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– Y a propósito, oí algo sobre su amigo Le

– Dudo que se trate de la misma persona. ¿Por qué iba a cambiar de nombre? Tenía una hoja de servicios prestados durante la guerra que podía ser verificada.

– Ignoraba eso. Nuestro empleado está ahora en Seattle, pero puede hablarle cuando regrese, si es que le interesa. Se llama Ashterfelt.

– Gracias por todo, George. Han sido diez minutos bien largos.

– Podría necesitar su ayuda algún día.

– La Organización Carne nunca necesita nada de nadie -le contesté en tono de broma.

Peters hizo un ademán vulgar con el pulgar. Lo dejé en su celda color gris acero, atravesé la sala de espera y salí a la calle.

Capítulo XVI

Del otro lado de la carretera, en el fondo del valle de Sepúlveda, había dos postes cuadrados pintados de amarillo. Sujeto a uno de ellos había un portón de rejas que se encontraba abierto. A la entrada se leía un cartel fijado con alambre: Camino Privado. Prohibida la entrada.

Doblé con el coche y seguí por el camino de césped que bordeaba el lomo de una colina y que sube después por una cuesta suave hasta llegar a la cima del cerro y desciende por el otro lado hasta la profundidad del valle. El calor se hacía sentir en el valle; eran diez o quince grados más que en la carretera. Pude ver que el camino de césped concluía dando una vuelta alrededor de una extensión bordeada de piedras pintadas con cal. A la izquierda había una piscina de natación vacía, rodeada por tres de sus lados de césped muy descuidado y algunas hamacas de madera roja diseminadas por todas partes. Las hamacas tenían almohadones ya muy desteñidos y arruinados; se adivinaba que habían sido de diversos colores: azul, verde, amarillo, naranja y rojo ladrillo. Sus lazos estaban sueltos en muchas partes, los botones habían saltado y los almohadones formaban bultos desparejos. Sobre el lado restante de la piscina había una cancha de tenis rodeada por un alto alambrado. El trampolín presentaba un aspecto muy abandonado; la estera que lo cubría estaba hecha trizas, con los pedazos colgando y los accesorios metálicos cubiertos de herrumbre.

Llegué a la plazoleta cubierta de césped y detuve el coche frente a un edificio de pino rojo, con el techo rajado y un pórtico ancho al frente. La entrada tenía puertas dobles con persianas cubiertas de grandes moscas medio adormiladas. Varios caminos se extendían entre los robles, pues entre ellos se levantaban unas cuantas cabañas rústicas diseminadas espaciosamente sobre la ladera de la colina, mientras otras se escondían casi completamente. Las que yo veía tenían un aspecto desolado y de abandono total: las puertas cerradas, las ventanas tapadas con cortinas de arpillera o de una tela parecida. Uno creía sentir el polvo acumulado en todas partes.

Cerré el contacto y me quedé sentado, escuchando, con manos sobre el volante. No se oía sonido alguno. El lugar parecía más muerto que un cementerio, excepto por el detalle de que las puertas de detrás de las persianas dobles estaban abiertas y porque me pareció distinguir que algo se movía en la oscuridad de la habitación. En aquel momento oí un silbido ligero y la silueta de un hombre se recortó contra la persiana, la empujó para abrirla y apareció un muchacho que empezó a bajar los escalones. El tipo era algo digno de ver.

Usaba un chambergo de gaucho, chato y negro, sujeto con una tira por debajo del mentón, camisa de seda blanca, inmaculada, abierta en el cuello, de puños ajustados y mangas sueltas y abultadas. Alrededor del cuello tenía un pañuelo negro con flecos, anudado en forma despareja, de modo que una de las puntas era corta y la otra le llegaba casi hasta la cintura. Llevaba una faja negra, muy ancha, alrededor de la cintura, pantalones negros muy ajustados en las caderas, con pespuntes de hilo dorado que llegaban bastante abajo, hasta donde los pantalones se abrían en forma de pollera acampanada medio suelta; a ambos lados de las aberturas había hileras de botones dorados. En los pies lucía escarpines de baile, de charol.

