suficiente.

Finalmente me tocó el turno. Tuve que sentarme en una silla de cuero marrón al lado de la mesa cubierta con una toalla blanca, sobre la cual había un juego de instrumentos. Un recipiente esterilizador burbujeaba cerca de la pared. El doctor Vukanich entró en el cuarto con paso rápido. Llevaba guardapolvo blanco y un espejo redondo sujeto a la frente. Se sentó en un taburete, frente a mí.

– ¿Tiene dolor de cabeza, en las sienes? ¿Muy fuerte? -Le dije que era terrible. Espantoso. Especialmente al levantarme por la mañana. El asintió con aire de entendido.

– Característico -dijo, y colocó un casquete de vidrio sobre una cosa que se asemejaba a una estilográfica. Lo empujó dentro de mi boca.

– Cierre los labios, pero no los dientes, por favor.

Mientras decía esto encendió la luz. El cuarto no tenía ventanas; un ventilador giraba en algún lugar de la habitación.

El doctor Vukanich retiró el tubo de vidrio y empujó la luz hacia arriba. Me miró atentamente.

– No hay ninguna congestión, señor Marlowe. Si usted tiene dolor de cabeza, no es debido a una sinusitis. Hasta me arriesgaría a decir que usted no ha tenido nunca trastornos en las sienes. Hace tiempo Ie hicieron una operación en el tabique, ¿no es cierto?