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Me confesó que le vendría bien una taza de café. Cuando se lo di comenzó a sorberlo con cuidado, sosteniendo el plato muy cerca de la taza.

– ¿Cómo vine a parar aquí? -preguntó, mirando a su cuerpo.

– Usted salió medio borracho de The Dancers en un Rolls Royce. Su amiga lo dejó plantado en la calle. -le dije.

– Comprendo -contestó-. No hay duda de que estaba plenamente justificada al hacerlo.

– ¿Usted es inglés?

– He vivido en Inglaterra, pero no nací allí… Si pudiera llamar un taxi me iría ahora mismo.

– Hay uno que le está esperando.

Bajó las escaleras por sus propios medios. Durante el viaje a Westwood no habló mucho, excepto agradecerme por acompañarlo y decirme que lamentaba causarme tanta molestia. Probablemente había dicho aquello con tanta frecuencia y a tanta gente que sonaba como algo automático. Su departamento era pequeño, interior y totalmente impersonal. Podría haberse pensado que acababa de mudarse esa tarde. Frente a un duro sofá de color verde fuerte había una mesa encima de la cual se amontonaban una botella de whisky medio vacía, un recipiente con hielo derretido, tres botellitas vacías de soda, dos vasos, y un cenicero de vidrio lleno de colillas con y sin huellas de lápiz labial. En la habitación no había ninguna fotografía u otro objeto de carácter personal. Podía haber sido una de esas habitaciones de hotel que se alquilan para una reunión o una despedida, para tomar unas copas y charlar o para una cita de amor. No parecía un lugar donde viviera alguien.

Me ofreció tomar algo y yo se lo agradecí, pero sin aceptar. Tampoco tomé asiento. Cuando me fui me agradeció de nuevo, pero de forma que pareciera que no consideraba que yo hubiera escalado una montaña por él, pero tampoco como sí se tratara de una cosa sin importancia alguna. Se mostró algo vacilante y un poco tímido, pero terriblemente cortés. Permaneció al lado de la puerta abierta hasta que llegó el ascensor automático y entré. Podía carecer de cualquier cosa, pero era educado.

No volvió a nombrar a la muchacha. Tampoco mencionó el hecho de no tener trabajo, ni perspectivas de conseguirlo, ni que su último dólar se había ido en pagar la cuenta en The Dancers para una sedosa muñeca de alta sociedad que ni siquiera se quedó el tiempo suficiente para asegurarse que un auto no le pasara por encima.

Al bajar por el ascensor sentí el impulso de volver a subir y llevarme la botella de whisky. Pero no era asunto de mi incumbencia y, de todos modos, eso nunca sirve de nada. Siempre se encuentra la forma de conseguir bebida si se desea.

Me dirigí a casa reflexionando sobre lo ocurrido. Creo ser un tipo duro, pero había algo en ese muchacho que me impresionó. No sabía qué era, a menos que se tratara del cabello blanco, las cicatrices en la cara, su voz clara y su cortesía. Tal vez todo aquello fuera suficiente. No había motivo para pensar que podría volver a verlo. Era simplemente un caso perdido, como había dicho la joven.

Capítulo II

Volví a verlo una semana después del Día de Acción de Gracias. Los negocios situados a lo largo del Hollywood Boulevard estaban comenzando a llenarse con la quincalla de Navidad, marcada a precios siderales, y los periódicos habían empezado a chillar sobre lo terrible que sería si uno no hiciera a tiempo las compras de Navidad. De todas formas sería terrible; siempre lo es. Me hallaba a tres manzanas de mi oficina cuando vi un coche policial estacionado, en cuyo interior había dos policías contemplando algo que había en la acera al lado de un escaparate. La cosa en cuestión era Terry Le

Estaba apoyado contra el negocio. Debía apoyarse contra algo. La camisa, sucia y abierta en el cuello, asomaba en parte por debajo de la americana. No se había afeitado desde hacía cuatro o cinco días. Parecía consumido. Su tez estaba tan pálida que casi no se notaban las finas cicatrices del rostro, y los ojos eran como cavidades horadadas en un banco de nieve. Era evidente que los dos policías se aprestaban a atraparlo, de modo que me acerqué a él rápidamente y lo tomé por el brazo.