Se detuvo al pie de la escalera y me miró, sin dejar de silbar. Parecía tan flexible como un junco. Tenía ojos color humo, los más grandes e inexpresivos que yo hubiera visto y pestañas largas y sedosas, rasgos delicados y perfectos sin ser frágiles. La nariz aguileña era tal vez demasiado delgada, la boca chica y bien formada, lucía un hoyuelo en la barbilla, y orejas pequeñas y graciosas. La piel mostraba esa palidez que el sol nunca puede alterar.

Adoptó una postura amanerada, apoyando la mano izquierda contra la cadera y con la derecha describió en el aire una curva graciosa a modo de saludo.

– ¡Hola! -dijo-. Hermoso día, ¿no le parece?

– Para mí hace demasiado calor.

– A mí me gusta el calor. -La declaración era terminante y cerró la discusión. Para él no tenía importancia lo que a mí me gustara. Se sentó en un escalón, sacó de alguna parte una lima y comenzó a arreglarse las uñas.-¿Usted es del banco? -me preguntó, sin levantar la vista.

– Busco al doctor Verringer.





Suspendió el trabajo con la lima y miró en lontananza.

– ¿Quién es ése? -preguntó, sin interés alguno.

– Es el dueño del lugar. Usted es demasiado lacónico. Se hace el que no sabe.

Volvió a prestar atención a la lima y a las uñas.

– Usted se equivoca, querido. El banco es el propietario del lugar. Han hecho un juicio hipotecario o lo han embargado o algo por el estilo. He olvidado el detalle.

Me miró con la expresión del hombre para quien los detalles no significan nada. Bajé del Olds y me apoyé en la puerta recalentada, pero me aparté en seguida buscando un lugar donde corriera un poco de aire.

– ¿De qué banco se trata?

– Si no lo sabe es que no viene de allí. Si no viene del banco, no tiene nada que hacer aquí. Le aconsejo que se vaya, querido. Largo de aquí y rápido.

– Tengo que ver al doctor Verringer.

– El establecimiento no funciona, amigo, y como dice el cartel, éste es un camino privado. Alguien se olvidó de cerrar el portón de entrada.

– ¿Usted es el cuidador?

– Algo por el estilo. Y no haga más preguntas, querido. -Tengo un temperamento un poco fuerte.

– ¿Qué es lo que hace cuando se enoja?…¿Baila un tango con una ardilla?

Se puso de pie súbitamente y con mucha gracia. Se sonrió un instante con sonrisa inexpresiva.

– Me está pareciendo que voy a tener que meterlo en su pequeño convertible -dijo.

– Más tarde. ¿Dónde puedo encontrar al doctor Verringer?

El muchacho metió la lima en el bolsillo de la camisa y otra cosa ocupó su lugar en la mano derecha. Hizo un movimiento rápido y vi que llevaba en el puño una manopla de bronce reluciente. La piel parecía habérsele estirado sobre las mejillas y los grandes ojos ahumados resplandecían con furor incontenible. Se dirigió hacia mí y yo retrocedí para tener más libertad de movimiento. Comenzó a silbar de nuevo, pero el silbido era estridente y fuerte.

– No tenemos por qué pelear -le dije, tratando de calmarlo-. No hay ningún motivo. Y además podría romperse esos pantalones encantadores.

El muchacho fue rápido como un relámpago. Con un salto suave se acercó a mí y extendió con rapidez la mano izquierda. Yo esperaba una trompada y aparté a tiempo la cabeza, pero lo que él buscaba era agarrarme la muñeca derecha y lo consiguió. Tenía mucha fuerza. Me hizo perder el equilibrio y vi que la mano que tenía la manopla descendía en picado para golpearme. Si me daba un puñetazo en la nuca con una manopla de ésas era hombre muerto. Si yo trataba de zafarme tirando con fuerza, podría alcanzarme en un costado de la cara o en la parte superior del brazo, debajo del hombro. Significaría un brazo inutilizado o la cara desfigurada, según el caso. En una situación semejante sólo me quedaba una cosa por hacer.