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Menéndez hizo una pausa y me dirigió una mirada penetrante con sus ojos oscuros y brillantes.

– Gracias por contármelo -le dije.

– Espere un poco, Marlowe. Randy y yo cambiamos impresiones y llegamos a la conclusión de que lo que le había sucedido a Terry Le

– La policía puede hacer lo que le dé la gana con cualquiera. ¿Qué es lo que quiere de mí?

– Simplemente que se quede quieto.

– ¿Cómo? ¿A qué se refiere?

– A que se deje de estar tratando de hacerse publicidad o sacar dinero aprovechando el caso Le

– Un maleante sentimental -dije-. Eso me mata.

– Fíjese en lo que dice, mocito. Fíjese. Mendy Menéndez no discute con tipos. Les da órdenes. Búsquese otro modo de agarrar un peso. ¿Me entiende?

El hombre se levantó. La entrevista había terminado.

Recogió los guantes. Eran de cuero de cerdo blanco y no parecían usados. Tipo elegante este Menéndez. Pero muy vulgar.

– Yo no busco publicidad -contesté-. Y nadie me ha ofrecido dinero. ¿Por qué y para qué lo harían?

– No se burle de mí, Marlowe. Usted no se pasó tres días a la sombra simplemente por su corazón de oro. Le pagaron para eso. No digo quién fue, pero tengo una idea formada sobre el particular. Y la persona en quien pienso está muy bien forrada. El caso Le

– Aunque Terry no la hubiera matado -dije yo.

Mis palabras no lo sorprendieron mucho.

– Me gustaría pensar lo mismo que usted en ese aspecto del asunto, pero no tiene sentido. Y aun si lo tuviera, y Terry quisiera que quedara en la forma en que está, tendrá que quedar así.

No dije nada. Después de un momento se sonrió en forma burlona.

– Tarzán en un gran monopatín rojo -confirmó, arrastrando las palabras-. Un tipo guapo. Me permite entrar aquí y ponerlo como trapo de piso. Un tipo a quien alquilan por unas cuantas moneditas y que se deja manejar por cualquiera. Sin dinero, sin familia, sin perspectivas; nada. Hasta pronto, pobre infeliz.

Seguí sentado con las mandíbulas apretadas, mirando el resplandor de la cigarrera de oro que estaba en un rincón del escritorio. Me sentí viejo y cansado. Me puse de pie lentamente y agarré la cigarrera.

– Se olvidó de esto -dije, rodeando el escritorio.

– Tengo media docena de ellas -contestó con gesto despreciativo.

Cuando estuve bien cerca de él se la alcancé. Extendió la mano en forma displicente para agarrarla.

– ¿Qué le parece una media docena de éstos? -pregunté y le golpeé tan fuerte como pude en pleno vientre.

Casi se dobló en dos, gimiendo. La cigarrera cayó al suelo. Trató de apoyarse contra la pared y sacudió las manos hacia atrás y hacia adelante con movimientos convulsivos. Casi no podía respirar y estaba sudando. Consiguió enderezarse muy lentamente y con gran esfuerzo; de nuevo quedamos frente a frente. Permaneció inmóvil durante unos segundos y finalmente sonrió.





– No lo imaginaba capaz de esto -dijo.

– La próxima vez traiga un revólver… o no me llame infeliz.

– Tengo un acompañante para que me lleve el revólver.

– Tráigalo con usted. Lo necesitará.

– Usted es un tipo con el cual resulta difícil enojarse, Marlowe.

Con el pie empujé la cigarrera de oro a un costado, me agaché, la recogí del suelo y se la entregué. El se la metió en el bolsillo.

– No lo entiendo -dije-. ¿Qué valor tenía para usted perder tiempo en venir a agarrarme a mí? Será que se volvió monótono. Todos los tipos guapos son monótonos. Como jugar a las cartas en una mesa en que todos tienen ases. Usted lo tiene todo y no tiene nada. Está ahí simple mente mirándose a sí mismo. No me extraña que Terry no fuera a pedirle ayuda. Habría sido como pedirle dinero prestado a una prostituta.

Se apretó suavemente el estómago con dos dedos.

– Lamento que haya dicho eso, mocito. Podría pasarse de vivo.

Se dirigió hacia la puerta y la abrió. Afuera estaba el guardaespaldas, que al verlo se apartó de la pared y se dio vuelta. Menéndez le hizo una señal con la cabeza. El guardaespaldas entró en la oficina y se quedó mirándome con ojos inexpresivos.

– Míralo bien, Chick -dijo Menéndez-. Si se presenta la ocasión, asegúrate de que lo reconocerás. Tú y él podríais tener trabajo uno de estos días.

– Ya lo he visto a él, jefe -dijo el tipo suave, moreno, de labios apretados, con la voz entre labios que siempre afectan todos ellos-. A mí no me molestará.

– No dejes que te golpee las tripas -dijo Menéndez con mueca burlona-. Su derecha no es ninguna tontería.

El guardaespaldas se limitó a hacer un gesto despectivo.

– No se me acercará tanto.

– Bueno, hasta la vista, infeliz -agregó Menéndez y salió del cuarto.

– Hasta pronto despidióse el guardaespaldas fríamente-. Mi nombre es Chick Agostino. Me imagino que me reconocerá.

– Como a un periódico sucio -contesté-. Hágame recordar para que no le pise la cara.

Se le contrajeron los músculos de las mandíbulas, pero se dio vuelta bruscamente y salió detrás de su amo.

La puerta se cerró con lentitud sobre los resortes neumáticos. Presté atención, pero no pude oír los pasos de los dos hombres que se alejaban por el hall. Caminaban tan silenciosos como gatos. Al cabo de un minuto quise estar seguro y abrí la puerta y miré hacia afuera. El hall estaba vacío.

Regresé a mi escritorio, me senté y durante un buen rato me estuve preguntando por qué un chantajista como Menéndez, poderoso e importante en el ambiente local, habría creído que valía la pena perder el tiempo en venir a verme personalmente para advertirme que no metiera la nariz en nada, justo unos minutos después de haber recibido una advertencia similar de Sewell Endicott, aunque expresada en términos diferentes.

No llegué a ninguna conclusión y entonces se me ocurrió que podría tratar de aclarar la cosa por otro lado. Levanté el auricular y pedí comunicación con el Terrapin Club, de Las Vegas; llamada personal de Philip Marlowe al señor Randy Starr. No hubo caso. El señor Starr no estaba en la ciudad. ¿Quería yo hablar con alguna otra persona? Dije que no. En verdad, ni siquiera tenía mucho interés en hablar con Starr. Fue un capricho momentáneo. Estaba demasiado lejos para golpearme.