– Enderécese y camine -le dije en tono firme mientras le hacía una guiñada de soslayo-. ¿Puede hacerlo? ¿Está borracho?

Me dirigió una mirada vaga y luego sonrió con esa media sonrisa suya.

– Estuve borracho -exhaló-, pero ahora creo que simplemente estoy un poco… vacío.

– Muy bien, pero mueva los pies. Está a punto de que se lo lleven por ebriedad.

Hizo un esfuerzo y dejó que lo condujera entre los transeúntes hasta llegar al borde de la acera. Había allí una parada de taxis; de un tirón traté de abrir la puerta del que estaba justo frente de nosotros.

– Aquél sale primero -indicó el chófer señalando con el dedo el auto que estaba adelante. Volvió la cabeza y vio a Terry-. Es por turno.

– Es que se trata de un caso urgente. Mi amigo está enfermo.

– Sí -dijo el chofer-. Podría haber enfermado en cualquier otra parte.



– Cinco dólares -le ofrecí -y a ver si me dirige una de sus hermosas sonrisas.

– Oh, está bien -contestó-, y puso detrás del espejo una revista con un marciano en la portada. Abrí la puerta, metí a Terry Le

– Un momento, amigo. ¿Qué pasa aquí? ¿El caballero de la camisa sucia es realmente íntimo amigo suyo?

– Bastante íntimo como para saber que necesita un amigo. No está borracho.

– No le alcanza el dinero, sin duda -dijo el vigilante. Extendió la mano y yo le entregué mi licencia. La miró y me la devolvió.

– ¡Ajá! -exclamó, y con voz fuerte agregó-: Esto me dice algo sobre usted, señor Marlowe. ¿Qué hay de su amigo?

– Se llama Terry Le

– ¡Qué bien! dijo el agente sarcásticamente. Se asomó al interior del taxi y contempló a Terry acurrucado en un rincón-. Se diría que no ha trabajado demasiado en los últimos tiempos. Se diría que no durmió demasiado bajo techo últimamente. Hasta se diría que es un vagabundo y que tal vez por eso deberíamos meterlo adentro.

– Su hoja de arrestos no puede ser tan baja -repliqué-. No en Hollywood.

– ¿Cuál es el nombre de su amigo? -preguntó mirando a Terry.

– Philip Marlowe -dijo Terry lentamente-. Vive en la avenida Yucca, en Laurel Canyon.

El policía apartó la cabeza de la ventanilla, se dio vuelta e hizo un ademán.

– Pudo habérselo dicho hace unos instantes -masculló.

– Pude haberlo hecho, pero no lo hice.

Me miró fijamente durante uno o dos segundos.

– Por esta vez lo dejaré pasar, pero sáquelo de la calle.

– Volvió a subir al coche patrullero y se alejó.

Subí al taxi que nos llevó a tres manzanas de allí, hasta la playa de estacionamiento donde tenía mi coche. Le entregué al chofer el billete de cinco dólares, pero el hombre me dirigió una mirada firme y sacudió la cabeza.

– Sólo lo que está marcado en el taxímetro, compañero, o simplemente un dólar si es que tiene ganas. Yo también he estado fuera de combate y sé lo que es eso. En Frisco. Nadie me recogió en ningún taxi. Es una ciudad que tiene corazón de piedra.

– San Francisco -corregí mecánicamente.

– Yo la llamo Frisco -dijo-. Al demonio con todos esos grupos minoritarios. Gracias. -Agarró el dólar y se fue.

Nos dirigimos a uno de esos lugares al aire libre donde sin bajar del coche se puede comer algo. Terry Le